sábado, 18 de mayo de 2013

Epitafio

No seré yo quien me alegre ante la muerte del Teniente General Jorge Rafael Videla. La muerte no es motivo de alegría. Tampoco se me ocurriría decir "un hijo de puta menos" o "un sorete menos" ni nada por el estilo. Qué vulgaridad, Doña Gertrudis. Ni siquiera se me pasaría por la cabeza señalar que el Teniente General que nos ocupa ganó sus galones en tiempos de paz, porque si se trata de enfrentarse a un ejército regular como si sucedió en la guerra de las Malvinas, ahí tenemos los ejemplos del teniente de navío Alfredo Astiz, extremadamente valiente a la hora de pegarle un tiro por la espalda a una piba de 16 años pero ¡ay! un cagón de primera en cuanto asomaron los súdbitos de Su Graciosa Majestad, soldados como él, entrenados para matar, y entregó la posición sin disparar ni una sola vez o del presidente Galtieri, otro Padre de la Patria, que permanentemente ahogado en alcohol lanzó a los conscriptos argentinos -jóvenes y con una preparación y equipos muy deficientes- a una aventura militar suicida, con el patriótico propósito de salvar su propio culo. Un ejército que en lugar de defender asesina a su propia gente.

El ex dictador Videla se lleva a la tumba un montón de secretos. Historias del horror que han tenido que reconstruirse con técnicas propias de la novela negra. Un rompecabezas de infamias.

Nunca se arrepintió de nada, antes al contrario. Pudo aportar algo de paz a los familiares que aún buscan y se despiertan en medio de la noche, pensando que quizá, a lo mejor, podría ser. Pero no lo hizo. Para pedir perdón hay que ser muy hombre.

Su alma -caso de tenerla- bien hecha, por favor. Vuelta y vuelta.

El diablo nunca deja de sorprenderse ante la sofisticación de sus alumnos más aventajados. "¡Qué hijos de puta! Ni siquiera a mí se me habría ocurrido..."

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