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miércoles, 19 de abril de 2023

La gran diagonal - Capítulo I - Solo y mal acompañado

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martes, 21 de marzo de 2023

La gran diagonal - Buenos Aires

A la Costanera

Después de aquel incidente decidimos continuar la joda en la ciudad, junto al río. Nos pusimos a bailar milongas en la Costanera con los altavoces del coche a todo lo que daban y, después de una hora o así de sacarle viruta al pavimento, a Pedro le entraron ganas de comer asado. Tenía que ser asado completo con chorizo, morcilla, mollejas, entraña y vacío, hasta un par de provoletas era capaz de engullir, así que buscamos un lugar que estuviera abierto a esa hora totalmente absurda. Pedro era una máquina de morfar.

Buenos Aires es volver a ser adolescente. Como si la muerte, la tuya y la de tus amigos, no fuera a ocurrir nunca. Como si no pudiera suceder por imposibilidad metafísica. Porque Dios hubiera decidido demoler las puertas del cielo. Se cansó de tanta muerte. Y todo el tiempo perdido, cada instante de separación de la gente que vive en tu alma para siempre, deja de existir. Se volatiliza. El espacio-tiempo del corazón colapsa. Si nombras a alguien querido en sus calles repletas de locura y violencia desatada, vuelve a la vida. En su mejor momento. Con su mejor aspecto. Brillando como una moneda nueva.

Todo en Buenos Aires son palabras y abrazos de no te vayas. En una sola palabra habita la Creación, el universo entero. Si te quedas conmigo te haré la mujer más feliz del mundo. Si te vas, me mato. Ya no quiero seguir viviendo.



miércoles, 28 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar XII - Frío

Solo la vi una vez. Todo ese misterio. Qué pasó, qué no pasó... ahora qué importa. Cosas de familia. Que yo sepa hay un sola foto, los dos, pequeños, debíamos tener cinco y tres. La abrazábamos. Un niño da sin proyectar: no hay después ni reproches. Tengo un recuerdo muy lejano de aquella tarde. Sin embargo, ha vuelto en esta madrugada extraña plena de premoniciones. Mirá vos. Los fantasmas, más reales que presuntos seres vivos. 

Apareció en casa, así sin más. Un cierto aire. Gestos. El árbol rebosaba mandarinas. El siguiente recuerdo, en una sucesión brutal sin paradas intermedias, es la noche de su muerte, uno o dos años después. Qué cosa tan vulgar la muerte. En seis horas podemos estar ahí, si querés. Hablan los mayores, los niños callan. No, no quiero. Dejalo estar. Bajo el emparrado, calor de enero. 

No sé quién era. No llegué a conocerla. Fue joven, soñó, quiso ser, se entregó. Amó y fue amada o simplemente se limitó a observar. Rozó el extraordinario vértigo de un amor que se acaba. Se sintió viva o tal vez solo orientó las velas. Deseó que alguien la llevara lejos. En vano esperó al viento. Por el mar, por el cielo. Y tú, todavía palpitas. 

Escuchó a Gardel cantando en directo por la radio, sí, seguro que era más de Gardel que de Magaldi. 

Tal vez fuera como yo, una persona solitaria, alguien con escasas habilidades sociales, después de todo era mi sangre. Cuarenta años de aquella tarde austral junto al mágico árbol de mandarinas y el sol rojo de otro cielo. Abrazarnos como si fuera costumbre, acariciarnos el pelo a mi hermano y a mí, chau querido, hasta pronto, comé todo, portate bien, hacele caso a mamá, qué linda sonrisa, no fue suficiente para evitar que se marchara sin decir adiós. Diego y yo corrimos tras ella, festejándola. Y la despedimos desde la esquina de casa. 

Sí, hasta la semana que viene, abuela.



martes, 13 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar IX - Un soplo la vida

Corro por las calles de Buenos Aires. Voy a mi casa, en busca de no sé qué. El barrio está igual. Han reformado la fachada. Aún sobrevive el árbol que se colaba por la habitación de mis viejos. ¡Grande!

Si me sitúo en el Pasaje Los Andes mirando hacia Helguera tengo una visión de lo último que contemplé al irme. Hace treinta años.

Una tarde de verano subimos al coche del tío Santiago. Los abuelos se quedaron dentro, no quisieron, no pudieron salir a despedirnos. Su vida estaba hecha de adioses. De manos de niños que se sueltan en el bosque para no regresar jamás. De hundimientos. El arte de seguir viviendo.

Plomo ladraba y movía la cola. En su fuero interno pensó seguramente que nos íbamos al Planetario, que volveríamos esa misma noche. Que la abuela me colaría otra vez una porción de Mendicrim anunciándome que eran ¡duraznos con crema…! ¡duraznos con creeemaaa!. Una pionera del control mental. Qué se yo. Ese perro tenía un cráneo privilegiado.

Alguien me ve merodeando la casa. Sale una señora de generosas carnes.

—¿Qué se le ofrece?

—Disculpe. Yo vivía acá hace mucho tiempo.

Duda un instante.

—¿…vos sos el pintor?

—No —respondo— …soy el hijo del pintor. Caigo en la cuenta de que mi viejo tenía más o menos mi edad cuando dejaron definitivamente la casa. Ahora me parezco a él, aunque él tenía más éxito con las minas.

Me invita a entrar. Es como si nunca me hubiera ido. La escalera, el comedor, la habitación donde dormíamos mi hermano Diego y yo. En la casa hay objetos desvencijados que lentamente reconozco. Una estufa, un mueble. Con una pátina de tiempo como si hubieran sido rescatados del Titanic y el restaurador se hubiera ido de joda. Tal cual.

Las voces, las risas. El olor a tostadas recién hechas que subía por la escalera. Cuando Independiente tenía la mejor delantera del Universo, con Bertoni y Bochini. Dejate de joder, ¡eso era un equipo!

Salgo al patio escoltado por la dueña de casa. Ajá. Ahí está. La escalera que sube al tanque de agua y la terraza por donde llegábamos a las casas vecinas. Gloria de las tardes ferruginosas del verano porteño, cuando aún quedaban muchos días de enero por tachar para irnos al mar.

Le advierto a la señora que el tercer escalón contando desde arriba está flojo. Uso el tiempo presente. De 1977.

—Sí —me responde— sigue flojo. Sensación de haber caído en un agujero de gusano. Soy un pibe otra vez. Cierro los ojos y trepo al tanque. El vértigo, la adrenalina, los escalones que ceden… Se está bien en el techo.

Tengo que salir a la calle. El oxígeno escasea en el túnel del tiempo. Mi yo de trece años abre la puerta.

Venga compadre
Tomemos mucho
Porque a mi barrio
Tal vez yo no vuelva nunca.

La dueña de mi casa alcanza a decirme que está pensando en venderla para irse al sur. Y… ¿a usted no le interesaría…?

¿Por qué me habla de “usted” si soy un pibe? Qué rara es la gente.

Sí, claro. Acá tenés, cien pesos. Tomate un taxi. Bajá en la Estigia, hablá con Caronte, saludá de mi parte al espectro de Aquiles pies ligeros, el más valeroso de los Aqueos y decile a mis abuelos, Lázaro y Sofía y a mi perro que ya he vuelto a casa. Que no volveré a irme jamás. Que nunca los olvidé. Que los estoy esperando para la cena. Tenemos que hablar de tantas cosas…



viernes, 9 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar VII - Almirante Reis

Recuerdo el café de Almirante Reis, esa parte oscura de Lisboa. Por las tardes íbamos a leer juntos. Nos sentábamos frente a frente y desplegábamos nuestros libros con delicada caligrafía oriental. Um galão. Uma xícara de chá preto

Había un camarero que nos tenía un cariño especial: hay que cuidar a esa pareja de enamorados tan jóvenes que devora libros y toma apuntes en libretas azules. Febrilmente. 

Se acercaba cada tanto y nos preguntaba con inusitada amabilidad si necesitábamos algo. Esa cortesía portuguesa hecha de silencios, de respeto.

