lunes, 2 de agosto de 2010

Los ladrones de cadáveres

Como el verano en el hemisferio norte promete ser infernal, nada mejor para bajar la temperatura que un relato de terror.

Hay un cuento de Robert L. Stevenson que me causó viva impresión cuando era adolescente. La propia vida de Stevenson-Tusitala, enterrado en los lejanos mares del sur, me parece un canto a la libertad y a la fantasía, acciones muy en baja en esta época miserable.

La buena literatura -como la buena música o la buena pintura- es demasiado valiosa para que abyectos personajes comercien con ella. Propongo que el Estado se haga cargo de las obras maestras y se ocupe de que los artistas superlativos tengan un buen pasar. Ya lo hacen con ex ministros e infinitas hileras de lameculos que afean el paisaje, obviamente pueden hacerlo con los artistas.

Aquí va el relato de Stevenson en la versión en español y la versión original (a continuación de la anterior). Sí, ya sé: “Traduttore, traditore!”. Doy fe. Durante mucho tiempo me he dedicado a traducir libros y otros materiales. La mayor parte han sido documentos comerciales y libros de toda clase de disciplinas. Nunca he soportado un trabajo "de 8 a 5". No sé hacerme el nudo de la corbata. Me gusta andar en calzoncillos todo el día. No entiendo el sistema de jerarquías que ha generado nuestro hormiguero social. La idea de un puesto para siempre en el mismo lugar me provocaría un estallido de tristeza máxima. Muerte en vida. En mi esquema de valores asesinar a un jefe o a un jefecillo con un lápiz bien afilado no es un crimen, es justicia poética. Es volver a restablecer el necesario equilibrio natural.

Digamos que eran traducciones alimenticias... Pero entre los textos que disfruté traduciendo había verdaderas joyas: obras de Mishima, Swedenborg, John Lynch, Alexandra David-Néel y cuentos de fantasmas del siglo XIX que, he de confesar, hicieron que mirara "debajo de la cama" antes de irme a dormir, je, je.

Traducir es como hacer arpegios en el piano: te mantiene mentalmente ágil. Lo recomiendo a todo el mundo (obviamente, como recomiendo la lectura en la lengua original, un esfuerzo que bien vale la pena. Un idioma genera una visión del mundo propia que resulta del todo intransferible).

Bueno, aquí van las dos versiones. Que las disfruten. Procuren evitar los cementerios solitarios a altas horas de la madrugada. Si pueden...

Los ladrones de cadáveres, de Robert L. Stevenson. 1881.

Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacia viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.

Una oscura noche de invierno—habían dado las nueve algo antes de que el dueño se reuniera con nosotros— fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores se había puesto enfermo en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba de camino hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.

—Ya ha llegado—dijo el dueño, después de llenar y de encender la pipa.

—¿Quién? dije yo—. ¿No querrá usted decir el médico?

—Precisamente—contestó nuestro posadero.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.

Fettes estaba acabando su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido «Macfarlane»: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.

—Sí dijo el dueño—, así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.

Fettes se serenó inmediatamente; sus ojos se aclararon, su voz se hizo más firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos muy sorprendidos ante aquella transformación, porque era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.

—Les ruego que me disculpen—dijo—; mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?

Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:

—No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.

—¿Le conoce usted, doctor?—preguntó boquiabierto el empresario de pompas fúnebres.

—¡Dios no lo quiera! —fue la respuesta—. Y, sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre viejo?

—No es un hombre joven, desde luego, y tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.

—Es mayor que yo, sin embargo; varios años mayor. Pero—dando un manotazo sobre la mesa—, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no es cierto? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro—y procedió a darse un manotazo sobre la calva cabeza—, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.

—Si este doctor es la persona que usted conoce—me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa—, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?

Fettes no me hizo el menor caso.

—Sí—dijo, con repentina firmeza—, tengo que verlo cara a cara.

Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró con cierta violencia en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.

—Es el doctor—exclamó el dueño—. Si se da prisa podrá alcanzarle.

No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escalera de roble terminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba brillantemente iluminado todas las noches, no sólo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así convenientemente la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes se llegó sin vacilaciones hasta el diminuto vestíbulo y los demás, quedándonos un tanto retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como «cara a cara». El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía por otra parte. Iba elegantemente vestido con el mejor velarte y la más fina holanda, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín—calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote—enfrentarse con él al pie de la escalera.

—¡Macfarlane! —dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.

El gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.

—¡Toddy Macfarlane!—repitió Fettes.

El londinense casi se tambaleó. Lanzó una mirada rapidísima al hombre que tenía delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:

—¡Fettes! ¡Tú!

—¡Yo, sí! —dijo el otro—. ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por terminada nuestra relación.

—¡Calla, por favor! —exclamó el ilustre médico—. ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado... Ya veo que te has ofendido. Confieso que al principio casi no te había conocido; pero me alegro mucho... me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy sólo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y tengo que coger el tren; pero debes... veamos, sí... debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso «en recuerdo de los viejos tiempos», como solíamos cantar durante nuestras cenas.

—¡Dinero! —exclamó Fettes— ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.

Hablando, el doctor Macfarlane había conseguido recobrar un cierto grado de superioridad y confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo sumió de nuevo en su primitiva confusión.

Una horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.

—Mi querido amigo —dijo—, haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección...

—No me la des... No deseo saber cuál es d techo que te cobija—le interrumpió el otro—. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!

Pero Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:

—¿Has vuelto a verlo?

El famoso doctor londinense dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que así le interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón cogido in fraganti.Antes de que a ninguno de nosotros se nos ocurriera hacer el menor movimiento, el calesín traqueteaba ya camino de la estación La escena había terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.

—¡Que Dios nos tenga de su mano, Mr. Fettes! —dijo el posadero, al ser el primero en recobrar el normal uso de sus sentidos—. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas las que usted ha dicho...

Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.

—Procuren tener la lengua quieta—dijo—. Es arriesgado enfrentarse con el tal Macfarlane; los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.

Después, sin terminarse el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo adiós y se perdió en la oscuridad de la noche después de pasar bajo la lámpara de la posada.

Nosotros tres regresamos a los sillones del reservado, con un buen fuego y cuatro velas recién empezadas; y, a medida que recapitulábamos lo sucedido, el primer escalofrío de nuestra sorpresa se convirtió muy pronto en hormiguillo de curiosidad. Nos quedamos allí hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche en la que se prolongara tanto la tertulia. Antes de separarnos, cada uno tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No es un gran motivo de vanagloria, pero creo que me di mejor maña que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables sucesos.

De joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto tipo de talento que le permitía retener gran parte de lo que oía y asimilarlo en seguida, haciéndolo suyo. Trabajaba poco en casa; pero era cortés, atento e inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un cierto profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke *, pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero Mr. K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la incompetencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso. Mr. K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o sub-asistente en su clase.

Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular sobre los hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y del comportamiento de los otros estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación—en aquella época asunto muy delicado—, Mr. K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden a los amaneceres invernales, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país. Tenía que recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los trabajos del día siguiente.

Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada de esta manera bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier otra persona, esclavo total de sus propios deseos y rastreras ambiciones. Frío, superficial y egoísta en última instancia, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.

La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades tanto para él como para su patrón. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no sólo eran desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. «Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio», solía decir, recalcando la aliteración; «quid pro quo». Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus asistentes que «No hicieran preguntas por razones de conciencia.»

No es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.

Una mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio duramente puesta a prueba. Fettes, después de pasar la noche en blanco debido a un atroz dolor de muelas—paseándose por su cuarto como una fiera enjaulada o arrojándose desesperado sobre la cama—, y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque en cuarto menguante, derramaba abundante luz; hacía mucho frío y la noche estaba ventosa, la ciudad dormía aún, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el tráfago del día. Los profanadores habían llegado más tarde de lo acostumbrado y parecían tener aún más prisa por marcharse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto; dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.

—¡Santo cielo!—exclamó—. ¡Si es Jane Galbraith!

Los hombres no respondieron nada pero se movieron imperceptiblemente en dirección a la puerta.

—La conozco, se lo aseguro —continuó Fettes—. Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.

—Está usted completamente equivocado, señor—dijo uno de los hombres.

Pero el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero inmediatamente.

Era imposible malinterpretar su expresión o exagerar el peligro que implicaba. Al muchacho le faltó valor. Tartamudeó una excusa, contó la suma convenida y acompañó a sus odiosos visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó con calma sobre el descubrimiento que había hecho; consideró fríamente la importancia de las instrucciones de Mr. K y el peligro para su persona que podía derivarse de su intromisión en un asunto de tanta importancia; finalmente, lleno de angustiosas dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior, el primer asistente.

Era éste un médico joven, Tolfe Macfarlane, gran favorito de los estudiantes temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y un poquito atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de golf; vestía con elegante audacia y, como toque final de distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una cierta comunidad de vida; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y profanar algún cementerio poco frecuentado y, antes del alba, presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.

Aquella mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a recibirle a la escalera, le contó su historia y terminó mostrándole la causa de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.

—Sí—dijo con una inclinación de cabeza—; parece sospechoso.

—¿Qué te parece que debo hacer?—preguntó Fettes.

—¿Hacer?—repitió el otro—. ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará, diría yo.

—Quizá la reconozca alguna otra persona —objetó Fettes—. Era tan conocida como el Castle Rock *.

—Esperemos que no —dijo Macfarlane—, y si alguien lo hace... bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva ya demasiado tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada; tampoco tú saldrías muy bien librado. Ni yo, si vamos a eso. Me gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos ante cualquier tribunal. Porque, para mí, ¿sabes?, hay una cosa cierta: prácticamente hablando, todo nuestro «material» han sido personas asesinadas.

—¡Macfarlane!—exclamó Fettes.

—¡Vamos, vamos!—se burló el otro—. ¡Como si tú no lo hubieras sospechado!

—Sospechar es una cosa...

—Y probar otra. Ya lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí—dando unos golpes en el cadáver con su bastón—. Pero colocados en esta situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y—añadió con gran frialdad—así es: no la reconozco. Tú puedes, si es ése tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.

Aquella manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada joven pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.

Una tarde, después de haber terminado su trabajo de aquel día, Fettes entró en una taberna muy concurrida y encontró allí a Macfarlane sentado en compañía de un extraño. Era un hombre pequeño, muy pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como carbones. El corte de su cara parecía prometer una inteligencia y un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad, su tosquedad y su estupidez. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona tan desagradable manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.

—Yo no soy precisamente un ángel—hizo notar el desconocido—, pero Macfarlane me da ciento y raya... Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.

O bien:

—Toddy, levántate y cierra la puerta.

—Toddy me odia—dijo después—. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!

—No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe —gruñó Macfarlane.

. —¡Escúchalo! ¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso por todo mi cuerpo—explicó el desconocido

—Nosotros, la gente de medicina, tenemos un sistema mejor—dijo Fettes—. Cuando no nos gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección

Macfarlane le miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado.

Fue pasando la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó le mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos y la mente totalmente en blanco. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida, y durmió el sueño de los justos.

A las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Has salido tú solo? ¿Cómo te las has apañado?

Pero Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y de depositarlo sobre la mesa, Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.

—Será mejor que le veas la cara—dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar—. Será mejor—repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando, lleno de asombro.

—Pero ¿dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos?—exclamó el otro.

—Mírale la cara—fue la única respuesta.

Fettes titubeó; le asaltaron extrañas dudas. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente, dando un respingo, hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo que se tropezaron sus ojos pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. El que dos personas que había conocido hubieran terminado sobre las heladas mesas de disección era un cras tibi que iba repitiéndose por su alma en ecos sucesivos. Con todo, aquellas eran sólo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas.

Fue Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.

—Richardson—dijo—puede quedarse con la cabeza.

Richardson era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:

—Hablando de negocios, debes pagarme; tus cuentas tienen que cuadrar, como es lógico.

Fettes encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:

—¡Pagarte! —exclamó—. ¿Pagarte por eso?

—Naturalmente; no tienes más remedio que hacerlo. Desde cualquier punto de vista que lo consideres—insistió el otro—. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?

—Allí—contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario del rincón.

—Entonces, dame la llave—dijo el otro calmosamente, extendiendo la mano.

Después de un momento de vacilación, la suerte quedó decidida. Macfarlane no pudo suprimir un estremecimiento nervioso, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.

—Ahora, mira—dijo Macfarlane—; ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer escalón haaa la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo demonio.

Durante los pocos segundos que siguieron la mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.

—Y ahora —dijo Macfarlane—, es de justicia que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.

—Macfarlane —empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca—, me he puesto el nudo alrededor del cuello por complacerte.

—¿Por complacerme? —exclamó Wolfe—. ¡Vamos, vamos! Por lo que a mí se me alcanza no has hecho más que lo que estabas obligado a hacer en defensa propia. Supongamos que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin importancia procede sin duda alguna del primero. Mr. Gray es la continuación de Miss Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que seguir adelante; ésa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.

Una horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.

—¡Dios mío!—exclamó—. ¿Qué es lo que he hecho? y ¿cuándo puede decirse que haya empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que yo me encuentro ahora?

—Mi querido amigo —dijo Macfarlane—, ¡qué ingenuidad la tuya! ¿Es que acaso te ha pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.

Y con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido de árbitro del destino de Macfarlane a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca definitivamente.

Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de enmascaramiento.

Al tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.

Antes de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido a sus terrores y olvidado su bajeza. Empezó a adornarse con las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes de Mr. K. A veces, intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.

Finalmente se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase de Mr. K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. Estaba situado entonces, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y escondido bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista—por usar un sinónimo de la época—no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a la fría curiosidad del disector.

A última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, bien envueltos en sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron antes en un espeso bosquecillo no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher's Tryst, para brindar delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su compañero un montoncito de monedas de oro.

—Un pequeño obsequio—dijo—. Entre amigos estos favores tendrían que hacerse con tanta facilidad como pasa de mano en mano uno de esos fósforos largos para encender la pipa.

Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.

—Eres un verdadero filósofo —exclamó—. Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K... ¡Por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!

—Por supuesto que sí—asintió Macfarlane—. Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver; pero tú no.... tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.

—¿Y por qué tenía que haberla perdido?—presumió Fettes—. No era asunto mío. Hablar no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto?—y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.

Macfarlane sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea jactanciosa.

—Lo importante es no asustarse. Confieso, aquí, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades... quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!

Para entonces se estaba haciendo ya algo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden, pagaron la cuenta y emprendieron la marcha. Explicaron,que iban camino de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo aquí y allí un portillo blanco o una piedra del mismo color en algún muro les guiaba por unos momentos; pero casi siempre tenían que avanzar al paso y casi a tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su solemne y aislado punto de destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario de sus impíos trabajos.

Los dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos alternativamente secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de campo abierto.

Como casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron más prudente acabarla a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher's Tryst. Celebraron el débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear alegremente camino de la ciudad.

Los dos se habían mojado hasta los huesos durante sus operaciones y ahora, al saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.

—Por el amor de Dios —dijo, haciendo un gran esfuerzo para conseguir hablar—, por el amor de Dios, ¡encendamos una luz!

Macfarlane, al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado para entonces más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.

Durante algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.

—Esto no es una mujer—dijo Macfarlane con voz que no era más que un susurro.

—Era una mujer cuando la subimos al calesín—respondió Fettes.

—Sostén el farol—dijo el otro—. Tengo que verle la cara.

Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó con toda claridad las bien moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás. FIN.


THE BODY-SNATCHER


EVERY night in the year, four of us sat in the small parlour of the George at Debenham--the undertaker, and the landlord, and Fettes, and myself. Sometimes there would be more; but blow high, blow low, come rain or snow or frost, we four would be each planted in his own particular arm-chair. Fettes was an old drunken Scotchman, a man of education obviously, and a man of some property, since he lived in idleness. He had come to Debenham years ago, while still young, and by a mere continuance of living had grown to be an adopted townsman. His blue camlet cloak was a local antiquity, like the church-spire. His place in the parlour at the George, his absence from church, his old, crapulous, disreputable vices, were all things of course in Debenham. He had some vague Radical opinions and some fleeting infidelities, which he would now and again set forth and emphasise with tottering slaps upon the table. He drank rum--five glasses regularly every evening; and for the greater portion of his nightly visit to the George sat, with his glass in his right hand, in a state of melancholy alcoholic saturation. We called him the Doctor, for he was supposed to have some special knowledge of medicine, and had been known, upon a pinch, to set a fracture or reduce a dislocation; but beyond these slight particulars, we had no knowledge of his character and antecedents.

One dark winter night--it had struck nine some time before the landlord joined us--there was a sick man in the George, a great neighbouring proprietor suddenly struck down with apoplexy on his way to Parliament; and the great man's still greater London doctor had been telegraphed to his bedside. It was the first time that such a thing had happened in Debenham, for the railway was but newly open, and we were all proportionately moved by the occurrence.

"He's come," said the landlord, after he had filled and lighted his pipe.

"He?" said I. "Who?--not the doctor?"

"Himself," replied our host.

"What is his name?"

"Dr. Macfarlane," said the landlord.

Fettes was far through his third tumblers stupidly fuddled, now nodding over, now staring mazily around him; but at the last word he seemed to awaken, and repeated the name "Macfarlane" twice, quietly enough the first time, but with sudden emotion at the second.

"Yes," said the landlord, "that's his name, Doctor Wolfe Macfarlane."

Fettes became instantly sober; his eyes awoke, his voice became clear, loud, and steady, his language forcible and earnest. We were all startled by the transformation, as if a man had risen from the dead.

"I beg your pardon," he said. "I am afraid I have not been paying much attention to your talk. Who is this Wolfe Macfarlane?" And then, when he had heard the landlord out, "It cannot be, it cannot be," he added; "and yet I would like well to see him face to face."

"Do you know him, Doctor?" asked the undertaker, with a gasp.

"God forbid!" was the reply. "And yet the name is a strange one; it were too much to fancy two. Tell me, landlord, is he old?"

"Well," said the host, "he's not a young man, to be sure, and his hair is white; but he looks younger than you."

