miércoles, 21 de marzo de 2018

Astor

El verano de 1981 fue maravilloso. Un verano de libertad y de experimentación, en compañía de amigos gloriosos e innolvidables.

Ya en Buenos Aires había escuchado Adiós, Nonino. En casa estaba el disco "fundacional". Pero fue en aquel verano cuando la música de Piazzolla me impactó profundamente.

No recuerdo cómo fue la cosa, pero un matrimonio amigo aterrizó en casa de mis padres. Se acababan de conocer, pero ya se habían hecho íntimos. Esa facilidad que da el exilio y los códigos compartidos. Se trataba de Teófilo Larriera y su compañera.

Con nombre de personaje de tango, Don Teófilo, que era bastante mayor que mi padre y había vivido toda clase de aventuras, me prestó un disco de Piazzolla.

Escuchate esto, pibe.

Y no pude parar de oírlo. Hasta hoy. Piazzolla es tango, es Buenos Aires, pero también es Béla Bartók, París, Nueva York, el mundo.

Alguien que universalizó una música que quería volar más allá, de la mano de un instrumento mágico y evocador. Bandoneón, hoy es noche de fandango.

Bandoneón,
¿Para qué nombrarla tanto?
¿No ves que está de olvido el corazón
y ella vuelve noche a noche como un canto
en las notas de tu llanto,
che, bandoneón...?

Actualmente, Piazzolla resulta incontestable, pero no siempre fue así.

He aquí una entrevista, tierna y sabrosa, realizada a Oscar López Ruiz, guitarrista del quinteto Nuevo Tango que compartió años de vida y trabajo con el músico.

Fue publicada en "Página 12" y la firma Cristian Vitale.

“Astor Piazzolla era un tipo único en todo sentido”

El guitarrista, que acompañó al autor de “Adiós, Nonino” durante veinticinco años, repasa en su libro cientos de anécdotas desopilantes con el bandoneonista como protagonistas, además de reafirmar su admiración por su música “cincuenta años adelantada”.

Por Cristian Vitale

Primer acto: Astor Piazzolla se levanta a las siete de la mañana, sale a caminar por Río Hondo (Santiago del Estero) y le alquila un mono bravito a un vendedor ambulante, luego va hacia el hotel y, sin dudar, lo arroja dentro de la habitación del pobre Elvino Vardaro. El violinista se despierta cuando el mono empieza a chillar hasta que ambos, el mono y Vardaro, se largan a correr por los pasillos. Tienen que venir los bomberos para llevarse al primate, porque nadie puede parar.

Segundo acto: Astor le pide a su guitarrista, Oscar López Ruiz, que le tenga el volante del auto mientras maneja por las rutas de Córdoba; saca un rifle de caza, asoma medio cuerpo por la ventanilla y le apunta a un ciclista que, del tremendo susto, va a parar a un zanjón en medio de la banquina.

Tercer acto: Astor opinaba que el director de orquesta Francisco Lauro era un farsante. Durante un baile de carnaval, ve un gato al lado suyo, lo agarra, lo mete en el estuche del bandoneón del tipo y cuando éste lo abre para guardar su instrumento, el gato le salta en la cara. Y casi lo desfigura...

¿Cómo se llama la obra? “Yo le quería poner algo así como ‘!Este tipo es un marciano!’”, confiesa López Ruiz, quien recrea tal cantera de anécdotas bizarras “y muchas más”, protagonizadas por uno de los genios que ha dado la música argentina, en un libro que finalmente no cumplió su deseo. Terminó saliendo bajo el nombre de Loco, loco, loco.

Justo tres locos. Uno, se intuye, porque había que estarlo para hacer semejante música. Otro loco, obvio, por la última frase de la balada y el tercero, va justo con la seguidilla de hechos desopilantes que López Ruiz cuenta en varias de las casi trescientas páginas del trabajo, cuya tercera edición acaba de publicar Gourmet Musical. “Le quité algunas cosas de la original y le agregué otras, pero en general el libro es el mismo. Podría contar millones de anécdotas más con Astor, pero no voy a hacerlo porque vamos todos presos”, se ríe. “Era un tipo bravo, un atorrante, con el que he tenido el enorme placer de tocar gran parte de mi vida. La primera vez que lo escuché fue tocando ‘Tres minutos con la realidad’, en radio El Mundo y, mamita, ¡me morí! Por eso digo que era un marciano”, se explaya López Ruiz, que reeditó el volumen tras veinte años de ausencia en las librerías. “Era un marciano porque es verdad que Piazzolla estaba cincuenta años adelantado al resto de los músicos. Tocando a su lado, me di cuenta de que, modestamente, estaba contribuyendo a una historia cultural nueva”, evoca el guitarrista, que –proveniente del universo de jazz de los ‘50– se incorporó al quinteto Nuevo Tango, que completaban el citado Vardaro en violín, Kicho Díaz en contrabajo y Jaime Gosis al piano. Y persistió junto al maestro, con ciertas idas y vueltas, durante veinticinco años, y en diferentes formaciones.

–Mucho tiempo estuvieron juntos. Es raro que no lo tuteara a Piazzolla. Al menos, cuando reproduce los diálogos en el libro lo trata de usted.

–Es que yo tenía 22, 23 años cuando arranqué con él, y en esa época los pibes no tuteábamos a nuestros mayores. Y él me llevaba diecisiete. Incluso Astor solía preguntarme por qué no lo tuteaba y le respondía que no tenía importancia. La cosa daba porque al principio éramos muy amigos, pero no me salía tutearlo, la verdad.

–¿Pese al tenor y la complicidad de las travesuras que cuenta?

–(Risas.) Qué loco Astor... era una dínamo. No podía quedarse quieto un segundo. Componía y tocaba todo el tiempo, pero además hacía todas esas bromas pesadas. Por suerte no se metía conmigo porque yo no me enojaba. ¿Cuál es la gracia de meterse con alguien que no se enoja? Pero tampoco se metía con los que le paraban el carro. No era zonzo. Con Antonio Agri, por ejemplo. Recuerdo que cuando el violinista entró al grupo, su padre, que era zapatero, le había hecho unos zapatos color tomate que eran un espanto. Entonces Astor me dijo “vamos a quemarle los zapatos a Antonio”... y por supuesto me prendí. Nos hicimos una capucha como los del Ku Klux Klan, nos metimos en su habitación, y cuando nos vio, le dijo a Astor “a mí no me haga ninguna de esas joditas que suele hacer usted, porque me vuelvo de inmediato a Rosario”. Se terminaron las jodas (risas).

–Vardaro también fue violinista de Piazzolla pero, por lo que narra usted, no tuvo ni la misma suerte ni la misma actitud que Agri.

–Pobre Vardarito, no, no tuvo la misma suerte que Agri, porque tenía otro carácter. Cuando yo entré, él ya estaba viejo y enfermo, y casi no tenía ganas de tocar. Yo, por mi juventud, era un pedante jodido, y él me tenía que bancar. Cuando Piazzolla le metió el monito en habitación casi me muero de risa en serio... ¡nadie podía sacarlo! Tuvieron que llamar a los bomberos, y la pinta de Vardaro, que era delgado, bajito y medio pelado, cuando salió corriendo de la habitación en calzoncillos y se paró en el pasillo sin entender nada, fue algo indescriptible. Igual que cuando le apuntaba con el arma a los ciclistas, en la ruta. Si lo hiciera hoy, iría en cana cincuenta años, seguro.

Y así, miles de bardos. De ahí que el subtítulo del libro sea 25 años de laburo y jodas conviviendo con un genio. De laburo, porque el guitarrista también memora sobre la admiración que surgía espontánea cada vez que Astor pisaba cualquier escenario del mundo, sobre todo por parte de grandes músicos como Stan Getz, Vinicius de Moraes o Milton Nascimento. “Los músicos se morían por él en todo el mundo. Yo lo vi y lo viví”, refrenda López Ruiz. También lo vio componer gemas universales y hasta alguna vez se encontró con la sorpresa de que el marplatense criado en Nueva York le pidiera consejos. “Una vez me llamó porque estaba escribiendo un arreglo para un concurso en Venezuela y todos los temas tenían que estar compuestos con el número 3... No sé, en 3 x 8, y así. Teníamos que grabarlo, entonces llegué a la casa, y me hizo revisar la partitura para ver si estaba bien. La verdad fue que me dio una vergüenza terrible... ¡cómo le iba a revisar yo un arreglo a Piazzolla! Pero como era para instrumentos de metal, para brass, lo hice, y por supuesto me pareció precioso el arreglo”, evoca.

