El animal arrastra su cuerpo. Sabe que no le queda mucho, pero se resiste a entregarse sin luchar. Su cuerpo aniquilado, sus huesos roídos por la artrosis, el peso de la existencia. De mil horas felices.
Por las noches deambula en un lastimoso duermevela, él y yo. Camina muy lentamente, la mirada perdida intentando que la muerte pase de largo, que se olvide de él, que se olvide de mí.
Mi perro y yo, los dos solos, navegamos océanos de tiempo, rodamos por el valle, nos embarramos hasta el alma y ahora queda el final. La ceremonia del adiós.
Hay instantes en que sus ojos recuperan el brillo de siempre. Parece decirme: vamos, despierta, vámonos al monte, volvamos al mar, como aquel viaje a Armaçao corriendo como posesos por la playa o esa vez que nos perdimos en los Montes Universales y logramos escapar a una muerte segura. Volvamos a la isla.
Nadie es más veloz que su propio destino. Nadie, excepto mi querido, mi queridísimo perro.
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