Vivimos en tiempos tan miserables que el común de las gentes piensa que el arte sobra. A nadie interesa. Nadie está dispuesto a pagar por ello si puede evitarlo. Está en la parte más baja de lo que en nuestro mundo se entiende por "objeto de valor".
No siempre fue así. En "El mundo de ayer", Stefan Zweig describe una Viena imperial en el que la gente discutía a voz en grito en los cafés por la última sinfonía de Mahler o los nuevos lieder de Strauss. Hasta llegaban a las manos. Y los tenores y las sopranos de mayor prestigio de Europa tenían pánico a actuar en Viena o Budapest porque el nivel del público era tan elevado que preferían someterse a un tribunal del Conservatorio.
El arte de verdad, el que está realizado por artistas que son auténticos gigantes, es degustado por un porcentaje muy pequeño de la población. Las razones son muchas: a nadie interesa un pueblo formado, culto y con criterio propio. El 99 por ciento de los políticos se volatilizaría.
Cuando era estudiante se realizó una encuesta y se determinó que los oyentes de Radio 2 (hoy Radio Clásica) eran 200.000 en toda España. No sé cuántos son hoy, pero no creo que el porcentaje sobre la población haya variado demasiado.
Más allá del hecho de que pasar por la vida sin haber disfrutado de Brahms, de Mahler o de Albéniz es triste hay otro elemento que incluso beneficiaría al poder pero, como tantas cosas, le pasa absolutamente desapercibido.
La literatura juega ahí un papel crucial. La conciencia de la grandeza de un pueblo está directamente relacionada con sus escritores. El Siglo de Oro español no se llama así por el hecho de que el oro expoliado en América fluyera por Sevilla y de ahí a los Países Bajos, sino porque en esa época florecieron los ingenios más importantes de toda la historia de España. Cervantes, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Quevedo, Góngora, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León... un plantel de auténticos genios de las letras universales.
Estando en Greenwich visité una iglesia anglicana cuyas paredes estaban tapizadas de placas funerarias de un delicado mármol blanco. En ellas estaban grabados los nombres de los barcos y las tripulaciones que perecieron en el mar o en combate en las cuatro esquinas del mundo a mayor gloria de Su Majestad. Recordé entonces la capacidad de la literatura inglesa para crear una imagen de grandeza y arquetipos reconocibles con el paso de las generaciones. Desde el Rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda pasando por Robin Hood, el Rey Ricardo y las Cruzadas hasta Dickens y su Guerra en dos ciudades o Stevenson y su Isla del tesoro. ¡Doblones de a ocho! ¡Todo a estribor, avante a toda...!
Excálibur ni siquiera existió, pero sí la espada en la piedra de San Galgano, que puede verse en lo más profundo de la Toscana. Sin embargo, todo el mundo conoce la leyenda de Excálibur y nadie ha oído hablar de la historia de San Galgano, el cruzado de vida licenciosa que oyó la voz del Arcángel San Miguel y se hizo santo clavando su espada en una piedra para orar junto a ella el resto de sus días. Es un lugar que realmente inspira, pleno de luz.
Es el Arte el que crea la imagen de un país, de un pueblo. No otra cosa. Nadie puede ser mejor que sus propias palabras. Nada es más poderoso que una idea.
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