"He is older, though; years older. But," with a slap upon the table, "it's the rum you see in my face--rum and sin. This man, perhaps, may have an easy conscience and a good digestion. Conscience! Hear me speak. You would think I was some good, old, decent Christian, would you not? But no, not I; I never canted. Voltaire might have canted if he'd stood in my shoes; but the brains"--with a rattling fillip on his bald head--"the brains were clear and active, and I saw and made no deductions."

"If you know this doctor," I ventured to remark, after a somewhat awful pause, "I should gather that you do not share the landlord's good opinion."

Fettes paid no regard to me.

"Yes," he said, with sudden decision, "I must see him face to face."

There was another pause, and then a door was closed rather sharply on the first floor, and a step was heard upon the stair.

"That's the doctor," cried the landlord. "Look sharp, and you can catch him."

It was but two steps from the small parlour to the door of the old George Inn; the wide oak staircase landed almost in the street; there was room for a Turkey rug and nothing more between the threshold and the last round of the descent; but this little space was every evening brilliantly lit up, not only by the light upon the stair and the great signal-lamp below the sign, but by the warm radiance of the barroom window. The George thus brightly advertised itself to passers-by in the cold street. Fettes walked steadily to the spot, and we, who were hanging behind, beheld the two men meet, as one of them had phrased it, face to face. Dr. Macfarlane was alert and vigorous. His white hair set off his pale and placid, although energetic, countenance. He was richly dressed in the finest of broadcloth and the whitest of linen, with a great gold watch-chain, and studs and spectacles of the same precious material. He wore a broad-folded tie, white and speckled with lilac, and he carried on his arm a comfortable driving-coat of fur. There was no doubt but he became his years, breathing, as he did, of wealth and consideration; and it was a surprising contrast to see our parlour sot--bald, dirty, pimpled, and robed in his old camlet cloak--confront him at the bottom of the stairs.

"Macfarlane!" he said somewhat loudly, more like a herald than a friend.

The great doctor pulled up short on the fourth step, as though the familiarity of the address surprised and somewhat shocked his dignity.

"Toddy Macfarlane!" repeated Fettes.

The London man almost staggered. He stared for the swiftest of seconds at the man before him, glanced behind him with a sort of scare, and then in a startled whisper "Fettes!" he said, "you!"

"Ay," said the other, "me! Did you think I was dead too? We are not so easy shut of our acquaintance."

"Hush, hush!" exclaimed the doctor. "Hush, hush! this meeting is so unexpected--I can see you are unmanned I hardly knew you, I confess, at first; but I am overjoyed--overjoyed to have this opportunity. For the present it must be how-d'ye-do and good-by in one, for my fly is waiting, and I must not fail the train; but you shall--let me see--yes--you shall give me your address, and you can count on early news of me. We must do something for you, Fettes. I fear you are out at elbows; but we must see to that for auld lang syne, as once we sang at suppers."

"Money!" cried Fettes; "money from you! The money that I had from you is lying where I cast it in the rain."

Dr. Macfarlane had talked himself into some measure of superiority and confidence, but the uncommon energy of this refusal cast him back into his first confusion.

A horrible, ugly look came and went across his almost venerable countenance. "My dear fellow," he said, "be it as you please; my last thought is to offend you. I would intrude on none. I will leave you my address however----"

"I do not wish it--I do not wish to know the roof that shelters you," interrupted the other. "I heard your name; I feared it might be you; I wished to know if, after all, there were a God; I know now that there is none. Begone!"

He still stood in the middle of the rug, between the stair and doorway; and the great London physician, in order to escape, would be forced to step to one side. It was plain that he hesitated before the thought of this humiliation. White as he was, there was a dangerous glitter in his spectacles; but while he still paused uncertain, he became aware that the driver of his fly was peering in from the street at this unusual scene, and caught a glimpse at the same time of our little body from the parlour, huddled by the corner of the bar. The presence of so many witnesses decided him at once to flee. He crouched together, brushing on the wainscot, and made a dart like a serpent, striking for the door. But his tribulation was not yet entirely at an end, for even as he was passing Fettes clutched him by the arm and these words came in a whisper, and yet painfully distinct, "Have you seen it again?"

The great rich London doctor cried out aloud with a sharp, throttling cry; he dashed his questioner across the open space, and, with his hands over his head, fled out of the door like a detected thief. Before it had occurred to one of us to make a movement the fly was already rattling toward the station. The scene was over like a dream, but the dream had left proofs and traces of its passage. Next day the servant found the fine gold spectacles broken on the threshold, and that very night we were all standing breathless by the barroom window, and Fettes at our side, sober, pale and resolute in look.

"God protect us, Mr. Fettes!" said the landlord, coming first into possession of his customary senses. "What in the universe is all this? These are strange things you have been saying."

Fettes turned toward us; he looked us each in succession in the face. "See if you can hold your tongues," said he. "That man Macfarlane is not safe to cross; those that have done so already have repented it too late."

And then, without so much as finishing his third glass, far less waiting for the other two, he bade us good-by and went forth, under the lamp of the hotel, into the black night.

We three turned to our places in the parlour, with the big red fire and four clear candles; and as we recapitulated what had passed the first chill of our surprise soon changed into a glow of curiosity. We sat late; it was the latest session I have known in the old George. Each man, before we parted, had his theory that he was bound to prove; and none of us had any nearer business in this world than to track out the past of our condemned companion, and surprise the secret that he shared with the great London doctor. It is no great boast, but I believe I was a better hand at worming out a story than either of my fellows at the George; and perhaps there is now no other man alive who could narrate to you the following foul and unnatural events.

In his young days Fettes studied medicine in the schools of Edinburgh. He had talent of a kind, the talent that picks up swiftly what it hears and readily retails it for its own. He worked little at home; but he was civil, attentive, and intelligent in the presence of his masters. They soon picked him out as a lad who listened closely and remembered well; nay, strange as it seemed to me when I first heard it, he was in those days well favoured, and pleased by his exterior. There was, at that period, a certain extramural teacher of anatomy, whom I shall here designate by the letter K. His name was subsequently too well known. The man who bore it skulked through the streets of Edinburgh in disguise, while the mob that applauded at the execution of Burke called loudly for the blood of his employer. But Mr. K---- was then at the top of his vogue; he enjoyed a popularity due partly to his own talent and address, partly to the incapacity of his rival, the university professor. The students, at least, swore by his name, and Fettes believed himself, and was believed by others, to have laid the foundations of success when he had acquired the favour of this meteorically famous man. Mr. K---- was a bon vivant as well as an accomplished teacher; he liked a sly allusion no less than a careful preparation. In both capacities Fettes enjoyed and deserved his notice, and by the second year of his attendance he held the half-regular position of second demonstrator or sub-assistant in his class.