Sobre los veinticinco años de joda también hay mucho más. Por caso, la que sigue en boca del testigo ideal: “Una vez, estando de gira, Astor me despertó bien temprano para ir a cazar. Fuimos. Llegamos. Le pegó un tiro a un lagarto en el medio de la frente, lo subió al baúl del auto lleno de sangre, lo limpió cuando llegamos a los bungalows donde parábamos en Villa Allende, y se lo puso al lado de la cama a Héctor de Rosas, cantante del quinteto. Eso fue de antología. De Rosas, que era bastante ingenuo, se encontró con ese animal frío al lado, en su cama, y escapó gritando como un loco”, se desternilla López Ruiz, ante otra de las secuencias inolvidables. “Esa fue Córdoba, donde pasó otra también de novela: estábamos buscando la casa que tenía Vardaro en un pueblo que se llamaba Las Rosas y, como ninguno de los dos tenía ni la más mínima idea de dónde quedaba, Astor sacó una carabina a las dos de la mañana y empezó a gritar “¡Varadarooo, Vardarooooo!”, mientras tiraba tiros al aire. Empezaron a sonar las sirenas, vino la cana... Bueno, fue un infierno eso”.

–Menos gracioso tal vez fue cuando Piazzolla se peleó con Troilo, porque éste había dicho en un reportaje que lo que hacía Astor no era tango.

–Fue terrible, sí. En el libro cuento que días antes el Gordo nos había ido a ver a Tucumán 676, y no solo nos pidió que tocáramos dos veces “Adiós Nonino” sino que había llorado de emoción con la versión que habíamos hecho de “Responso”. Astor no solo lo llamó al Gordo para putearlo sino que después, en un reportaje, le preguntaron si podía tocar como Troilo y él, que era terrible, respondió que sí. Que si le enyesaban un brazo y le rompían tres dedos, podía tocar igual que Pichuco. Bravo el tipo, tanto que por eso yo le digo Luzbelito en el libro. Igual, hay que decir que se querían y se respetaban mucho. El Gordo era impresionante y Astor solía decirme que había aprendido un montón con él.

–Otra instancia picante del libro es cuando habla de la cocaína que tomaban varios tangueros, entre ellos el mismo Troilo o el pianista Osvaldo Manzi.

–Es que Pichuco lo dijo en vivo y ante todo el mundo. Eso fue en 676, sí. Recuerdo patente cuando le dijo a Astor “Gato, no sabés lo que me pasó en el biorsi... Me estaba pegando un saque, entro un punto y me vio, y le entramos a dar juntos”. Lo dijo gritando, delante de todo el mundo. Cuando lo revelé, muchos tangueros se me vinieron encima para putearme, pero eso lo sabía hasta mi nieta. ¿Quién no sabía que el Gordo se daba con un fierro y que tomaba mucho? Vamos che, era vox populi.

López Ruiz roza los 80 años. Hace cincuenta que convive con la cantante Donna Caroll, su mujer, que está sentada y callada al lado suyo. “Yo no estoy. ¿eh?”, dice y repite. Pero está y de vez en cuando le recuerda algún dato a su compañero. Por ejemplo, haber conocido a la enfermera que atendió a Evita hasta el día de su muerte y cosas por el estilo. “A Astor le importaba un carajo la política”, asocia libremente el músico. “A él lo único que le interesaba era su obra, por ella se rompía el alma, se inmolaba. No hay nada más importante que eso. Los genios tienen una cosa mesiánica con su obra, es una misión que tienen que cumplir contra viento y marea. Y en el caso de Astor era terrible, cuando me integré al quinteto era una locura, porque la mayoría de los músicos de tango se le tiraban en contra, diciendo las cosas más absurdas sobre su música. Pero a él le encantaba”.

–¿Le gustaba que lo putearan?

–Sí, porque decía que esos giles lo estaban haciendo famoso en todo el mundo (risas). Nos pasaban cosas surrealistas, en este sentido. Una vez aparecimos tocando “Contrabajeando” en la plaza de Río Hondo, para el festival de cine, y yo dije “acá nos matan”. Sin embargo, la gente humilde, esto es algo que hay que resaltar, sabe cuando alguien es auténtico y eso lo respeta. No le gustará, pero lo respeta. A Astor, la gente de las clases bajas tal vez no lo entendía pero lo respetaban. Y lo de no entenderlo, tal vez tenga que ver en cierto sentido con que los genios ven una realidad que muchos no ven, ¿no? O la ven de otra forma. Retomando su pregunta, si, le encantaba tener tantos detractores y de vez en cuando tenía un poco de nafta para agrandar el lío.

–Como el gato en el estuche del Tano Lauro.

–¡¡¡Cuando el tipo lo abrió!!! El gato se le clavó en la cara y no se lo podía sacar. Increíble. Astor fue único en todo sentido.




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