martes, 5 de diciembre de 2017

Himmelweg

En la estación de Budapest-Nyugati nos separaron. Papá y Elek fueron conducidos a golpes hacia otra fila. Los hombres de la Cruz Flechada eran mucho peores que los SS: querían hacer méritos ante sus amos alemanes. Se comportaban como bestias salvajes.

No pasaba un día sin que llegaran noticias de los rusos y sus avances en Europa Oriental. París ya había sido liberada por los aliados. La BBC era un faro de luz. Nuestra única esperanza era que llegaran pronto a Hungría, que se desviaran en el camino a Berlín. Papá conocía a los bolcheviques. Ahora que tenían a los alemanes a sus pies ocuparían todo el territorio europeo que pudieran, lo que obligaría a los ingleses y norteamericanos a acelerar el paso. Alemania sería reducida a escombros. Este era el momento más peligroso. Se volverán incontrolables. Morirán matando y no dejarán testigos.

Para nuestra familia no hubo suerte.

Viajamos durante días en un vagón de ganado construido con tablones de madera, sin ventanas, sin apenas ventilación. Las escenas de terror se sucedían. La gente se asfixiaba, se desmayaba o simplemente dejaba de respirar. El olor era nauseabundo.

A veces el tren se detenía durante horas y los gritos se hacían insoportables. Yo permanecía junto a mamá, las largas horas de entrenamiento desde niña me habían enseñado a soportar el dolor. Existe una barrera del dolor, una vez atravesada puedes seguir tocando el piano hasta el día siguiente. A mamá le gustaba especialmente la Vokalise de Rachmaninov, me la pedía una y otra vez. Tanto era así que llegué a pensar que aquella nostálgica melodía le recordaba a un amor de juventud, alguien de la facultad. Sí, debió ser en una Budapest mágica, junto al Széchenyi lánchíd. Papá prefería a Scriabin y las sonatas de Beethoven. ¿Quién de los dos guardaría más secretos para sí? Las horas más felices transcurrían cuando sabía que los míos me oían ensayar. Nunca los veía, pero sentía su presencia detrás de la puerta. Como el sonido de un metrónomo que marca el pulso del mundo.

Cuando por fin llegamos era de noche. El tren se detuvo en una plataforma situada junto a unos gigantescos barracones. Hacía mucho frío. Los guardias tenían perros enormes que nos aterrorizaban.

A punta de palos nos llevaron a una sala grande, donde nos dieron un té. No tenía sabor pero estaba caliente.

Himmelweg, Himmelweg...! gritaban los guardias.

"¿El camino hacia el cielo?" decía mamá. "Nos van a asesinar esta misma noche, Papá y Elek les sirven como esclavos, quizá tengan suerte si aguantan unas semanas. No tengas miedo. Es mejor así. Se acerca el invierno, no podríamos sobrevivir en este lugar. Conociendo a los alemanes la muerte es el menor de los males. No les daremos el placer de convertirnos en espectros. No mendigaremos su clemencia".

Mamá fue la primera mujer húngara en obtener un doctorado en física. A pesar de ser judía y de todas dificultades que tuvo que superar. Jugaba al ajedrez como si fuera una profesional y nadie, por astuto y persuasivo que fuera, podía engañarla. Papá nunca tomaba una decisión en sus negocios sin poner el tema a su consideración. Ella siempre iba muchas jugadas por delante.

No tenía miedo. Estábamos juntas. Nos dio tiempo a recordar historias familiares cuando estábamos los cuatro juntos. Viajes, conciertos en Praga, la biblioteca central, el baile de fin de año en Viena, noches estrelladas, los chistes de papá que nos hacían morir de risa, la tía Sara y sus extrañísimas historias de amor, el tío Jan y sus experimentos, sus cuadernos de notas. Jan nunca se daba por vencido. Cuando las cosas iban mal o alguien le hacía daño decía "acabo de tener una experiencia que no considero tiempo perdido". Nunca dejaba de observar la vida, el mundo, sus pintorescos habitantes, profesionales del sufrimiento por delegación. Tío Jan había elaborado un enorme fichero de arquetipos emocionales, pero a la hora de pasearse por el mundo real no le resultaba de gran utilidad. Era un romántico incurable y tenía una habilidad fuera de lo común para atraer gente perturbada... Oy vey! Como fuera, contaba sus peripecias con una gracia enorme. No recordábamos un solo día en familia en que no nos riéramos a carcajadas.

Los guardias hicieron que nos desnudáramos. Allí había mujeres de todas las edades. Los hombres de lata se burlaban de las mujeres gruesas o entradas en años.

Nos sacaron de la sala a patadas. Mamá y yo íbamos de la mano. Soltaron los perros. Chillidos, llantos ahogados. Aquellos enormes pastores alemanes mordían a las mujeres rezagadas y los guardias gritaban como energúmenos.

Himmelweg, Himmelweg...!

Caminamos unos 200 metros por un sendero de tierra y piedras que ascendía. Himmelweg. Himmelweg. ¿Existirá otra vida? ¿Habrá música de Mahler en el cielo? ¿Volveré a ver a Marek?

Entramos en un recinto con duchas en el techo. Se cerraron las puertas. Se encendió una luz roja como de estudio de revelado de fotografías. Mamá me abrazó con fuerza y ya no me soltó.

Recuerda cuando papá te enseñó a andar en bicicleta. Era un día soleado en el lago. Te estrellaste contra un árbol gigantesco y te clavaste el manillar en el pecho pero tú no parabas de sonreír porque habías logrado mantener el equilibrio unos metros. Qué cara de felicidad tenías... Recuerda aquel día, el viento en el rostro, el calor. ¡Respira hondo! No tengas miedo a la muerte, querida, pronto todo habrá terminado.

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