In this capacity, the charge of the theatre and lecturerdom devolved in particular upon his shoulders. He had to answer for the cleanliness of the premises and the conduct of the other students, and it was a part of his duty to supply, receive, and divide the various subjects. It was with a view to this last--at that time very delicate-- affair that he was lodged by Mr. K---- in the same wynd, and at last in the same building, with the dissecting-room. Here, after a night of turbulent pleasures, his hand still tottering, his sight still misty and confused, he would be called out of bed in the black hours before the winter dawn by the unclean and desperate interlopers who supplied the table. He would open the door to these men, since infamous throughout the land. He would help them with their tragic burden, pay them their sordid price, and remain alone, when they were gone, with the unfriendly relics of humanity. From such a scene he would return to snatch another hour or two of slumber, to repair the abuses of the night, and refresh himself for the labours of the day.

Few lads could have been more insensible to the impressions of a life thus passed among the ensigns of mortality. His mind was closed against all general considerations. He was incapable of interest in the fate and fortunes of another, the slave of his own desires and low ambitions. Cold, light, and selfish in the last resort, he had that modicum of prudence, miscalled morality, which keeps a man from inconvenient drunkenness or punishable theft. He coveted, besides, a measure of consideration from his masters and his fellow-pupils, and he had no desire to fail conspicuously in the external parts of life. Thus he made it his pleasure to gain some distinction in his studies, and day after day rendered unimpeachable eye-service to his employer, Mr. K----. For his day of work he indemnified himself by nights of roaring, blackguardly enjoyment; and when that balance had been struck, the organ that he called his conscience declared itself content.

The supply of subjects was a continual trouble to him as well as to his master. In that large and busy class, the raw material of the anatomists kept perpetually running out; and the business thus rendered necessary was not only unpleasant in itself, but threatened dangerous consequences to all who were concerned. It was the policy of Mr. K---- to ask no questions in his dealings with the trade. "They bring the body, and we pay the price," he used to say, dwelling on the alliteration--"quid pro quo." And again, and somewhat profanely, "Ask no questions," he would tell his assistants, "for conscience sake." There was no understanding that the subjects were provided by the crime of murder. Had that idea been broached to him in words, he would have recoiled in horror; but the lightness of his speech upon so grave a matter was, in itself, an offence against good manners, and a temptation to the men with whom he dealt. Fettes, for instance, had often remarked to himself upon the singular freshness of the bodies. He had been struck again and again by the hang-dog, abominable looks of the ruffians who came to him before the dawn; and putting things together clearly in his private thoughts, he perhaps attributed a meaning too immoral and too categorical to the unguarded counsels of his master. He understood his duty, in short, to have three branches: to take what was brought, to pay the price, and to avert the eye from any evidence of crime.

One November morning this policy of silence was put sharply to the test. He had been awake all night with a racking toothache--pacing his room like a caged beast or throwing himself in fury on his bed--and had fallen at last into that profound, uneasy slumber that so often follows on a night of pain, when he was awakened by the third or fourth angry repetition of the concerted signal. There was a thin, bright moonshine; it was bitter cold, windy, and frosty; the town had not yet awakened, but an indefinable stir already preluded the noise and business of the day. The ghouls had come later than usual, and they seemed more than usually eager to be gone. Fettes, sick with sleep, lighted them upstairs. He heard their grumbling Irish voices through a dream; and as they stripped the sack from their sad merchandise he leaned dozing, with his shoulder propped against the wall; he had to shake himself to find the men their money. As he did so his eyes lighted on the dead face. He started; he took two steps nearer, with the candle raised.

"God Almighty!" he cried. "That is Jane Galbraith!" The men answered nothing, but they shuffled nearer the door.

"I know her, I tell you," he continued. "She was alive and hearty yesterday. It's impossible she can be dead; it's impossible you should have got this body fairly."

"Sure, sir, you're mistaken entirely," said one of the men.

But the other looked Fettes darkly in the eyes, and demanded the money on the spot.

It was impossible to misconceive the threat or to exaggerate the danger. The lad's heart failed him. He stammered some excuses, counted out the sum, and saw his hateful visitors depart. No sooner were they gone than he hastened to confirm his doubts. By a dozen unquestionable marks he identified the girl he had jested with the day before. He saw, with horror, marks upon her body that might well betoken violence. A panic seized him, and he took refuge in his room. There he reflected at length over the discovery that he had made; considered soberly the bearing of Mr. K----'s instructions and the danger to himself of interference in so serious a business, and at last, in sore perplexity, determined to wait for the advice of his immediate superior, the class assistant.

This was a young doctor, Wolfe Macfarlane, a high favourite among all the reckless students, clever, dissipated, and unscrupulous to the last degree. He had travelled and studied abroad. His manners were agreeable and a little forward. He was an authority on the stage, skilful on the ice or the links with skate or golf-club; he dressed with nice audacity, and, to put the finishing touch upon his glory, he kept a gig and a strong trotting-horse. With Fettes he was on terms of intimacy; indeed, their relative positions called for some community of life; and when subjects were scarce the pair would drive far into the country in Macfarlane's gig, visit and desecrate some lonely graveyard, and return before dawn with their booty to the door of the dissecting-room.

On that particular morning Macfarlane arrived somewhat earlier than his wont. Fettes heard him, and met him on the stairs, told him his story, and showed him the cause of his alarm. Macfarlane examined the marks on her body.

"Yes," he said with a nod, "it looks fishy."

"Well, what should I do? " asked Fettes.

"Do?" repeated the other. "Do you want to do anything? Least said soonest mended, I should say."

"Some one else might recognise her," objected Fettes. "She was as well known as the Castle Rock."

"We'll hope not," said Macfarlane, "and if anybody does--well, you didn't, don't you see, and there's an end. The fact is, this has been going on too long. Stir up the mud, and you'll get K---- into the most unholy trouble; you'll be in a shocking box yourself. So will I, if you come to that. I should like to know how any one of us would look, or what the devil we should have to say for ourselves in any Christian witness-box. For me, you know there's one thing certain--that, practically speaking, all our subjects have been murdered."

"Macfarlane!" cried Fettes.

"Come now!" sneered the other. "As if you hadn't suspected it yourself!"

"Suspecting is one thing----"

"And proof another. Yes, I know; and I'm as sorry as you are this should have come here," tapping the body with his cane. "The next best thing for me is not to recognise it; and," he added coolly, "I don't. You may, if you please. I don't dictate, but I think a man of the world would do as I do; and I may add, I fancy that is what K---- would look for at our hands. The question is, Why did he choose us two for his assistants? And I answer, because he didn't want old wives."

This was the tone of all others to affect the mind of a lad like Fettes. He agreed to imitate Macfarlane. The body of the unfortunate girl was duly dissected, and no one remarked or appeared to recognize her.

One afternoon, when his day's work was over, Fettes dropped into a popular tavern and found Macfarlane sitting with a stranger. This was a small man, very pale and dark, with coal-black eyes. The cut of his features gave a promise of intellect and refinement which was but feebly realised in his manners, for he proved, upon a nearer acquaintance, coarse, vulgar, and stupid. He exercised, however, a very remarkable control over Macfarlane; issued orders like the Great Bashaw; became inflamed at the least discussion or delay, and commented rudely on the servility with which he was obeyed. This most offensive person took a fancy to Fettes on the spot, plied him with drinks, and honoured him with unusual confidences on his past career. If a tenth part of what he confessed were true, he was a very loathsome rogue; and the lad's vanity was tickled by the attention of so experienced a man.

"I'm a pretty bad fellow myself," the stranger remarked, "but Macfarlane is the boy--Toddy Macfarlane, I call him. Toddy, order your friend another glass." Or it might be, "Toddy, you jump up and shut the door." "Toddy hates me," he said again. "Oh, yes, Toddy, you do!"

"Don't you call me that confounded name," growled Macfarlane.

"Hear him! Did you ever see the lads play knife? He would like to do that all over my body," remarked the stranger.

"We medicals have a better way than that," said Fettes. "When we dislike a dead friend of ours, we dissect him."

Macfarlane looked up sharply, as though this jest was scarcely to his mind.

The afternoon passed. Gray, for that was the stranger's name, invited Fettes to join them at dinner, ordered a feast so sumptuous that the tavern was thrown in commotion, and when all was done commanded Macfarlane to settle the bill. It was late before they separated; the man Gray was incapably drunk. Macfarlane, sobered by his fury, chewed the cud of the money he had been forced to squander and the slights he had been obliged to swallow. Fettes, with various liquors singing in his head, returned home with devious footsteps and a mind entirely in abeyance. Next day Macfarlane was absent from the class, and Fettes smiled to himself as he imagined him still squiring the intolerable Gray from tavern to tavern. As soon as the hour of liberty had struck he posted from place to place in quest of his last night's companions. He could find them, however, nowhere; so returned early to his rooms, went early to bed, and slept the sleep of the just.

At four in the morning he was awakened by the well-known signal. Descending to the door, he was filled with astonishment to find Macfarlane with his gig, and in the gig one of those long and ghastly packages with which he was so well acquainted.

"What?" he cried. "Have you been out alone? How did you manage?"

But Macfarlane silenced him roughly, bidding him turn to business. When they had got the body upstairs and laid it on the table, Macfarlane made at first as if he were going away. Then he paused and seemed to hesitate; and then, "You had better look at the face," said he, in tones of some constraint. "You had better," he repeated, as Fettes only stared at him in wonder.

"But where, and how, and when did you come by it?" cried the other.

"Look at the face," was the only answer.

Fettes was staggered; strange doubts assailed him. He looked from the young doctor to the body, and then back again. At last, with a start, he did as he was bidden. He had almost expected the sight that met his eyes, and yet the shock was cruel. To see, fixed in the rigidity of death and naked on that coarse layer of sackcloth, the man whom he had left well clad and full of meat and sin upon the threshold of a tavern, awoke, even in the thoughtless Fettes, some of the terrors of the conscience. It was a cras tibi which re- echoed in his soul, that two whom he had known should have come to lie upon these icy tables. Yet these were only secondary thoughts. His first concern regarded Wolfe. Unprepared for a challenge so momentous, he knew not how to look his comrade in the face. He durst not meet his eye, and he had neither words nor voice at his command.

It was Macfarlane himself who made the first advance. He came up quietly behind and laid his hand gently but firmly on the other's shoulder.

"Richardson," said he, "may have the head."

Now Richardson was a student who had long been anxious for that portion of the human subject to dissect. There was no answer, and the murderer resumed: "Talking of business, you must pay me; your accounts, you see, must tally."

Fettes found a voice, the ghost of his own: "Pay you!" he cried. "Pay you for that?"

"Why, yes, of course you must. By all means and on every possible account, you must," returned the other. "I dare not give it for nothing, you dare not take it for nothing; it would compromise us both. This is another case like Jane Galbraith's. The more things are wrong the more we must act as if all were right. Where does old K---- keep his money?"

"There," answered Fettes hoarsely, pointing to a cupboard in the corner.

"Give me the key, then," said the other, calmly, holding out his hand.

There was an instant's hesitation, and the die was cast. Macfarlane could not suppress a nervous twitch, the infinitesimal mark of an immense relief, as he felt the key between his fingers. He opened the cupboard, brought out pen and ink and a paper-book that stood in one compartment, and separated from the funds in a drawer a sum suitable to the occasion.

"Now, look here," he said, "there is the payment made--first proof of your good faith: first step to your security. You have now to clinch it by a second. Enter the payment in your book, and then you for your part may defy the devil."

The next few seconds were for Fettes an agony of thought; but in balancing his terrors it was the most immediate that triumphed. Any future difficulty seemed almost welcome if he could avoid a present quarrel with Macfarlane. He set down the candle which he had been carrying all this time, and with a steady hand entered the date, the nature, and the amount of the transaction.

