Solo la vi una vez. Todo ese misterio. Qué pasó, qué no pasó... ahora qué importa. Cosas de familia. Que yo sepa hay un sola foto, los dos, pequeños, debíamos tener cinco y tres. La abrazábamos. Un niño da sin proyectar: no hay después ni reproches. Tengo un recuerdo muy lejano de aquella tarde. Sin embargo, ha vuelto en esta madrugada extraña plena de premoniciones. Mirá vos. Los fantasmas, más reales que presuntos seres vivos.
Apareció en casa, así sin más. Un cierto aire. Gestos. El árbol rebosaba mandarinas. El siguiente recuerdo, en una sucesión brutal sin paradas intermedias, es la noche de su muerte, uno o dos años después. Qué cosa tan vulgar la muerte. En seis horas podemos estar ahí, si querés. Hablan los mayores, los niños callan. No, no quiero. Dejalo estar. Bajo el emparrado, calor de enero.
No sé quién era. No llegué a conocerla. Fue joven, soñó, quiso ser, se entregó. Amó y fue amada o simplemente se limitó a observar. Rozó el extraordinario vértigo de un amor que se acaba. Se sintió viva o tal vez solo orientó las velas. Deseó que alguien la llevara lejos. En vano esperó al viento. Por el mar, por el cielo. Y tú, todavía palpitas.
Escuchó a Gardel cantando en directo por la radio, sí, seguro que era más de Gardel que de Magaldi.
Tal vez fuera como yo, una persona solitaria, alguien con escasas habilidades sociales, después de todo era mi sangre. Cuarenta años de aquella tarde austral junto al mágico árbol de mandarinas y el sol rojo de otro cielo. Abrazarnos como si fuera costumbre, acariciarnos el pelo a mi hermano y a mí, chau querido, hasta pronto, comé todo, portate bien, hacele caso a mamá, qué linda sonrisa, no fue suficiente para evitar que se marchara sin decir adiós. Diego y yo corrimos tras ella, festejándola. Y la despedimos desde la esquina de casa.
Sí, hasta la semana que viene, abuela.
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