Tú te hacías fuerte en las Odas elementales de Neruda y yo degustaba por segunda vez Los tres impostores de Arthur Machen. Recuerdo la sensación de quedarme varado con el protagonista en busca del Tiberio de oro, a diez kilómetros de Londres, regresando a la ciudad de madrugada. Las tres, la hora en que todos los fantasmas nos vienen a buscar. La hora en que los naufragios duelen más si cabe, perdida el ancla de un cuerpo aún joven. Demasiado lejos del puerto incierto de la medianoche, a siglos de distancia del amanecer. Una hora en que hasta Dios duerme y nada ni nadie podrá salvarte de la angustia de estar vivo.

Cierro los ojos y veo el resplandor de la ciudad. Lo veo ahora mismo. Nunca iríamos a Londres ni a Buenos Aires.

Vos, Isabel, mi querida novia, mi musa, estabas bella hasta el daño. No podía dejar de mirarte cada tanto. Y nuestro común amigo me tiraba guiños cómplices. "Um belo casal..." dijo con una media sonrisa. Um belo casal. Sí, eso éramos. Mirando la vida de frente.

Entonces no sabíamos nada de arenas ni de tiempo. Juntos, teníamos toda la vida por delante. Todo el mar.



lunes, 29 de agosto de 2022

Cartas de Ultramar II - Garufera y vibradora

En la mugrienta pensión en que vivo, con manchas de humedad en las paredes que van cambiando de forma según corren las estaciones, no hay gran cosa que hacer. Ya he perdido la cuenta de los días que navego solo. A partir de los cuarenta y cinco dejó de interesarme el amor. O el amor dejó de interesarse en mí. Con esta persona que soy… 

¿Cómo me gano la vida? Soy sicario. Bueno… sicario de primera clase si se quiere. Nunca he matado a nadie que no se lo haya ganado con creces. Gente especialmente jodida. Turros integrales. Escoria moral.

Laburo por libre. Nunca pregunto cómo, ni por qué. Solo dónde y cuánto, sobre todo cuánto. Mi vida es bien simple. Simple como un cubo.

¿Minas? Sí. Claro que hay minas. Pero nunca más de uno o dos días seguidos. Sigo bailando gotán y no he perdido las mañas. Pero bailo bien sencillo, caminado y al piso. Nada de florituras ni estupideces de academia. Las odio. A veces cuando algún pelotudo se hace el vivo en la pista de baile y se pone a exhibirse haciendo que su compañera tire boleos a diestro y siniestro, interrumpiendo la normal circulación de la milonga y repartiendo patadas a todo el mundo me quedo mirando al pobre sujeto… «Ah, salame atómico, infeliz de cuarta... si supieras a qué me dedico te lo ibas a pensar un poco antes de andar pelotudeando con las gambas». Pero a pesar de que ganas no me han faltado siempre he evitado las peleas con otros milongueros y muchísimo menos se me ha pasado por la cabeza pegarles un tiro con mi 38 Smith & Wesson. Sí. Prefiero los revólveres a las pistolas. Mi viejo me educó así. Cosas de familia.

El viejo fue guardaespaldas de Perón –y amigo personal– y lo salvó de varios atentados que no tuvieron publicidad. Vivió cosas intensas porque lo acompañó en el exilio en Paraguay, Panamá y luego España. Mi viejo era un crack total. No tuve mucho contacto con él. Saltaba de cama en cama y no andaba sobrado de tiempo libre. Una bala llevaba escrita su nombre desde mucho antes de nacer. Él lo sabía y no le importaba gran cosa.

¿Fusilar a otro milonguero? ¿Qué negocio hay en ello? Cero. Soy un profesional. Un artista del ajuste de cuentas. Está bien… confieso que he fantaseado muchas veces con que algún encargo de «retirar» a alguien coincidiera con alguno de los pescados que tenía entre ceja y ceja, pero nunca se dio. Y ya se sabe, la fantasía es necesaria para poder lidiar con la realidad. Te hace descargar tensiones, te libera. Eso no quiere decir que vayas a dar rienda suelta a todo lo que imaginás. Eso solo lo hace un rayado total y yo aún estoy en buen uso. Sobre todo si me comparo con mis compañeros de profesión. No bebo, no me drogo, no estoy en poliamor ni pelotudeces. Me levanto temprano… para mí el sicariato es un laburo de 9 a 5. Pura rutina.

El encargo llegó de madrugada por los cauces habituales. Había que eliminar  a una persona. No supe más. Una mujer. Silvia Garrido, 35 años, de complexión fuerte, estatura media y abundante pelo castaño.

Me habían pasado por Deep Internet el paquete habitual: sus mails filtrados, sus whatsapps interceptados y clasificados, el resultado en Big Data de todos sus itinerarios del último año y medio y las predicciones de dónde podía encontrarse en las próximas 36 horas, datos de allegados, etc. No parecía un trabajo difícil.

Con la cansada costumbre a cuestas me vestí y elegí el equipo. La iba a esperar en el centro a la salida de un teatro. Mejor usar silenciador, nada de 38. Una Nagant 7,62 y listo. Limpio y expeditivo. Con un poco de suerte, hasta me daba tiempo a ir a bailar a lo del armenio manco. Los jueves solía caer La Morocha. Esa mina me conocía de arriba abajo. Me jode profundamente tener que andar explicando las cosas. Ya no explico nada.

Estuve esperando un par de horas en la zona donde sabía que iba a aparecer. La SIM de su teléfono estaba clonada y la seguíamos por GPS. El margen de error era cero.

A veces me acuerdo de Dios cuando estoy esperando que aparezca un objetivo, pero esta vez no fue así. Empezaba a llover y refrescó rápidamente. El avance advertía de una sudestada en las próximas horas. A ver si zafo…

Ahí está. Dale, tengo la artillería a punto. Salió sola, llevaba un abrigo y tenía la cabeza cubierta pero era ella. No había duda. Me puse a seguirla a una distancia prudencial.

A la altura del pasaje Duarte la encaré. Entonces pude ver su rostro a contraluz.

─Qué hacés, Marcelo. Esta no te la esperabas…

─Pero vos… ¡Adriana! ─dudé un instante. ─¿Cómo es posible? Hace más de diez años que no sé nada de tu vida y estás irreconocible…

─…y me tenés que matar esta noche, ya lo sé…

─Sí. Vos siempre supiste de más. Supongo que eso no te sirvió de mucho. La inteligencia, digo…

─Tranquilo. Te libero. Desde que lo dejamos he tenido una vida de mierda que no se la deseo a nadie. Me importa poco y nada partir esta misma noche.

─No hables así…

─Seguís siendo el mismo Salvador de la Humanidad de siempre. Tiene gracia que me digas eso y vos mismo debas ejecutarme. El cerdo de mi marido debe haberte pagado muy bien…

─No, Adriana, yo nunca contacto directamente con los clientes. No sé quién hizo el encargo. Es la Agencia la que se ocupa de los detalles. A mí solo me señalan el objetivo.

─Y esta vez tenés que matar al amor de tu vida. Pobre. Te acompaño en el sentimiento…

Nos quedamos en silencio. Nos besamos. Nos abrazamos. Diez años, diez segundos.

─¿Sabés…? No fue fácil olvidarte. Cuando te fuiste a España creí morir. Anduve rodando por ahí, empecé a beber más de la cuenta, pasé de mano en mano. Siempre a peor. No lo digo para reprocharte nada… además… vos estás armado hasta los dientes y tenés fama de no fallar jamás. Da igual lo que te diga o deje de decir.

Volví a besarla con más fuerza aún. Buscamos un Telo. Nos acostamos y nos arrancamos la ropa. Nos penetramos.

─Matame, loquito… ¡partime al diome!

─Sí. Que se abran las puertas del cielo de una puta vez.

Hacia las seis de la mañana me dijo que fuéramos a bailar. Que antes de morir quería volver a sentir mi abrazo en la pista. Una vez más.

─Dale, loco. Dame dos tandas de Di Sarli y una de Pugliese. Después hacé lo que tengas que hacer. Yo no voy a oponer resistencia. Me siento sucia por dentro. El tipo este me ha hecho todo el daño que un ser humano puede hacerle a otro. No quiero seguir viviendo. Prefiero que seas vos quien apriete el gatillo. A vos te quise mucho, varón. Y me regalaste esta última noche… ya está. Ya fue la vida. 

Nos levantamos como poseídos y fuimos a la milonga de Almagro, una de las cuatro que duraban hasta la hora del desayuno en Baires. Estaba tocando la orquesta de Gabriel Santos.

