Los últimos cuartetos de Beethoven son un milagro. Mal comprendidos en su tiempo, inspiraron a músicos fundamentales de la evolución del arte, como es el caso de Stravinsky. El músico alemán ya estaba más allá del bien y el mal, la enfermedad que lo torturaba muy avanzada. La gran música vive en algún rincón del alma, es un triunfo del espíritu humano.
Si la música, o el arte en general, resultan demasiado previsibles, se trata de un insulto a la inteligencia. Si son totalmente imprevisibles, ponen a prueba el sentido de la estética (y, en ocasiones muy extremas, la paciencia).
Interesante cuestión: la proporción áurea, la serie armónica, la cristalización de los minerales, es como si existiera una armonía oculta. La armonía de las esferas. Como si hubiera un orden en este caos de nacimiento y muerte. De soledad del impulso vital. Alguna clase de orden.
Aunque quizá no... tal vez es nuestra mente la que está ávida de orden como una manera de esquivar el final e inventa estructuras en la oscuridad. Tal vez en la física cuántica, donde las cosas son y no son al mismo tiempo, se describe la verdadera naturaleza de las cosas.
El matrimonio es una institución cuántica, qué duda cabe.
Estar con un pie en otro mundo, cuando nada material tiene la mas mínima importancia. El ser humano solo dice la verdad cuando va a morir.
Así las cuatro últimas canciones de Richard Strauss y los últimos cuartetos del genio de Bonn. El cuarteto de cuerdas siempre ha constituido una prueba crucial para los compositores. Un complejo equilibrio entre simplicidad y profundidad. En manos de Beethoven suena a oxígeno, a bosques infinitos.
A fuego robado a los dioses.
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