"And now," said Macfarlane, "it's only fair that you should pocket the lucre. I've had my share already. By the bye, when a man of the world falls into a bit of luck, has a few shillings extra in his pocket--I'm ashamed to speak of it, but there's a rule of conduct in the case. No treating, no purchase of expensive class-books, no squaring of old debts; borrow, don't lend."

"Macfarlane," began Fettes, still somewhat hoarsely, "I have put my neck in a halter to oblige you."

"To oblige me?" cried Wolfe. "Oh, come! You did, as near as I can see the matter; what you downright had to do in self-defence. Suppose I got into trouble, where would you be? This second little matter flows clearly from the first. Mr. Gray is the continuation of Miss Galbraith. You can't begin and then stop. If you begin, you must keep on beginning; that's the truth. No rest for the wicked."

A horrible sense of blackness and the treachery of fate seized hold upon the soul of the unhappy student.

"My God!" he cried, "but what have I done? and when did I begin? To be made a class assistant--in the name of reason, where's the harm in that? Service wanted the position; Service might have got it. Would he have been where I am now?"

"My dear fellow," said Macfarlane, "what a boy you are! What harm has come to you? What harm can come to you if you hold your tongue? Why, man, do you know what this life is? There are two squads of us--the lions, and the lambs. If you're a lamb, you'll come to lie upon these tables like Gray or Jane Galbraith; if you're a lion, you'll live and drive a horse like me, like K----, like all the world with any wit or courage. You're staggered at the first. But look at K----! My dear fellow, you're clever, you have pluck. I like you, and K---- likes you. You were born to lead the hunt; and I tell you, on my honour and my experience of life, three days from now you'll laugh at all these scarecrows like a high-school boy at a farce."

And with that Macfarlane took his departure and drove off up the wynd in his gig to get under cover before daylight. Fettes was thus left alone with his regrets. He saw the miserable peril in which he stood involved. He saw, with inexpressible dismay, that there was no limit to his weakness, and that, from concession to concession, he had fallen from the arbiter of Macfarlane's destiny to his paid and helpless accomplice. He would have given the world to have been a little braver at the time, but it did not occur to him that he might still be brave. The secret of Jane Galbraith and the cursed entry in the daybook closed his mouth.

Hours passes; the class began to arrive; the members of the unhappy Gray were dealt out to one and to another, and received without remark. Richardson was made happy with the head; and before the hour of freedom rang Fettes trembled with exultation to perceive how far they had already gone toward safety.

For two days he continued to watch, with increasing joy, the dreadful process of disguise.

On the third day Macfarlane made his appearance. He had been ill, he said; but he made up for lost time by the energy with which he directed the students. To Richardson in particular he extended the most valuable assistance and advice, and that student, encouraged by the praise of the demonstrator, burned high with ambitious hopes, and saw the medal already in his grasp.

Before the week was out Macfarlane's prophecy had been fulfilled. Fettes had outlived his terrors and had forgotten his baseness. He began to plume himself upon his courage, and had so arranged the story in his mind that he could look back on these events with an unhealthy pride. Of his accomplice he saw but little. They met, of course, in the business of the class; they received their orders together from Mr. K----. At times they had a word or two in private, and Macfarlane was from first to last particularly kind and jovial. But it was plain that he avoided any reference to their common secret; and even when Fettes whispered to him that he had cast in his lot with the lions and forsworn the lambs, he only signed to him smilingly to hold his peace.

At length an occasion arose which threw the pair once more into a closer union. Mr. K---- was again short of subjects; pupils were eager, and it was a part of this teacher's pretensions to be always well supplied. At the same time there came the news of a burial in the rustic graveyard of Glencorse. Time has little changed the place in question. It stood then, as now, upon a cross road, out of call of human habitations, and buried fathoms deep in the foliage of six cedar trees. The cries of the sheep upon the neighbouring hills, the streamlets upon either hand, one loudly singing among pebbles, the other dripping furtively from pond to pond, the stir of the wind in mountainous old flowering chestnuts, and once in seven days the voice of the bell and the old tunes of the precentor, were the only sounds that disturbed the silence around the rural church. The Resurrection Man--to use a byname of the period--was not to be deterred by any of the sanctities of customary piety. It was part of his trade to despise and desecrate the scrolls and trumpets of old tombs, the paths worn by the feet of worshippers and mourners, and the offerings and the inscriptions of bereaved affection. To rustic neighbourhoods, where love is more than commonly tenacious, and where some bonds of blood or fellowship unite the entire society of a parish, the body-snatcher, far from being repelled by natural respect, was attracted by the ease and safety of the task. To bodies that had been laid in earth, in joyful expectation of a far difFerent awakening, there came that hasty, lamp-lit, terror-haunted resurrection of the spade and mattock. The coffin was forced, the cerements torn, and the melancholy relics, clad in sackcloth, after being rattled for hours on moonless byways, were at length e~posed to uttermost indignities before a class of gaping boys.

Somewhat as two vultures may swoop upon a dying lamb, Fettes and Macfarlane were to be let loose upon a grave in that green and quiet resting-place. The wife of a farmer, a woman who had lived for sixty years, and been known for nothing but good butter and a godly conversation, was to be rooted from her grave at midnight and carried, dead and naked to that far-away city that she had always honoured with her Sunday's best; the place beside her family was to be empty till the crack of doom; her innocent and almost venerable members to be exposed to that last curiosity of the anatomist.

Late one afternoon the pair set forth, well wrapped in cloaks and furnished with a formidable bottle. It rained without remission--a cold, dense, lashing rain. Now and again there blew a puff of wind, but these sheets of falling water kept it down. Bottle and all, it was a sad and silent drive as far as Penicuik, where they were to spend the evening. They stopped once, to hide their implements in a thick bush not far from the churchyard, and once again at the Fisher's Tryst, to have a toast before the kitchen fire and vary their nips of whisky with a glass of ale. When they reached their journey's end the gig was housed, the horse was fed and comforted, and the two young doctors in a private room sat down to the best dinner and the best wine the house afforded. The lights, the fire, the beating rain upon the window, the cold, incongruous work that lay before them, added zest to their enjoyment of the meal. With every glass their cordiality increased. Soon Macfarlane handed a little pile of gold to his companion.

