A comienzos de 1943, Irina Mijáilova tenía 17 años. Junto a cientos de miles de compatriotas suyos combatió a las tropas nazis en Stalingrado, la batalla que supuso el punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial, aquella cuyos movimientos tácticos repasó Adolf Hitler en los últimos días del Reich, enterrado en vida en el búnker de la Cancillería. Convertido en un espectro irreconocible, el Führer nunca llegó a entender qué había hecho mal, cómo fue posible que perdiera de aquella manera. Que lo perdiera todo.
Irina hizo gala de un valor sin igual. Participó en la maniobra de tenaza del genial mariscal Zhúkov, héroe de la Unión Soviética, que aisló al Sexto Ejército de von Paulus y selló su destrucción definitiva.
Y con solo 17 años se batió en las calles de su ciudad natal hasta el mismísimo 2 de febrero en que las tropas alemanas se rindieron al Ejército Rojo.
En una filmación rusa de la época Irina aparece resplandeciente después de largos meses de destrucción brutal. Mira a la cámara con su rostro prematuramente curtido por el sufrimiento y declara: "estamos llorando todos, vitoreando y disparando al aire. Hemos organizado una especie de inmensos fuegos artificiales disparando todo tipo de cañones, pistolas, ametralladoras, bengalas, ¡hasta Katyushas...! No podemos parar de abrazarnos. Los supervivientes nos besamos y lloramos de alegría. ¡Sí, de alegría!".
Diez mil soldados alemanes permanecieron escondidos entre las ruinas tras la firma de la capitulación de su comandante en jefe. Hasta los primeros días de marzo de 1943 hubo disparos de los más fanáticos, solo SS y ningún aliado de los nazis.
El 14 de febrero por la noche Irina asistió a una proyección de cine con su batallón. Una bala de un desesperado francotirador le acertó en la espalda y puso fin a su breve y valerosa vida.
Irina Mijáilova murió para que millones vivieran. Yo soy uno de sus hijos. Uno más.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario