Vuelta al tren. A la altura de Alcalá se monta una pareja. Se sientan a escasos metros de donde estoy, con la guitarra y la bolsa de los pertrechos de guerra. Regreso a casa después de cantar en Madrid. Contento de haber visto los rostros iluminados de gente muy querida. Canté a escasos metros de donde Manuel triunfó, cerca de la línea del frente. No pasarán!
El pasaje está medio somnoliento. Es domingo de octubre. Domingo norte. Oigo hablar a los recién llegados. Colombianos. Ese castellano tan redondo. ¿Paisas...?
—Usted hace que mis días no tengan final, que quiera aprender a volar —dice él.
Ella lo mira y lo besa.
No deben tener más de treinta años y sin embargo ambos muestran marcas indelebles de haber sufrido desde que comenzó su tiempo.
Observo los hombros de él. Lleva la cárcel tatuada: un cierto peso, una leve inclinación de los omóplatos, la presión de noches sin sueño. Eso no se va nunca. Se queda ahí.
El rostro de ella tiene mucha calle. Las cicatrices están por el lado de dentro. Son más sutiles, más profundas.
—La sonrisa de usted, sus manos me dan ganas de vivir. No quiero otra cosa. Lo pienso a todas horas —dice ella y vuelve a besarlo como si el sol fuera a enfriarse.
En el vagón se ha hecho un silencio de templo. Todas las miradas, los rostros de los pasajeros confluyen en los que viajan suspendidos.
Están solos. Nunca tuvieron nada suyo. Tampoco les hace falta. Conocen el secreto mejor guardado desde que el mundo es mundo. El gesto, la palabra precisa.
Nos miramos todos. El aire es más dulce y el tren quiere ir al mar. Las palabras le regalan densidad al tiempo.
Ella pondrá dos piedras de futura mirada. Sí. Ella tiene vida en su interior. Está cargada de vida.
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