John Carlin es un periodista inglés que vivió en Buenos Aires y ahora está afincado en España. Entre sus magníficos trabajos cabe destacar una serie de artículos sobre Mandela y la Sudáfrica contemporánea. Coincidí con algunos análisis que hizo sobre "el panteón" de la República Argentina, compuesto por personajes infalibles e inefables, "dioses" incontestables y omniscientes, que generan cismas irreparables. Un auténtico coñazo.
En un contexto totalmente diferente, hoy publica en la prensa española un artículo sobre el inminente referéndum que se celebrará en Escocia y que implica la posibilidad de herir de muerte un invento que ha durado 3 siglos llamado Reino Unido de Gran Bretaña, fórmula que ha dado lugar al patrio "eres un hijo de la Gran Bretaña". Puesto que una victoria del sí supondría una explosión de reivindicaciones nacionalistas-secesionistas (Córcega, el norte de Italia, Cataluña y Euskadi y un largo etcétera) en el seno de la Europa de los 28, la consulta escocesa trasciende el marco puramente local.
Como Europa y el mundo en general atraviesan pocos problemas y encrucijadas, ahí tenemos a los políticos siempre dispuestos a generar más. Al coste que sea y caiga quien caiga. Será por esfuerzo y talento concentrado en lo secundario. Combatir la pobreza, los recortes en educación (cuyos efectos a largo plazo resultarán devastadores), reconstruir el tejido industrial o potenciar la creación de nuevas empresas bien pueden esperar. Dividamos Europa en cien mil pequeñas entidades. Que Alemania recupere el statu quo previo a la reunificación de 1870. Un rompecabezas digno de contemplar .... Nada de "la Europa de las regiones". Que poblaciones como Sueca emitan su propio dinero, como ya ocurrió en la Guerra Civil. Que para ir de Pinto a Valdemoro tengas que presentar el impreso A38 debidamente cumplimentado y compulsado. A compulsar hasta enterrarlos en el mar. Cada 10 kilómetros una caseta de peaje y un puesto fronterizo. Superemos a los hermanos Marx.
Basta de heliocentrismo. Regresemos al sistema ptolemaico. La Tierra en el centro del Universo y un millón de esferas para explicar el movimiento errático de Marte y los demás planetas. Los ordenadores nos facilitarán los cálculos. Es obvio que el que se mueve es el sol. Ahora que hemos logrado 70 años de paz en Europa -algo único en una historia más que turbulenta- dejemos caer el espejo al suelo y que se rompa todo en mil pedazos.
Volvamos a la época de la teoría del ímpetu. Neguemos la física cuántica, cuestionemos incluso a Newton. Atrás bien atrás. A lo puro... a lo primigenio. Al principio fue el Caos. Quedémonos entre ese momento estelar y Hágase la luz. Destruyamos todo para volver a edificar. Cada barrio, una nación soberana.
Hay mil maneras de seguir juntos antes de romper la baraja. Desde un marco autonómico ampliado hasta estados federales que funcionan a la perfección. Pero no. A falta de guerra contra un enemigo exterior, hagamos una en casa. El caso es estar en guerra.
Si la mitad de la energía en dividir y machacar al contrario (piénsese en la larga historia de ETA o en grupos como Terra Lliure), se hubiera dedicado a mejorar las condiciones educativas y económicas de la población local -que tanto en Catalunya como en Euskadi comprenden "aborígenes puros" como oriundos de otras regiones españolas completamente asimilados pero que aportan la savia de su propia cultura- todos estaríamos mucho mejor. Aunque para qué cambiar. A la hora de iniciar guerras entre hermanos somos unos cracks. Ya lo plasmó Goya como nadie en su famoso cuadro "Duelo a garrotazos". Dos españoles juntos, tres partidos políticos.
Un poco de sentido común. Lo sé... es pedir peras al olmo. Hendido por el rayo...
Mi padre habría votado ‘no’
por John Carlin
Mi padre, que era escocés, odiaba a Winston Churchill. Poco antes de que muriera, cuando yo tenía 17 años, le pregunté por qué. Perplejo, ya que en la escuela a la que iba en Inglaterra me enseñaban que Churchill había sido el líder que inspiró la victoria contra Hitler, no entendía cómo él, que había combatido en la II Guerra Mundial de principio a fin, se ponía colérico con la mera mención de su nombre. Además, mi padre había sido teniente en la Royal Air Force, a cuya valentía Churchill dedicó una de sus frases más célebres: “Nunca en la historia del conflicto humano tantos debieron tanto a tan pocos”.