─Cantate una, dale, como en los viejos tiempos ─me suplicó Adriana.

Supe que no iba a escapar. Ni siquiera lo iba a intentar. Llevo demasiado tiempo en esto y conozco a la gente. Me subí al escenario. Le dije a Gabriel que me diera un hueco antes del descanso y me dejara un viola. Me trajeron una bien garufera. Garufera y vibradora. Así que la cacé y canté Confesión mirándola directamente a los ojos. Con toda el alma.

Hoy después de un año atroz Te vi pasar Me mordí pa no llamarte Ibas tan linda como un sol ¡... se paraban pa mirarte! Yo no sé si el que te tiene así se lo merece Solo sé que la miseria cruel que te ofrecí Hoy me compensa el verte hecha una Reina Sé que vivirás mejor lejos de mí!

Bailamos como nunca: fue nuestra mejor noche. Cada marca mía era leída con precisión y poesía. Ella estaba hecha para bailar conmigo. La gente se apartaba y dejaba de bailar para mirarnos. A la salida de la milonga nos fuimos al Alvear Art Hotel, uno que me gustaba especialmente y donde había acribillado a un par de capos de la droga. Un par de flor de hijos de puta. Lo que ocurrió en esa habitación cambió nuestras vidas. Hicimos pareja. Sus problemas pasaron a ser los míos. Pusimos las almenas en fuego, los muros construidos año tras año se resquebrajaron. Hartos de andar por el mundo sin amor ni quietud… de rodar sin morir. Sin pasado. Noche a noche.

─Negra, oíme bien. Te voy a llevar a Ezeiza y salís para España en el primer vuelo. Mientras volás yo arreglo todo. Te van a venir a buscar al aeropuerto. Te envío los datos al teléfono. Usá este que te doy. El tuyo me lo das. Vos no te preocupés por nada. Yo llego a Madrid en cinco días. Tengo que cerrar cosas…

─Vos estás completamente loco… Nos encontrará y clavará nuestras cabezas en una lanza. Pero antes nos meterá en una máquina de picar carne. No tenés ni idea de la clase de hijo de puta que es mi marido. Un puto psicópata. Y tiene todo el poder del mundo. Gente metida en política, jueces, policías. Toda la cadena.

─Yo también estoy harto de esta vida, Adriana. Tu aparición es la señal que estaba esperando. Tengo guita como para tirar varios años y, en caso de que resulte necesario, mis habilidades siempre tienen demanda. Además… lo mismo volvemos a bailar y dejo de matar por encargo…

─De ahora en más concentrate en matarme a mí todas las noches, canalla irrecuperable. Como vuelvas a dejarme por otra te corto los huevos con una Gillette oxidada… y hablo muy en serio.

─Tranquila, nena. Se acabaron mis hazañas, un chamuyo misterioso me trajo hasta vos… yo quiero morir contigo, sin confesión y sin Dios, acurrucao en mis penas…

─Pero abrazao a mí, capisci?

─Escuchame… largo todo y me pianto con vos. ¿Qué más prueba querés? Una última cosa antes de irte…

─Dispará, varonazo.

─La dirección de tu marido.

─Anotá. Dale para que tenga.

─Pero antes toco tu boca.

─¿Solo mi boca...?

─En tu boca cabe el mundo, pebeta. La materia que conforma los sueños...

─¡Sicario y poeta! ¿Cómo puedo tener tanta suerte...?

*



domingo, 5 de junio de 2022

Garufera y vibradora

En la mugrienta pensión en que vivo, con manchas de humedad en las paredes que van cambiando de forma según corren las estaciones, no hay gran cosa que hacer. Ya he perdido la cuenta de los días que navego solo. A partir de los cuarenta y cinco dejó de interesarme el amor. O el amor dejó de interesarse en mí. Con esta persona que soy… 

¿Cómo me gano la vida? Soy sicario. Bueno… sicario de primera clase si se quiere. Nunca he matado a nadie que no se lo haya ganado con creces. Gente especialmente jodida. Turros integrales. Escoria moral.

Laburo por libre. Nunca pregunto cómo, ni por qué. Solo dónde y cuánto, sobre todo cuánto. Mi vida es bien simple. Simple como un cubo.

¿Minas? Sí. Claro que hay minas. Pero nunca más de uno o dos días seguidos. Sigo bailando gotán y no he perdido las mañas. Pero bailo bien sencillo, caminado y al piso. Nada de florituras ni estupideces de academia. Las odio. A veces cuando algún pelotudo se hace el vivo en la pista de baile y se pone a exhibirse haciendo que su compañera tire boleos a diestro y siniestro, interrumpiendo la normal circulación de la milonga y repartiendo patadas a todo el mundo me quedo mirando al pobre sujeto… «Ah, salame atómico, infeliz de cuarta... si supieras a qué me dedico te lo ibas a pensar un poco antes de andar pelotudeando con las gambas». Pero a pesar de que ganas no me han faltado siempre he evitado las peleas con otros milongueros y muchísimo menos se me ha pasado por la cabeza pegarles un tiro con mi 38 Smith & Wesson. Sí. Prefiero los revólveres a las pistolas. Mi viejo me educó así. Cosas de familia.

El viejo fue guardaespaldas de Perón –y amigo personal– y lo salvó de varios atentados que no tuvieron publicidad. Vivió cosas intensas porque lo acompañó en el exilio en Paraguay, Panamá y luego España. Mi viejo era un crack total. No tuve mucho contacto con él. Saltaba de cama en cama y no andaba sobrado de tiempo libre. Una bala llevaba escrita su nombre desde mucho antes de nacer. Él lo sabía y no le importaba gran cosa.

¿Fusilar a otro milonguero? ¿Qué negocio hay en ello? Cero. Soy un profesional. Un artista del ajuste de cuentas. Está bien… confieso que he fantaseado muchas veces con que algún encargo de «retirar» a alguien coincidiera con alguno de los pescados que tenía entre ceja y ceja, pero nunca se dio. Y ya se sabe, la fantasía es necesaria para poder lidiar con la realidad. Te hace descargar tensiones, te libera. Eso no quiere decir que vayas a dar rienda suelta a todo lo que imaginás. Eso solo lo hace un rayado total y yo aún estoy en buen uso. Sobre todo si me comparo con mis compañeros de profesión. No bebo, no me drogo, no estoy en poliamor ni pelotudeces. Me levanto temprano… para mí el sicariato es un laburo de 9 a 5. Pura rutina.

El encargo llegó de madrugada por los cauces habituales. Había que eliminar  a una persona. No supe más. Una mujer. Silvia Garrido, 35 años, de complexión fuerte, estatura media y abundante pelo castaño.

Me habían pasado por Deep Internet el paquete habitual: sus mails filtrados, sus whatsapps interceptados y clasificados, el resultado en Big Data de todos sus itinerarios del último año y medio y las predicciones de dónde podía encontrarse en las próximas 36 horas, datos de allegados, etc. No parecía un trabajo difícil.

Con la cansada costumbre a cuestas me vestí y elegí el equipo. La iba a esperar en el centro a la salida de un teatro. Mejor usar silenciador, nada de 38. Una Nagant 7,62 y listo. Limpio y expeditivo. Con un poco de suerte, hasta me daba tiempo a ir a bailar a lo del armenio manco. Los jueves solía caer La Morocha. Esa mina me conocía de arriba abajo. Me jode profundamente tener que andar explicando las cosas. Ya no explico nada.

Estuve esperando un par de horas en la zona donde sabía que iba a aparecer. La SIM de su teléfono estaba clonada y la seguíamos por GPS. El margen de error era cero.

A veces me acuerdo de Dios cuando estoy esperando a que aparezca un objetivo, pero esta vez no fue así. Empezaba a llover y refrescó rápidamente. El avance advertía de una sudestada en las próximas horas. A ver si zafo…

Ahí está. Dale, tengo la artillería a punto. Salió sola, llevaba un abrigo y tenía la cabeza cubierta pero era ella. No había duda. Me puse a seguirla a una distancia prudencial.

A la altura del pasaje Duarte la encaré. Entonces pude ver su rostro a contraluz.

