domingo, 7 de junio de 2009

El pequeño saltamontes

Alguien dijo sobre nuestra generación que lo más importante que nos ha pasado es haber visto las mismas series de televisión. O sea, que no nos ha pasado nada que merezca la pena siquiera nombrar. No desembarcamos en Normandía, no liberamos París, no nos enfrentamos a las hordas fascistas. No entramos en La Habana ni en Managua. Ni siquiera levantamos barricadas en Saint Germain ni detuvimos los tanques de Praga con nuestros cuerpos. Una generación de papanatas y genuflexos.
Los griegos, que eran unos tíos cojonudos, pensaban que cada generación era peor que la de sus padres. No hay más que leer al bueno de Hesíodo, que hablaba de una supuesta y primigenia generación de oro, seguida de una generación de plata, de bronce, de hierro y así suma y sigue. Habida cuenta de que han transcurrido más de 100 generaciones desde entonces, no quiero imaginar el material que correspondería a la nuestra.
En el caso de mi país natal, fueron nuestros hermanos mayores los que pagaron un precio altísimo en tiempos miserables. A nosotros nos quedó su ausencia.

Quisiera volver a verte
Mirarme en tus ojos quisiera

Obviamente, la televisión es el veneno de nuestro tiempo. Destruye muchas más vidas que los caños de escape, los cigarrillos, la contaminación industrial y la radiación solar juntas. Te convierte en un fakir del corazón.
Hijos de los sesenta. Nuestros padres no pudieron escapar al influjo de la década del desenfreno, los experimentos sociales y la libertad sexual. En vez del SIDA tenían el amor libre. Comparados con las jóvenes generaciones actuales, nuestros padres eran unos cachondos. Y los jóvenes de hoy en día estarían a la derecha de Aznar.
Así que somos el resultado de una serie de experimentos.... Bueno, eso en mi caso explicaría mi marcado desequilibrio mental, mi sociopatía, la imposibilidad de trabajar a las órdenes de un jefe –inmediatamente lo imagino sustituyendo a San Lorenzo en la parrilla del averno, como complemento a un asado completo, mollejas, chinchulines, asado de tira, vacío y la cabeza de mi jefe- y vaya a saber cuántas cosas más. Soy carne de diván garantizada, pero como le ocurre a mi amigo Rodrigo Muñoz, encuentro que los psicólogos y los psiquiatras están más locos que yo. Si encima hay que darles guita para contarles lo mismo que uno puede contarle tranquilamente a un amigo en un bar, apaga y vámonos. Claro que para eso hay que tener por lo menos un amigo y hoy estamos tan ocupados chateando, escribiendo y leyendo boludeces en Internet y, en general, haciendo cosas supuestamente útiles y provechosas que no hay tiempo material de tener amigos. El sentido utilitario se ha impuesto por encima de todas las cosas.
La gente de la clase alta no tiene amigos, tiene intereses. Los de la clase baja (ya que la clase media está en vías de extinción) tienen amigos de su misma categoría a los que en un momento dado les pedirán pasta prestada, lo cual viciará soberanamente la relación.
-¿Me viste cara de boludo a mí...?- suelen responder ellos cuando se produce la petición de divisas.
¿Por qué estaba escribiendo yo todo esto...? Ah.... ya me acordé. Es por la muerte de David Carradine, nuestro pequeño saltamontes de la década del pantalón campana que, al parecer, murió en un hotel de Bangkok intentando una serie de proezas sexuales a sus setenta y tantos. El prospecto de la Viagra debería ir más de allá de las cuestiones puramente farmacológicas. Es una oportunidad de trabajo para muchos escritores en paro (o sea, todos). Debería incluir párrafos como “si usted se encuentra solo en un hotel del mundo y le entran repentinas ganas de fiesta intente tomar pastillas de un solo color y evite regarlas con alcohol y mezclarlas con polvos blancos. En caso de que se decida a hacerlo, si la última vez que hizo gimnasia fue en séptimo curso evite practicar el salto del tigre y no sea gil: no se crea todo lo que le han contado sus amigotes sobre los beneficios de la asfixia provocada en relación a la prolongación del orgasmo”.
Al menos, este es el mensaje que le habría transmitido el venerable maestro ciego del templo de Shaolin al bueno de Kwai Chang Caine. Aunque, junto a las flores de loto y los juncos meciéndose suavemente, en la primavera eterna del jardín edénico, en un estilo más contenido, florido y orientalista, tipo “pequeño saltamontes, no seas pelotudo, cuidá la flauta que la serenata es larga”.

No hay comentarios: