En 1891, el escocés Arthur Conan Doyle se trasladó a Londres para ejercer de oftalmólogo. En su biografía se ocupó de aclarar que en su consulta, situada en un barrio de clase media, nunca entró un solo paciente. Jamais.
Eso le proporcionó todo el tiempo necesario para diseñar y ejecutar las aventuras de Sherlock Holmes y del simpático Dr. Watson, un compañero ideal para el misántropo, cocainómano y solitario genio.
Supongo que la vida funciona así. No es lo que nos ocurre, sino lo que hacemos con lo que nos ocurre. En vez de quejarse por lo que no tiene o a los demás les sobra -un deporte más extendido que el fútbol-, Sir Arthur Conan Doyle hizo algo de valor con su propia vida. Es lo único que realmente está en nuestras manos y no es responsabilidad de nadie más. Cada uno es arquitecto de su propio destino. El famoso poema de Henley:
"... I am the master of my fate,
I am the captain of my soul".
Aunque Doyle llegó a decir que Sherlock lo asfixiaba y opacaba el resto de sus obras. Había tomado posesión de su alma.
Acabar con él se convirtió en una obsesión. Así lo hizo y, como le advirtió su madre -ya se sabe, las madres son un prodigio de sentido común-, la gente se lo tomó muy a pecho. Literalmente lo acribillaron enviándole cartas y exigiéndole que resucitara al taciturno violinista del 221B de Baker Street. Lo paraban en mitad de la calle para preguntarle cuándo regresaría Sherlock, cuándo le echaría el guante a Moriarty, de qué iban sus nuevas aventuras. Incluso se interesaban por su vida personal... ¡de un personaje de ficción...! ¿Se enamorará por fin? ¿Perderá la cabeza, esa testa tan exquisitamente amueblada, por amor? Nadie aceptaba su final. Aquello llegó a ser aún más asfixiante y Doyle terminó por ceder. De rebote, Watson también volvió a la vida.
Ambos personajes penetran en una lúgubre cripta. Están investigando, cómo no, un crimen terrible.
—Aquí no ha entrado nadie en los últimos doscientos años —, dice el doctor al contemplar el desorden y las telarañas.
Holmes está absorto en sus pensamientos y no le presta atención. Él vibra en otra frecuencia.
—Alguien estuvo en esta habitación hace como mucho... 24 horas...—, sentencia finalmente.
Watson, una suerte de Sancho ilustrado, era mucho más mundano. Había contemplado la muerte de cerca en tantas ocasiones que amaba profundamente la vida, el vino y las mujeres. Y jamás perdonaba una buena juerga, de las que hacen época.
¡Elemental, querido Sherlock!
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