─Qué hacés, Marcelo. Esta no te la esperabas…

─Pero vos… ¡Adriana! ─dudé un instante. ─¿Cómo es posible? Hace más de diez años que no sé nada de tu vida y estás irreconocible…

─…y me tenés que matar esta noche, ya lo sé…

─Sí. Vos siempre supiste de más. Supongo que eso no te sirvió de mucho. La inteligencia, digo…

─Tranquilo. Te libero. Desde que lo dejamos he tenido una vida de mierda que no se la deseo a nadie. Me importa poco y nada partir esta misma noche.

─No hables así…

─Seguís siendo el mismo Salvador de la Humanidad de siempre. Tiene gracia que me digas eso y vos mismo debas ejecutarme. El cerdo de mi marido debe haberte pagado muy bien…

─No, Adriana, yo nunca contacto directamente con los clientes. No sé quién hizo el encargo. Es la Agencia la que se ocupa de los detalles. A mí solo me señalan el objetivo.

─Y esta vez tenés que matar al amor de tu vida. Pobre. Te acompaño en el sentimiento…

Nos quedamos en silencio. Nos besamos. Nos abrazamos. Diez años, diez segundos.

─¿Sabés…? No fue fácil olvidarte. Cuando te fuiste a España creí morir. Anduve rodando por ahí, empecé a beber más de la cuenta, pasé de mano en mano. Siempre a peor. No lo digo para reprocharte nada… además… vos estás armado hasta los dientes y tenés fama de no fallar jamás. Da igual lo que te diga o deje de decir.

Volví a besarla con más fuerza aún. Buscamos un Telo. Nos acostamos y nos arrancamos la ropa. Nos penetramos.

─Matame, loquito… ¡partime al diome!

─Sí. Que se abran las puertas del cielo de una puta vez.

Hacia las seis de la mañana me dijo que fuéramos a bailar. Que antes de morir quería volver a sentir mi abrazo en la pista. Una vez más.

─Dale, loco. Dame dos tandas de Di Sarli y una de Pugliese. Después hacé lo que tengas que hacer. Yo no voy a oponer resistencia. Me siento sucia por dentro. El tipo este me ha hecho todo el daño que un ser humano puede hacerle a otro. No quiero seguir viviendo. Prefiero que seas vos quien apriete el gatillo. A vos te quise mucho, varón. Y me regalaste esta última noche… ya está. Ya fue la vida. 

Nos levantamos como poseídos y fuimos a la milonga de Almagro, una de las cuatro que duraban hasta la hora del desayuno en Baires. Estaba tocando la orquesta de Gabriel Santos.

─Cantate una, dale, como en los viejos tiempos ─me suplicó Adriana.

Supe que no iba a escapar. Ni siquiera lo iba a intentar. Llevo demasiado tiempo en esto y conozco a la gente. Me subí al escenario. Le dije a Gabriel que me diera un hueco antes del descanso y me dejara un viola. Me trajeron una bien garufera. Garufera y vibradora. Así que la cacé y canté Confesión mirándola directamente a los ojos. Con toda el alma.

Hoy después de un año atroz
Te vi pasar
Me mordí pa no llamarte
Ibas tan linda como un sol
¡... se paraban pa mirarte!
Yo no sé si el que te tiene así se lo merece
Solo sé que la miseria cruel que te ofrecí
Hoy me compensa el verte hecha una Reina
Sé que vivirás mejor lejos de mí!

Bailamos como nunca: fue nuestra mejor noche. Cada marca mía era leída con precisión y poesía. Ella estaba hecha para bailar conmigo. La gente se apartaba y dejaba de bailar para mirarnos. A la salida de la milonga nos fuimos al Alvear Art Hotel, uno que me gustaba especialmente y donde había acribillado a un par de capos de la droga. Un par de flor de hijos de puta. Lo que ocurrió en esa habitación cambió nuestras vidas. Hicimos pareja. Sus problemas pasaron a ser los míos. Pusimos las almenas en fuego, los muros construidos año tras año se resquebrajaron. Hartos de andar por el mundo sin amor ni quietud… de rodar sin morir. Sin pasado. Noche a noche.

─Negra, oíme bien. Te voy a llevar a Ezeiza y salís para España en el primer vuelo. Mientras volás yo arreglo todo. Te van a venir a buscar al aeropuerto. Te envío los datos al teléfono. Usá este que te doy. El tuyo me lo das. Vos no te preocupés por nada. Yo llego a Madrid en cinco días. Tengo que cerrar cosas…

─Vos estás completamente loco… Nos encontrará y clavará nuestras cabezas en una lanza. Pero antes nos meterá en una máquina de picar carne. No tenés ni idea de la clase de hijo de puta que es mi marido. Un puto psicópata. Y tiene todo el poder del mundo. Gente metida en política, jueces, policías. Toda la cadena.

─Yo también estoy harto de esta vida, Adriana. Tu aparición es la señal que estaba esperando. Tengo guita como para tirar varios años y, en caso de que resulte necesario, mis habilidades siempre tienen demanda. Además… lo mismo volvemos a bailar y dejo de matar por encargo…

─De ahora en más concentrate en matarme a mí todas las noches, canalla irrecuperable. Como vuelvas a dejarme por otra te corto los huevos con una Gillette oxidada… y hablo muy en serio.

─Tranquila, nena. Se acabaron mis hazañas, un chamuyo misterioso me trajo hasta vos… yo quiero morir contigo, sin confesión y sin Dios, acurrucao en mis penas…

─Pero abrazao a mí, capisci?

─Escuchame… largo todo y me pianto con vos. ¿Qué más prueba querés? Una última cosa antes de irte…

─Dispará, varonazo.

─La dirección de tu marido.

─Anotá. Dale para que tenga.

─Pero antes toco tu boca.

─¿Solo mi boca...?

─En tu boca cabe el mundo, pebeta. La materia que conforma los sueños...

─¡Sicario y poeta! ¿Cómo puedo tener tanta suerte...?




sábado, 7 de noviembre de 2020

Cuadernos para Pablo III - Casa tomada, de Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

*

Casa tomada en audio >>>  CASA TOMADA - Podcast

sábado, 10 de octubre de 2020

Buena onda

Estoy en Buenos Aires. Tengo que hablar con un tipo que nos va a contratar para tocar en un teatro del centro. Es un antiguo cantor de gotán. Un tipo jodido, oscuro, con mil vueltas. Me dice una cosa, después la contraria. Me marea. Alza la voz casi hasta el grito. A mí, plin. No entro en ninguna. Le contesto siempre con una sonrisa y hablando muy pausadamente. No hay nada como mantener la calma frente a un salame que pierde los papeles. Hasta que no pudo más y estalló... 

—¿Querés hacerme el favor de cortarla de una puta vez con esa buena onda de mierda? 
Aguafuertes psiquiátricas porteñas.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Escuela

Yo amaba mi colegio. La Escuela Número 4 "Coronel Mayor Ignacio Álvarez Thomas", situada en las calles Nueva York y Terrada de la ciudad de Buenos Aires.

Tengo los mejores recuerdos de mi escuela. Los compañeros, los maestros, el lugar. Tanto es así que en un viaje muy loco en 2009 lo primero que hice al llegar a Buenos Aires fue ir a visitar mi colegio con mi hermano Raúl.

Para nuestra sorpresa nos dejaron entrar y hablé con la directora. Fuimos recorriendo las aulas. Acá aprendí a leer con la maestra Antonia. Ahí la señorita Blanca me habló de los números y sus propiedades milagrosas. Subiendo las escaleras el profesor Caggiano me hizo leer "Encuentro nocturno" de Ray Bradbury en voz alta y desde entonces es mi cuento favorito del loco.

En ese rincón del patio salté a cabecear una pelota y choqué frontolateralmente como diría una compañía de seguros con Marcelo Giménez. Me abrí la ceja y salió un montón de sangre. Me llevo la mano al arco superciliar derecho. Hoy. Sí. Todavía el hueso está deformado por el golpe. El médico que me atendió me dijo "tranquilo, pibe. A las mujeres les gustan más los hombres con heridas de guerra". ¡Pero fue GOL! Y a Marcelo Giménez no lo podía ni ver. Así que valió la pena.