Mi padre, haciendo un esfuerzo visible para calmarse, intentó explicarme por qué sentía desprecio y no gratitud por Churchill. Me dio una lista de razones. Churchill era un ególatra que si no hubiera sido por la guerra habría sido recordado como un oportunista que cambió de partido político dos veces. Provenía de la aristocracia inglesa y el desdén visceral que sentía por la clase trabajadora tuvo su más repelente expresión en 1910 cuando, como ministro del Interior, envió tropas del Ejército a reprimir una huelga de mineros. Sus esculpidas frases durante el enfrentamiento con los nazis resultaban muchas veces repugnantemente faciloides para aquellos combatientes que, como él, sabían lo que era el horror y el terror de la guerra. Y encima, me dijo mi padre, Churchill fue un carnicero. Nunca, nunca le perdonaría el bombardeo de la ciudad alemana de Dresde que él mismo autorizó en 1945, con la guerra ya prácticamente ganada, y en el que murieron sin justificación 250.000 civiles indefensos; más que en Hiroshima.
Churchill representaba a la perfección, como después lo haría su heredera política y ferviente admiradora Margaret Thatcher, a la casta altiva del establishment inglés, rechazada visceralmente por un elevado porcentaje de la población escocesa. En vísperas del referéndum que se celebrará este jueves en Escocia, los argumentos de mi padre contra el inglés más admirado del siglo XX siguen destilando bastante bien la sensibilidad nacional escocesa. Según los apretados resultados de las últimas encuestas, no es descartable que una mayoría vote a favor de la independencia y la abolición de la entidad conocida como Gran Bretaña, creada hace 300 años.
De lo que no hay duda es que, en cuanto a valores sociales y políticos, Escocia es diferente, incluso tomando en cuenta a aquellos escoceses que votarán no el próximo jueves a la independencia. Les repele el modelo de capitalismo desenfrenado simbolizado hoy por Londres, junto a Nueva York, la gran capital financiera del mundo. En Escocia lo que predomina es algo más parecido al espíritu comunitario de los países escandinavos o, incluso, del País Vasco. El ya alto grado de autonomía que posee el Parlamento escocés ha resultado en un sistema de servicios públicos mucho más generoso que el inglés en áreas como salud, transporte, educación universitaria y apoyo a los ancianos. La diferencia política entre Escocia e Inglaterra se refleja en los resultados de las últimas elecciones generales británicas. De los 59 parlamentarios que representan a Escocia en el Parlamento de Westminster en Londres, solo uno pertenece al Partido Conservador de Thatcher y Churchill, y del actual primer ministro, David Cameron. Ser gobernado por los conservadores es para un escocés hoy lo que sería para un inglés vivir bajo el mando del Partido Republicano de Estados Unidos.
Lo que yo me pregunto, en el intento de definir mi posición como británico medio escocés —y medio español— frente al referéndum, es qué habría votado mi padre. Lo lógico sería pensar que diría quesí a la separación. Además de haber votado siempre por el Partido Laborista (la muerte le salvó del disgusto de tener que ver a Thatcher como primera ministra), era el clásico escocés que no dejaba de recordar los grandes inventos y descubrimientos que su gente había aportado al mundo (el teléfono, la televisión, el radar, la máquina de vapor, la bicicleta, la penicilina, el golf) y que se vanagloriaba de la derrota, mundialmente famosa gracias a Hollywood, de los pérfidos ingleses a manos de William Braveheart Wallace en la batalla de Bannockburn de 1314. Otra cosa que recuerdo de mi padre es que, pese a haber vivido casi la mitad de su vida en Inglaterra, nunca perdió su fuerte acento escocés de Glasgow, donde nació.
Pero los sentimientos y las razones de las personas, como los de las naciones, son ambiguos, complejos y, al final, indescifrables. Tengo mis dudas de que mi padre hubiera votado por la independencia. En parte porque mucho de lo que soy lo heredé de él y yo no votaría por dejar de ser británico. No creo que la palabra divorcio, tan utilizada estos días en la prensa, sea la más apropiada para describir el objetivo que contempla este referéndum. Entiendo la separación más en función de las consecuencias que tendría para una familia, para los hijos, y si finalmente ocurriera, me sentiría disminuido, partido por la mitad.
Pero más allá de esta emoción, tan auténtica como irracional, ya que identificarse con una bandera que representa a un colectivo de 60 millones de personas casi todas desconocidas no deja de ser un acto de la imaginación, creo que el terrenal sentido común (seny, en catalán) del que se jactaba mi padre le hubiera llevado a la conclusión de que separarse de Inglaterra era algo absurdamente innecesario.