"A compliment," he said. "Between friends these little d----d accommodations ought to fly like pipe-lights."

Fettes pocketed the money, and applauded the sentiment to the echo. "You are a philosopher," he cried. "I was an ass till I knew you. You and K---- between you, by the Lord Harry! but you'll make a man of me."

"Of course, we shall," applauded Macfarlane. "A man? I tell you, it required a man to back me up the other morning. There are some big, brawling, forty-year-old cowards who would have turned sick at the look of the d----d thing; but not you--you kept your head. I watched you."

"Well, and why not?" Fettes thus vaunted himself.

"It was no affair of mine. There was nothing to gain on the one side but disturbance, and on the other I could count on your gratitude, don't you see?" And he slapped his pocket till the gold pieces rang.

Macfarlane somehow felt a certain touch of alarm at these unpleasant words. He may have regretted that he had taught his young companion so successfully, but he had no time to interfere, for the other noisily continued in this boastful strain:

"The great thing is not to be afraid. Now, between you and me, I don't want to hang--that's practical; but for all cant, Macfarlane, I was born with a contempt. Hell, God, Devil, right, wrong, sin, crime, and all the old gallery of curiosities --they may frighten boys, but men of the world, like you and me, despise them. Here's to the memory of Gray!"

It was by this time growing somewhat late. The gig, according to order, was brought round to the door with both lamps brightly shining, and the young men had to pay their bill and take the road. They announced that they were bound for Peebles, and drove in that direction till they were clear of the last houses of the town; then, extinguishing the lamps, returned upon their course, and followed a by-road toward Glencorse. There was no sound but that of their own passage, and the incessant, strident pouring of the rain. It was pitch dark; here and there a white gate or a white stone in the wall guided them for a short space across the night; but for the most part it was at a foot pace, and almost groping, that they picked their way through that resonant blackness to their solemn and isolated destination. In the sunken woods that traverse the neighbourhood of the burying-ground the last glimmer failed them, and it became necessary to kindle a match and reillumine one of the lanterns of the gig. Thus, under the dripping trees, and environed by huge and moving shadows, they reached the scene of their unhallowed labours.

They were both experienced in such affairs, and powerful with the spade; and they had scarce been twenty minutes at their task before they were rewarded by a dull rattle on the coffin lid. At the same moment Macfarlane, having hurt his hand upon a stone, flung it carelessly above his head. The grave, in which they now stood almost to the shoulders, was close to the edge of the plateau of the graveyard; and the gig lamp had been propped, the better to illuminate their labours, against a tree, and on the immediate verge of the steep bank descending to the stream. Chance had taken a sure aim with the stone. Then came a clang of broken glass; night fell upon them; sounds alternately dull and ringing announced the bounding of the lantern down the bank, and its occasional collision with the trees. A stone or two, which it had dislodged in its descent, rattled behind it into the profundities of the glen; and then silence, like night, resumed its sway; and they might bend their hearing to its utmost pitch, but naught was to be heard except the rain, now marching to the wind, now steadily falling over miles of open country.

They were so nearly at an end of their abhorred task that they judged it wisest to complete it in the dark. The coffin was exhumed and broken open; the body inserted in the dripping sack and carried between them to the gig; one mounted to keep it in its place, and the other, taking the horse by the mouth, groped along by wall and bush until they reached the wider road by the Fisher's Tryst. Here was a faint, diffused radiancy, which they hailed like daylight; by that they pushed the horse to a good pace and began to rattle along merrily in the direction of the town.

They had both been wetted to the skin during their operations, and now, as the gig jumped among the deep ruts, the thing that stood propped between them fell now upon one and now upon the other. At every repetition of the horrid contact each instinctively repelled it with the greater haste; and the process, natural although it was, began to tell upon the nerves of the companions. Macfarlane made some ill-favoured jest about the farmer's wife, but it came hollowly from his lips, and was allowed to drop in silence. Still their unnatural burden bumped from side to side; and now the head would be laid, as if in confidence, upon their shoulders, and now the drenching sackcloth would flap icily about their faces. A creeping chill began to possess the soul of Fettes. He peered at the bundle, and it seemed somehow larger than at first. All over the countryside, and from every degree of distance, the farm dogs accompanied their passage with tragic ululations; and it grew and grew upon his mind that some unnatural miracle had been accomplished, that some nameless change had befallen the dead body, and that it was in fear of their unholy burden that the dogs were howling.

"For God's sake," said he, making a great effort to arrive at speech, "for God's sake, let's have a light!"

Seemingly Macfarlane was affected in the same direction; for, though he made no reply, he stopped the horse, passed the reins to his companion, got down, and proceeded to kindle the remaining lamp. They had by that time got no farther than the cross-road down to Auchenclinny. The rain still poured as though the deluge were returning, and it was no easy matter to make a light in such a world of wet and darkness. When at last the flickering blue flame had been transferred to the wick and began to expand and clarify, and shed a wide circle of misty brightness round the gig, it became possible for the two young men to see each other and the thing they had along with them. The rain had moulded the rough sacking to the outlines of the body underneath; the head was distinct from the trunk, the shoulders plainly modelled; something at once spectral and human riveted their eyes upon the ghastly comrade of their drive.

For some time Macfarlane stood motionless, holding up the lamp. A nameless dread was swathed, like a wet sheet, about the body, and tightened the white skin upon the face of Fettes; a fear that was meaningless, a horror of what could not be, kept mounting to his brain. Another beat of the watch, and he had spoken. But his comrade forestalled him.

"That is not a woman," said Macfarlane in a hushed voice.

"It was a woman when we put her in," whispered Fettes.

"Hold that lamp," said the other. "I must see her face."

And as Fettes took the lamp his companion untied the fastenings of the sack and drew down the cover from the head. The light fell very clear upon the dark, well-moulded features and smooth-shaven cheeks of a too familiar countenance, often beheld in dreams of both of these young men. A wild yell rang up into the night; each leaped from his own side into the roadway; the lamp fell, broke and was extinguished; and the horse, terrified by this unusual commotion, bounded and went off toward Edinburgh at a gallop, bearing along with it, sole occupant of the gig, the body of the dead and long-dissected Gray.

(End.)

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