Las maestras -mucho más jóvenes que nosotros que andaríamos en los 44- nos llevaron de tour por el colegio. ¡¡San Martín está igual!! les decía y se mataban de risa.

Una se me quedó mirando... "¡Ay, vos vivís en España... cómo me gustaría ir...!" Raúl y yo nos miramos. Rajemos, te está tirando onda. Rajemos mientras podamos, hermanito.

El último profesor que me había dado clase, Di Giovambatistta -un fascista importante, representante de los profesores que entraron a partir del golpe- se había jubilado hacía dos años. No quedaba nadie que hubiera conocido.

Andrés Motta, que a mi mamá le recordaba a Lawrence Harvey, tampoco estaba.

El director -muy estricto pero con gran corazón-, el Profesor Héctor Sacco, también había fallecido. Un personaje de mi novela se llama Sacco de apellido. Es un personaje ganador. Porque recuerdo el afecto con que me saludó cuando supo que nos íbamos del país. "Te va a ir bien, vas a ver..." me dijo el viejo profesor y saltándose todas las normas del protocolo educativo me dio un abrazo del siete.

Quedaba una foto mía portando la bandera en 1977. Sí. En mi infancia fui un chico muy serio y aplicado, luego los músicos, las malas compañías, el tango... También quedaba el recuerdo de mi abuelo que me llevó al viaje de egresados a Mar del Plata.

Esa mañana la niebla del río no dejaba ver a un palmo de distancia. Nos despertamos a las seis y cuarto. La abuela nos preparó tostadas con manteca y miel. Porque sabía que me gustaban a morir. No he vuelto a comerlas porque me pongo a llorar.

Tomamos el 110 por Nazca hacia Villa Pueyrredón. Iba más entusiasmado que yo porque el nieto había terminado el colegio y se iba de viaje de fin de curso. Me habló de su infancia. De un portaminas de plata que le había regalado su padre. Se quedó un rato en silencio mirando por la ventanilla. Buenos Aires amanecía.

Llegamos y aquello era un griterío de pibes y padres. Estaba la señorita Perla. Nunca entendimos por qué decidió dejar su meteórica carrera de modelo para dar clases a preadolescentes en un colegio de pibes, pero aquel día empezamos a creer en Dios.

El abuelo me dio un gran abrazo y se me quedó mirando desde el pasillo, el mismo por el que pasé corriendo y cantando tantas veces. ¡Cuidate mucho, querido! me dijo.

Por eso regresé a mi colegio. Porque a mi abuelo no volví a verlo y sé que no se fue de allí.

Me está esperando.

jueves, 13 de agosto de 2020

José María Otero

Hoy es el cumpleaños de José María Otero, un gran amigo y una gran persona. Periodista de raza, escritor, bailarín fino y elegante. Gran conversador. De la gente que uno no se cansa de escuchar y de leer.

No me duelen prendas en decir que es de las mejores personas que he conocido en el mundo del tango. Por muchos cuerpos de ventaja. Generoso, brillante, educado... José María parece sacado de un libro de caballeros andantes. Todo en él es luz y desfazer entuertos.

Afirmo que José María Otero es memoria viva de lo mejor que ha dado nuestro país. Si el tango fue grande algún día, si reinó en los corazones del pueblo, fue gracias a personas con ese talante, con esa forma de estar en el mundo. La luz engendra más luz.

José María es fervor de Buenos Aires.

Un tipo realmente macanudo! Un abrazo enorme y los mejores deseos para vos, queridísimo. Muchas felicidades.

En su magnífico blog, Tangos al bardo, encontraréis verdaderos tesoros sobre la estética, la historia y la esencia del tango. Contado todo desde el punto de vista de un protagonista más, alguien que vivió y respiró los años de oro de la música más internacional que ha dado la Reina del Plata. Tango y celebración de la vida en primera persona.

http://tangosalbardo.blogspot.com/

martes, 11 de agosto de 2020

Crimen y castigo

En la investigación realizada para la novela que estoy finalizando de escribir -yo no soy como los políticos españoles, no sé lo que son las vacaciones- me he encontrado con documentos y personajes que son difíciles o imposibles de inventar. Uno de ellos sin duda es Albert Londres.

Se trata de un pionero del periodismo de investigación, arriesgado y valiente hasta decir basta, casi suicida.

De hecho, desapareció misteriosamente en un barco procedente de Shangai en pleno Océano Índico. Londres había estado investigando las redes de tráfico de opio desde China a Europa y su relación con las redes de trata de blancas. Lo que venía a contar de sus averiguaciones en Shangai dudo que fuera del agrado de las mafias chinas.

Eso ocurrió en 1932 pero antes, desde mediados de los años 20, se infiltró en la Milieu, la segunda red de trata de blancas en Buenos Aires después de la Migdal.

Según Londres, Buenos Aires del primer tercio del siglo XX estaba entre las primeras cuatro ciudades del comercio de personas. Las otras tres eran precisamente Shangai, Barcelona y Hamburgo.

Albert Londres publicó en 1927 "Le Chemin de Buenos Aires (La traite de blanches)". En dicho libro se narran diálogos con cafiscios (proxenetas) franceses que "cazan" víctimas en Francia para traerlas más o menos engañadas -la mayor parte de ellas accede por hambre- a Buenos Aires a ejercer la prostitución.

Es la Madame Ivonne del tango. Buenos Aires era el centro neurálgico y desde ahí se distribuían las mujeres -que adquirían una deuda imposible de saldar- por el resto del territorio nacional. Montevideo y Río de Janeiro. La Patagonia era la última parada, el descenso de aquellas mujeres que iban cumpliendo años y nadie quería.

Estaban TODOS METIDOS EN EL NEGOCIO. Políticos, jueces, policías. Apaches, marselleses, napolitanos, calabreses, la Migdal, la Milieu... las dimensiones del sufrimiento humano que causaron estas redes son monstruosas.

Se supone que a partir de 1930 estas redes fueron desmontadas. Claro que sí. Cuenta con ello. Ahí comienza mi novela.

Confieso que ciertas noches revisando documentos alucino con la clase de gente que estuvo metida en estas cosas. Niñas entre 13 y 16 años que viajaba en JAULAS por mar, que tuvieron unas vidas infernales. Cabarets para niños bien -con tango, naturalmente- y piringundines para los emigrantes solos, con tango también.

Es más. Hubo "Orquestas de señoritas" en las que todas las integrantes eran parte de la red y no sabían ni cómo agarrar el arco del violín. Hacían como que tocaban y aquello era un escaparate para los clientes que las elegían desde el patio de butacas.

Fortunas inmensas que se hicieron de la noche a la mañana, con la inacción absoluta de las autoridades (que recibían su guita).

Empiezo a entender el componente fuertemente nazi del tango. Que se extendió a la devoción de los nazis de verdad en los 12 años de gobierno de Hitler. La historia del tango "Plegaria" (el "Tango de la muerte" antes de entrar en las cámaras de gas, es una muestra más que significativa).

Legiones de mujeres abandonadas a su suerte sin nadie que levantara un dedo por ellas. Así durante décadas. Lo mejor que podía pasarles en sus vidas era que un rufián las vendiera a otro "menos malo" o que les pegara un poco menos.

Y la sensación de que estaba metido hasta el apuntador en toda esa trama infinita de dolor humano. Una suerte de crimen original. Sin castigo.

Las fortunas que se fraguaron al calor de esa barbarie fueron tan brutales que permitieron comprar la mejor protección política y judicial.

Sensación de estar hablando en tiempo presente. ¿República?

miércoles, 3 de junio de 2020

Tal vez será su voz

Tal vez será su voz es uno de los tangos que más me gustan. Un hombre pierde definitivamente a su amor y cree volver a encontrarlo entre las sombras de los tangos, en el humo de las milongas. Julio Cortázar escribió un maravilloso cuento llamado Las puertas del cielo que tiene una temática similar. Siempre creí que había un nexo entre ambas historias.

No. Las puertas del cielo no alcanzan a entornarse... ella no regresará. Él la busca en cada bailarina, en cada abrazo, pero no volverá a oír su voz. Tendrá que ser nomás mi propio corazón.