Para empezar, y no había más que verle a él, la identidad y la cultura escocesas han estado y estarán a prueba de balas —como lo demuestran las derrotas cosechadas a lo largo de 700 años de batallas contra ejércitos ingleses—. Los escoceses no serán más escoceses si conquistan la soberanía política.
Por otro lado, a mi padre le gustaba adoptar poses antiinglesas, incluso llamarles por nombres que en Escocia llevan cierta carga de resentimiento histórico, pero lo hacía con una media sonrisa, con sentido del humor. Él era un patriota que sentía orgullo por su tierra, su historia y su cultura, no un nacionalista que define su identidad por el antagonismo hacia el vecino y sucumbe siempre a la simpleza de creer que su pueblo es bondadoso y bueno, el otro tóxico y xenófobo.
Veía la relación, en resumen, no tanto como un matrimonio, que se puede romper, sino como un vínculo entre hermanos que está ahí para siempre. Te mofas de tu hermano, pero aunque te pelees con él, lo sigues queriendo.
En cuanto a la distancia política entre Escocia e Inglaterra, es un fenómeno reciente que comenzó con la derrota aplastante de los conservadores en todo Reino Unido en 1997. ¿Quién va a decir que los laboristas, que hoy ocupan 41 de los 59 escaños escoceses en Westminster, no tomarán el poder en las próximas elecciones británicas, como indican las encuestas? Los independentistas escoceses hacen campaña como si los conservadores fueran a gobernar para siempre cuando no solo no lo harán, sino que es perfectamente posible que en un futuro no muy lejano la actual crisis económica precipitada por los expolios de la gran banca haga que Inglaterra dé un giro político que la aproxime más al modelo de bienestar escocés.
Tampoco ninguno de los dos bandos enfrentados en el referéndum ha demostrado, pese a los considerables esfuerzos de ambos, que la independencia sería claramente mejor o peor para la economía escocesa. La verdad es que, en un mundo interdependiente, en el que Reino Unido pinta menos cada día, no se sabe qué ocurriría. Lo que creo que mi padre sí hubiera dicho es que, a fin de cuentas, estamos bastante bien como estamos, especialmente si lo comparamos con cómo estábamos hace 30, 40 o 50 años. ¿Para qué, entonces, optar por el riesgo de la independencia?
Lo que pretenden el Scottish National Party (Partido Nacional Escocés) y su carismático dirigente Alex Salmond, en un intento de minimizar ese riesgo, es que una Escocia independiente conserve la libra esterlina. Pero todos los políticos ingleses coinciden en que eso no lo permitirían, lo cual indudablemente generaría incertidumbre económica en Escocia, que además no tiene ninguna garantía de ser admitida rápidamente en la Unión Europea en caso de que se independice. Mi padre, siempre con un ojo escéptico (y muy escocés) puesto en los posibles farsantes, hubiera detectado una nota discordante no solo en la insistencia de los nacionalistas en conservar la libra, sino también en la de mantener el vínculo soberano con la Reina de Inglaterra. Resulta que quienes apuestan por la independencia quieren que Isabel II siga apareciendo en los billetes escoceses y que pase las vacaciones en su castillo de Balmoral. Y encima se indignan cuando el Gobierno de Londres les advierte de que en caso de que se fueran se impondrán controles migratorios en la frontera.
Pero al final los argumentos determinantes son los emocionales, como los hubieran sido para mi padre y lo son para mí y para la mayoría de los escoceses. Lo que me cuesta entender es, si uno ya se siente plenamente escocés, ¿por qué no disfrutar del bonus, que viene incluido gratis, de ser también británico, de poder sentir como suya la grandeza histórica de Londres, de Shakespeare, del Imperio Británico que tanto contribuyeron los escoceses a construir, además de compartir con orgullo la herencia de William Wallace y de los hombres que inventaron el teléfono y la televisión? La unión de Gran Bretaña ofrece dos nacionalidades por el precio de una. ¿Por qué forzar la división cuando no existe ninguna imperante necesidad de hacerlo?
Así hubiera pensando mi padre, que detestaba a un individuo inglés llamado Churchill, pero no por ser inglés; que se ofreció como voluntario para luchar en la fuerza aérea al día siguiente del comienzo de la II Guerra Mundial para defender la libertad no solo de los escoceses, sino, por igual, la de los ingleses y, ya que estamos, de Europa y del mundo entero, sin reparar en mezquinas reflexiones nacionalistas.
lunes, 15 de septiembre de 2014
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