Junto a mi guitarra, el reloj de mi abuelo es mi posesión más preciada. No es un reloj cualquiera: el viejo Minerva marca las horas a su aire. A veces minutos de más, a veces se queda corto. Con los años, caí en la cuenta de que era el resto del mundo el que medía mal el tiempo.
Las horas que se hacen largas son aquellas en que uno se encuentra perdido o rodeado de gente tan enferma de sí misma que resulta muchísimo mejor estar solo. Una cuestión de higiene mental. Aparta de mí ese cáliz.
En cambio, las horas compartidas con gente de mano tendida y corazón caliente, ahhhh... esas a veces pueden llegar a durar hasta 20 minutos o menos.
El reloj que me dejó mi abuelo sabe cómo marcar las horas. Si observo que el minutero renquea y aquello no avanza... soldado que huye, ¡sirve pa otra guerra, canejo! Che, aguantame un cachito que salgo a comprar cigarrillos y ahora vuelvo. Pero ¿no era que vos no fumabas? Sí y no. Si se trata de hacerse humo... Deme un paquete de Heisenberg's rubio, por favor.
Mi querido viejo conocía el viento, la tierra, el sonido del mar, el vodka, los amigos y las cosas más sencillas. Por eso me gusta dormirme al arrullo del tic tac de este reloj con el que hace décadas aprendí que existían las horas. Mucho más tarde descubriría la ausencia y que la gente más querida se queda a vivir en el recuerdo.
Más allá de mi guitarra y el reloj de mi abuelo no tengo nada más. Ni tengo, ni necesito.
sábado, 7 de septiembre de 2019
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