Con letra del inmortal Homero Manzi y música de Lucio Demare, Tal vez será su voz para todos ustedes en este fantástico arreglo de Raúl Chiocchio a la guitarra -un músico realmente fino- y yo mismo cantando. Ambos desde nuestros respectivos confinamientos. La magia del tango nos hace soñar. Con cariño inmenso y fervor de Buenos Aires.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Vuelta al cole

Llevo toda la mañana escribiendo sobre un episodio que sucedió en mi colegio, la Escuela número 4 Coronel Mayor Álvarez Thomas, en las calles Terrada y Nueva York. Cerca de Nazca y Av. Salvador María del Carril en la bellísima ciudad de Santa María del Buen Ayre.

En 2009 vino a buscarme mi hermano Raúl a Ezeiza -mi otra mitad en NAUM Project- y nos fuimos directos a comer pizza. Cada vez que estamos juntos volvemos a tener 15 años. Es automático. Y no podemos decir más de tres palabras sin cagarnos de risa. Es una sobredosis de Boludol en vena. En cuanto nos vemos nos convertimos en Boludos Alegres, Inc. Raúl largó el laburo para estar conmigo y me dijo ¿qué hacemos? Vamos al colegio...!

Llegamos. Era finales de febrero y hacía un calor asesino. La directora nos recibió y le hizo mucha gracia que un tipo baje del avión viniendo de Madrid, recorriendo océanos de tiempo y lo primero que se le ocurra es ir a su colegio de primaria. Se moría del amor.

Era un minonazo vestida de milonguera en pleno verano porteño y no me quitaba la vista de encima. Tenía JUSTO esos zapatos de Prada que me producen catalepsia y una minifalda escandalosamente corta y ceñida. Cómo ha avanzado la educación pública porteña...! Por qué el destino siempre me obsequia con situaciones en las que debo preservar mi honor y mi virtud ante mujeres infartantes que son legión. Debe haber un mensaje oculto en todo esto pero no alcanzo a descifrarlo.

Tuve que pararle el carro y recordarle que era un alumno de Séptimo A. Un alumno aventajado, pero un niño con toda la vida por delante. Ojito.

Mis maestros ya se habían jubilado. El director -que era un poco rígido pero que me quería mucho- había fallecido. No quedaba nadie... la señorita Olga, Di Giovambattista, la profesora Inga...

Me llevó a visitar todas las clases. Aquí aprendí a leer con la Srta. Antonia, aquí el Sr. Caggiano me enseñó a amar la literatura. ¡Epa! ¡¡¡¡San Martín está igual!!!! exclamé al ver el busto de bronce cerca del salón de actos. Se nos habían unido varias profesoras y se morían de risa con mis boludeces. Una de ellas no paraba de hacerme preguntas sobre España y me miraba fijo tipo "sacame de acá, pibe, llevame al otro lado del mar. Haceme tuya".

Mirá, te digo que si las profesoras argentinas no aprenden a comportarse no vuelvo más a mi colegio. Qué cosa. Esto de las feromonas en exceso me tiene repodrido che...

martes, 26 de mayo de 2020

Lo que te mata

Una de las ironías de la vida más dificiles de asumir es que aquello que te mata no es lo que no sabes, sino lo que CREES que sabes pero resulta no ser así. Not even close! Dios tiene un sentido del humor muy especial. Canela fina.

En mis años mozos fui editor -fugazmente- en una de las principales revistas "esotéricas" de España. Vendíamos 125 mil ejemplares por mes. Publicando cosas absurdas. El resto de los periodistas se reían de mí porque decían que mis artículos intentaban "tener sentido".

Aquello duró poco pero me divertí muchísimo entrevistando a toda clase de marcianos. Literal. Incluso fui a hacer una nota a una señora gallega que estaba convencida de que su hijo era marciano. Yo lo vi y le di la razón de inmediato. Ese tipo no era de por aquí. Ni siquiera podía decirse que fuera gallego.

Mi jefe era un pesado. Era argentino y me daba la vara con que había que ahorrar. Yo trabajaba part-time y el resto del tiempo tocaba en Madrid o alrededores. Muchas noches seguía de largo e iba a la oficina sin dormir. Para hablar con extraterrestres mi estado mental bastaba. El jefe me decía: "tengo un plan. Todo está calculado. Ahorro dos millones de pesetas por año y cuando regrese a Argentina me retiraré a los 50. No tendré que volver a trabajar nunca". Para lograrlo se privaba de todo. No iba de copas. No salía de vacaciones. Evitaba la compañía femenina. Decía que las mujeres eran un vicio caro.

Por fin logró juntar un capital. Regresó a Buenos Aires. La Reina del Plata. Tres meses antes del corralito.

Recuerdo que lo entrevistaron en El País cuando se armó el quilombo. El titular era algo así como "en este país hay la mayor cantidad de hijos de puta por metro cuadrado" y otras lindezas. Creo que después le dio un ataque al corazón y hasta ahí llegó.

No existe el 'después'. Es una estafa, un engañabobos. Fugate conmigo, piba. Largá todo. Voy a buscarte esta misma noche. Hoy. Sos mayor de edad me dijiste... ¿no? Bueno, está bien. No importa. Me hago pasar por tu tío. El tío pródigo.

En cualquier caso, si vas a regresar más temprano de la oficina, avisa. Hazme caso.

sábado, 23 de mayo de 2020

Sudestada

Un hombre joven escapa hacia el fin del mundo en una carrera enloquecida. Huye de un destino escrito, huye de sí mismo. Su padre sale en su busca pero siempre llega tarde. Viedma, Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia, Puerto San Julián, Río Gallegos. Él brilla como una moneda nueva, es más rápido que el viento.

Años de soledades. Insomnios. No quiero ver a nadie. Silencios.

Bariloche, lagos como espejos. Cordilleras. Alguien le avisa de que su padre está agonizando en un hospital de Buenos Aires. ¿Te acordás que me prometiste que no ibas a dejarme morir en un hospital? Fue una tarde en Monte Hermoso, caminando por la playa. Los dos solos, el atardecer perfecto. Vos ibas y venías al mar saltando las olas. Me abrazabas envuelto en sal. Entonces teníamos toda la vida por delante. Entonces no hacíamos más que reír juntos. La alegría es un compuesto simple.

Un tren de medianoche cruza la pampa. Tierras desoladas y espíritus de indios. Lamentos. Frío en el alma. Solo con sus recuerdos. El viaje que hicimos a Tandil. Te dejé manejar el camión. Vos estabas tan feliz... imitabas mis movimientos al volante y yo me moría de risa. Había que entregar un cargamento de cueros. Yo estaba orgulloso. Iba con mi hijo, el más grande, el más fuerte. Llegamos a la estancia. Nos recibió el patrón. Le caímos bien de inmediato, vos tenías esa virtud tan rara de caerle bien a todo el mundo. Nos invitó a un asado y estuvimos hablando de bueyes perdidos hasta el amanecer, meta vino y guitarreada con los peones.

A la vuelta vos me dijiste "sos el mejor padre del mundo" y me regalaste una sonrisa que aún me dura. Hay golpes en la vida tan fuertes. Como del rayo. Son los heraldos negros. El arte de seguir viviendo.

No vengas. No vuelvas a Buenos Aires. No vas a llegar a tiempo. Es mejor así. Dejame dormir. Despertame cuando se haya acabado septiembre.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

Malena

Acaba el año. Que 2017 traiga buenos vientos. Va esta versión de Malena para todos ustedes/vosotros, con todo el cariño.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Fervor de Buenos Aires



Mi hermano Raúl, a quien quiero con locura, me manda este gotán del viejo Buenos Aires. La ciudad con el piso electrificado tiene estas cosas. La voz y el gesto del cantante, Ariel Ardit, me gustan. Físicamente tiene algo de Messi y los pómulos de Perón. Cuando saluda al palco antes de empezar a cantar parece que estuviera dando un discurso en Plaza de Mayo (mucho, mucho...!). Su forma de cantar me recuerda a los cantantes de orquesta de baile, al estilo de los clásicos de la orquesta de Osvaldo Pugliese. Afinación y fraseo impecables.

