Los recovecos extraños del tiempo. Tal vez no es ya 30 de diciembre de 2009. Puede que no estemos a punto de entrar en 2010. ¿Qué nos diría el bueno de Ray Bradbury a todos los que leímos sus libros editados en Minotauro como si fueran los tesoros más valiosos?
Esa sensación agridulce de participar en la conquista del espacio, de proyectar nuestro yo hacia el futuro: en el año 2000 viajaremos a Marte como Fiorello Bodoni y su familia. Fiorello es pobre y por eso adquirió un cohete en un desguace para que sus niños tuvieran la experiencia de viajar al espacio. Pero se trata de un ficción. Tras el supuesto despegue desde el patio de su casa, los niños se quedan dormidos y sus padres los llevan dulcemente hasta sus camas. Todo ha sucedido como en el mejor de los sueños.
Tendremos un encuentro nocturno que nos dejará marcados para siempre, nos perderemos en las sinuosas carreteras de sedienta tierra roja, beberemos el vino del estío, no lograremos resistir el embrujo de la feria de las tinieblas: mientras escribo son las 3:00 de la mañana en el meridiano 3 grados 41 minutos oeste, hemisferio septentrional, en la extraña Europa, la hora perfecta para el mal. Demasiado lejos de la medianoche, pero aún queda mucho tiempo para el amanecer. La hora de despertar a nuestros amigos más fieles e ir en busca de monstruos, de aventuras que nos aparten por un instante de la vida reglada, la monotonía vulgar de las cárceles invisibles.
Hoy es 30 de diciembre de 2009. Marte debería haber sido explorado ya (aunque en la nueva edición de The Martian Chronicles Mister Bradbury cambió las fechas de los relatos y los proyectó hacia la década de 2030). La geografía es materia de vagos, de vagos y soñadores.
Las naves que lanzaron al espacio cuando aún era un niño y no sabía lo que se siente al despertar junto al cuerpo de una mujer están a punto de abandonar el Sistema Solar. Han tardado 32 años en llegar a los confines del reino de nuestro Sol. Se van hacia la nada interestelar. Nosotros vivimos en la nada terráquea y los saludamos.
Continuarán su viaje cuando yo haya muerto. Cuando nadie sobre la Tierra guarde ningún recuerdo de mí, entonces habré muerto dos veces. No importa. Ellas seguirán navegando en brazos de Newton.
Benjamin Driscoll llegó a Marte y lo primero que sintió fue la falta de oxígeno. Necesitaba respirar oxígeno, el oxígeno de los bosques de su infancia. Entonces se dedicó a recorrer el planeta entero plantando árboles, más árboles, todos los árboles posibles hasta poder respirar a pleno pulmón. ¡Oxígeno! ¡Más oxígeno! Ese inquieto elemento de la tabla periódica que nos mantiene vivos. Que nos hace creer en un mañana lleno de promesas y delirios. Oxígeno en nuestras ciudades.
Llueve sobre Madrid. Diciembre de 2009. Las navidades no son lo mismo desde que murió Manuel. Sigue lloviendo desde hace cinco días. Llueve sin parar, como en aquel relato de El hombre ilustrado que mi madre nos contó estando aislados por una inundación en Córdoba. Entonces debía tener ocho años, la edad de mi hijo más pequeño, Pablo, que tocó el piano como un ángel en su concierto de Navidad en el Conservatorio. A pesar de su corta edad, tocó con sobriedad y con sentido de la dinámica. Algo tan esencial no sólo para la música, sino para la vida.
Todo el mundo sabe que Venus está cubierto de una gruesa capa de nubes. Ray lo sabe mejor que nadie. Los exploradores humanos tienen que lidiar con una lluvia perenne. Molesta. Atroz. Hay solariums repartidos por toda la superficie venusiana, pero la mayor parte están en ruinas. Cuando ya no soportan más el dolor de la existencia, los hombres se suicidan abriendo la boca en dirección al cielo. Y allí se quedan. Girando para siempre en el extraño lucero del alba. Como en cada vaso de vino.
miércoles, 30 de diciembre de 2009
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