Me gusta aún más la contundencia, la limpieza de los arreglos y sobre todo el fervor contagioso de los músicos que lo acompañan. Desde el cuatro de entrada que cuenta el pianista, Andrés Linetzky. Atención al comportamiento del público en la modulación del intermedio de presentación de la orquesta y el silencio religioso al recuperar la segunda estrofa, como si todo el mundo la estuviese cantando por dentro. El crescendo en el ritardando final (desde "vos te equivocaste", introducido por los gritos del respetable), la mano derecha del cantante cerrando en "¡vámonos..!" y el teatro que se viene abajo en el último compás te levantan de la silla. ¡Carajo...! Si pueden, escúchenlo con altavoces conectados al ordenador o unos buenos cascos, si no se pierde todo el peso de la baja frecuencia.

Existe una dimensión del tango que es suicida y cansina. Plúmbea. De cornudo llorón e hinchapelotas perdonavidas. Hay otra que es simplemente gloriosa, que elige la vida. Así lo viví en El Cachafaz, un oscuro club de tango de Santiago de Chile.

Da ganas de estar allí. De bailar hasta el amanecer. De conocer a la rara como encendida -pará la mano, prego, que tengo el cartón lleno...- y hallarla bebiendo, linda y fatal. ¡Esta noche, amiga mía! Merci bien pour la soirée!

Raulito, abrí cancha que allá voy.

sábado, 24 de marzo de 2012

Aniversario

Los hechos en los que se inspira este relato ocurrieron hace exactamente 35 años. Juntos recorrimos las calles, las estaciones, los barrios donde aún palpita la infamia. Por mucha sangre que haya de correr, la vida vuelve. Siempre vuelve. Se lo dedico a mi hermano que está en Buenos Aires con todo el cariño del mundo.

El muerto que sueña

Ya estábamos cenando cuando llamaron a la puerta de casa. Papá nos miró extrañados. Eran más de las ocho y media y no esperábamos a nadie. Había que ver el rostro de mamá con la bandeja de postre aún entre las manos, la sonrisa temblando como la gelatina de naranja. Antes de que alcanzara a abrir la boca oímos disparos. La puerta de la calle. El pasillo. Miré a Roberto con desesperación. Siempre era él quien decidía cuando las cosas se ponían feas. Los dos sabíamos que unos segundos nos separaban de un túnel incierto peor que la espera. Me devolvió la mirada casi compasivamente, como si acertara a comprender que no había escapatoria.

Pensé: el patio, la escalera de hierro oxidado que sube al tanque de agua -ojo con el tercer escalón empezando por arriba que está medio flojo-, saltar al cuarto donde el vecino fabrica camisones de seda, perdernos en la niebla dulce del barrio, bucear en la locura histérica de Buenos Aires, los dos juntos para siempre, afeitarnos la barba y la melena, requisar el coche de algún honrado especulador inmobiliario, apretar el acelerador a fondo. Vamos por la ruta 3. Roberto sabe como salir rápido de la ciudad, será mejor que lleve el coche. Tengo que despedirme de Elena. Ahora que lo pienso... ¡A lo mejor se quedó embarazada! Su viejo era capaz de detonar personalmente una bomba de hidrógeno en Tandil con tal de que me alcanzara a mí también. Nos teníamos un odio ancestral, como si nos hubiéramos conocido en otra vida. ¿Y por qué la ruta 3? ¿Adónde íbamos a ir? ¿A Chile? ¿A la Patagonia? De pibe siempre soñaba con ir a Chile. Me gustaba el sonido de su nombre. Lo repetía despacito, una y otra vez: Chi-le. Chi-le. Estaba convencido de que era la tierra en donde se pueden tocar los sueños. Sueños largos, llenos de islas como estrellas australes. Seguro que alguien se divirtió mucho cuando trazaron el contorno definitivo de sus límites.

Bien. Supongamos que decidimos tirar hacia el sur, ¿cuánto iba a tardar la cana en localizarnos y reventarnos en el mismo coche? ¿Y si lográramos llegar a Río Gallegos qué iba a pasar? Bahía Blanca, Viedma, Trelew, Comodoro Rivadavia, Puerto Deseado, San Julián, Río Gallegos, ya me sabía el camino de memoria, como si lo hubiera recorrido un millón de veces. El viejo anduvo por ahí antes de que naciéramos nosotros. Perdidos en Santa Cruz, una provincia atrozmente grande, llena de viento y de ovejas. Pasar a la parte chilena del Estrecho no tiene ningún sentido. Los carabineros nos iban a recibir con los brazos abiertos. A lo mejor, si lográramos escondernos en algún lugar de los lagos de la cordillera... Roberto conoce bien la zona. Creo que se enganchó con una mina por primera vez acampando en el lago Futalaufquen. No estaba mal aquella piba. ¿Cómo se llamaba? Pobre... le hizo la vida imposible al loco. En realidad era bastante imbancable, aunque tenía lo suyo.

En cualquier caso o nos revienta la policía, o el hambre o el frío. ¿Y en Río Gallegos? ¿Qué tal si lográramos sobornar a algún pescador y nos lleva hasta las Malvinas, a Goose Green, a alguna playa desierta? ¿Nos iban a conceder asilo los kelpers? Anda ya... como dice el almacenero de la esquina de casa cuando se le pide fiado. Nos iban a deportar sin que se enterara nadie y de ahí vuelo sin escalas hasta la Escuela de Mecánica de la Armada.

¿Adónde carajo se puede ir? Uruguay está acá nomás, pero el ejército es tres cuartos de lo mismo. En Brasil también están los muchachos y sin guita es como entregarse mansamente al botón. Paraguay queda donde Belgrano perdió el gorro -Tacuarí, Paraguarí, Tararí-que-te-ví, el copón bendito- y están muy avanzados en materia de dictadura, creo que han logrado ocupar el primer puesto en el ranking negro, en lucha cerrada con Sudáfrica y Haití. Organizan congresos, intercambian datos parapoliciales. Así evitan inventar la rueda constantemente.

¿Bolivia...? Hace tiempo conocí a un tipo de Cochabamba. Evaristo Maipo. Durante una temporada solía venir a casa. Era amigo de un antiguo socio del viejo. Gordito, petisón. Empezaba la reunión muy bien, muy cortés, saludando en aymará. Pero en cuanto llegaban las viandas perdía los papeles. Con gran disimulo se iba comiendo todo lo que había en la mesa, sin reparar en consideraciones dietéticas. Cuando el género comenzaba a escasear se despedía presuroso: muy rico todo, delicioso, señora. Nunca se le vio traer nada, ni una mísera empanada de choclo, ni siquiera un cubanito.

Un día vino con su hermana que, a juzgar por el apetito que traía, debía haber viajado de Sucre a Buenos Aires en el Titicaca Express sin pasar por el bar. Cuando se iban, miraron a mamá y dijeron al unísono: muy rico todo, señora, nos ha gustado mucho, mucho, de verdad. Una marca de familia.

Maipo siempre le hablaba al viejo del mismo tema. Estaba obsesionado con la comercialización a gran escala de barcazas de totora. Creía que era el material definitivo. "Compadre, no sé si se da cuenta de la trascendencia del asunto. Es la única posibilidad de que Bolivia logre romper su secular aislamiento: creo que es la solución definitiva a las nefastas consecuencias de la guerra del Salitre", sentenciaba en bulímico aquelarre de facturas, masitas, fresco y batata, pan dulce, sandwiches varios, fugazzeta con fainá...

Cuando se le interrogaba sobre el propósito de tal empresa, Maipo se quedaba pensativo y miraba de soslayo, como súbitamente admirado ante interlocutor tan obtuso. Papá, que se sabía el cuento, gozaba dándole manija:

-Esta bien. Supongamos que, tras todos estos esfuerzos, logra construir una flota de barcazas de totora. ¿Y...?

Maipo se arrimaba a la mesa, medio incómodo, haciéndose fuerte en el plato que contenía las joyas de la corona, cabeceaba pesadamente y terminaba por sentenciar, cual Odiseo ansioso:

-Cuando los barcos estén listos navegarán día y noche.

-Me hago cargo -respondía mi padre-. Pero ¿para qué?, ¿acaso va a crear un nuevo transporte de línea? ¿Piensa hacer una empresa de fletes?

-No, mi amigo. Las barcas irán de vacío hasta el centro del lago. Allí están las islas donde crece la totora.

-¿...?

-Pues entonces llenamos las barcas de totora hasta los topes y nos las traemos bien cargaditas a puerto.

-¿Y para qué quiere todo eso?

-Está bien claro, compadre -respondía Maipo algo soliviantado.

-Usaremos la totora para construir más barcos, ¿para qué otra cosa sirve?

Yo era muy chico, pero el viejo solía decirme que el proyecto de Maipo no era más absurdo que la mayor parte de las empresas humanas. Nunca alcancé a comprender por qué razón se le abrían las puertas con tanta asiduidad a este visionario andino. A mamá le resultaba simpático.

¿Qué tal la selva que limita con Brasil? Creo que al golpe de estado de la semana pasada sucedió un contragolpe aún más virulento... Allí entregaron y mataron al Ché... Además está a cuatrocientos millones de kilómetros. No hay salida por ningún lado. Vivimos en el extremo final de un continente aislado, en un país demencial rodeado de milicos por todas partes. No hay más que uniformes hasta el Río Grande. Gendarmería Nacional, Carabineros, Policía Federal, Guardia Fronteriza, Secciones de Asalto Llaneras, Club de Amigos del Ku-Klux-Klan, Escuadrones de la Muerte, Bandas Paramilitares, Torturadores Asociados, Hitlerjugend Litoraleña, Policía de Aduanas, Granaderos a Caballo, Infantería de Marina, Cadetes de la Escuela de Tortura Naval, Fuerzas Nazis de Apoyo y Asistencia, Sociedad de Técnicas de Desaparición Avanzadas, de Córdoba, de la Colonia Dignidad de Chile, de Brasil. Tipos que asesinan a los pibes en Bogotá, en Río de Janeiro, en Sao Paulo. Por cuestiones de estética municipal. Qué valientes... querría verlos yo ante un ejército regular. Seguro que se iban a recontracagar.

Y aun en el caso de que lográramos zafar, ¿qué iba a pasar con el resto de la familia? Pueden llevarse a papá o quizá los secuestran a todos. Mi hermano menor sólo tiene doce años, pero ¿cómo calcular la reacción de estos tipos? Por el ruido que están haciendo serán como veinte. Veinte gorilas armados hasta los dientes. Si después de todo lograban sobrevivir no les quedaría otro camino que salir del país. Puedo verlos en Ezeiza, nerviosos, sin dormir, papá preparado para coimear a quien haga falta. Seguro que el pequeño creerá que se trata de algo transitorio, unos meses, quizá un año. Mejor así.

No dejo de preguntarme qué será de mamá tan lejos de nuestro patio... Que yo sepa, nunca salió de la ciudad. Algunas excursiones al mar y breves viajes por la pampa. Eso es todo. Es una experta en Buenos Aires y para ella, más allá de la costanera y las dársenas sólo hay niebla y el azul de los mapas. Papá se adaptará mejor al cambio, sin duda. Es una máquina de fabricar proyectos y desde joven aprendió que la única forma de no caerse de una bicicleta implica no dejar de pedalear ni por un momento. Ya lo imagino, levantándose todos los días a las 6:15, haciendo sus veinte minutos de ejercicio, ducha fría, rito oriental frente al espejo, desayuno y salir a guerrear, y así todos los días de todos los meses. Apasionadamente marcial, hablará con los responsables de esto y aquello, creará treinta empresas diferentes, venderá artículos de prensa firmados con doce seudónimos distintos, pondrá en marcha proyectos de colaboración internacional, echará manos a todo el mundo y no dejará ni por un momento de ganar un buen fangote de guita, pesos, patacones, morlacos... A poco que se esfuerce apenas si tendrá tiempo de pensar en nosotros. Llegará un momento en que sus llamadas telefónicas y sus envíos postales a los países más variopintos del globo se verán beneficiados por un efecto multiplicador que desterrará para siempre los minutos libres.

Tal vez dentro de muchos años se produzca una leve distracción, fruto de una copiosa comida con un grupo de amigos cuyos rostros nunca conoceré, y bajará la guardia por un instante y recordará algún detalle de esta noche o creerá entrever lo que vino después. Entonces sentirá un vértigo exterminador en el alma.

Mamá es distinta. Puedo verla recorriendo los andenes de las estaciones de metro de ciudades anónimas. Torturada por el eco de los próceres argentinos, no alcanzará a descifrar nuevos laberintos. Dorrego, Primera Junta, Agüero, Federico Lacroze, Canning, Leandro N. Alem se apiñarán en su memoria y se cerrarán en banda. Jamás permitirán la entrada de intrusos agaiterados, y mamá nunca sabrá a ciencia cierta si se encuentra en Menéndez Pelayo, si hay que cambiar de tren en Plaza de Castilla o si Alfonso XIII es la próxima. Aun ignorando dónde está la punta de la madeja cotidiana esperará pacientemente en las antesalas del despacho del Embajador de la Nación, el Cónsul General de la República, el Agregado Militar, el Hombre Fuerte de la Cámara de Comercio Agropecuaria en el Extranjero. A todos contará su drama personal, a todos pedirá justicia, exigirá habeas corpus, incluso apelará a sus sentimientos como seres humanos, como padres de familia, como creyentes en un poder supremo y trascendental, como reos convictos y confesos que en el Día del Juicio habrán de presentarse ante Dios Todopoderoso Ajustacuentas sin más escolta que el abultado y turbio curriculum de sus pútridas conciencias.

Pero desde esta misma noche mamá sabrá perfectamente que nunca volverá a vernos. Esa es la diferencia con papá. Él cree en la existencia de una cadena causal. Considera que el trabajo bien hecho debe tener su recompensa adecuada. Estima que si cada cual cumple con su tarea correctamente, las cosas por fuerza han de salir bien. No hay sitio en su mundo para lo imponderable, para el azar mortífero, para el horror sin límites. Papá comprende que nunca hicimos nada realmente grave más allá de participar en algunas algaradas estudiantiles. Por tanto, si se tocan las teclas adecuadas, pensará seguramente, las aguas han de volver a su cauce. En cambio, mamá sabe que la infamia acecha en lo cotidiano. Es la bifurcación que pugna por salir al exterior todas las noches, entre las tres y las cuatro de la madrugada. La catástrofe que muerde los pasos de cada mortal. Los ominosos y certeros golpes: imposible calcularlos de antemano.

Sin embargo, ambos creerán engañarse fingiendo adoptar el punto de vista del otro. Con los años, papá se rebelará contra la merma de sus fuerzas, contra el orden establecido, contra el daño irreparable y universal que producen los incompetentes; a mamá le dolerán las camisas intactas, los cumpleaños mudos, el implacable imperio del amarillo sobre las fotos en blanco y negro. Nuestro hermano menor encontrará su lugar en ese arco voltaico y no cejará en su empeño de provocar y expandir la risa.

Volverán algún día a casa, cargados de vida y nuevos semblantes y, pese a todo, no dejarán de soñar nuevos viajes. "Debemos vivir con el doble de intensidad", se dirán decapitando de un solo tajo la repetida tristeza que acompaña al crepúsculo en otoño, "la parte que nos corresponde y la que ellos sueñan todas las noches. Sólo así alcanzarán a entornarse las insoportables puertas del cielo".

Por sus manos aprenderemos el trazado de calles tortuosas y el pulso de gentes extrañas, playas, mares, puertos de infinita belleza. Sena, Tajo, Arno, Támesis, Ebro, Tíber, Vístula, Danubio, Ródano, dedicarán el resto de sus vidas a coleccionar ríos y tardes alciónicas, la luz de las jornadas que preceden al invierno y los días que se alejan lentamente del solsticio.

Entonces Roberto me miró a los ojos. Ahora éramos una sola persona. No volveremos a jugar al fútbol en la Agronomía ni a sentir cómo crujen las veredas en otoño -pensamos a la vez. No alcanzaremos a saborear besos furtivos en las esquinas sin luz ni viajes infinitos en trenes de carga -sentimos al unísono. No habrá médanos vermelhos ni desayunos con pasteis de nata inagotables en Portugal -se nos hace agua la boca. También él ha comprendido: de ésta sólo saldremos si ellos sobreviven, si logramos que ellos se salven. El viento y el lento vaivén de las estaciones se encargarán del resto. Tan sólo hubiéramos demorado un minuto antes de que destrozaran la puerta verde del comedor; el tiempo justo para abrazarlos a todos.