Cuando sales de la escuela náutica sabes muchas matemáticas, pero no te preparan para lo que te aguarda. Te confundes hasta con las banderas y haces cualquier cosa, poniendo a prueba la paciencia del capitán. En el mar no hay paredes, sino mamparos. No existen las cuerdas: se llaman estachas. Y tus compañeros son todo lo que tienes, así que ya puedes caerles bien por muy peculiar que seas. Hasta tu vida podría depender de su buena voluntad en una noche de mar gruesa.
Frío, calor, tormentas, vientos huracanados, calma chicha. Olas solitarias que barren la desolada cubierta. Meses hasta dar la vuelta al mundo y vuelta a empezar. Puertos oxidados, trifulcas, mujeres, promesas de retorno que nunca se cumplen. Palabras de amor gastadas, sin esperanza. Cuando volvamos a vernos...
Y la sensación única al separarse de tierra por primera vez. Soledades infinitas. Océanos que huelen a tabaco. La resignada certeza de que tu destino no le importa a nadie. Nadie te está esperando. Un silencio de camposanto, el estruendoso silencio del mar.
El alma del marino, plena de surcos donde habita el olvido. Mendigando amor en las tascas lisboetas donde anclaron todos nuestros barcos. De mares de azulejos y botellas vacías. Mapas del tesoro que no conducen a ningún sitio.
¿Acaso sabes quién te aguarda en Manila, en Luanda o San Petersburgo? Tú mismo, con distintas edades. Todos los puertos son uno y el mismo.
Sí. Sin ti la casa es un barco a la deriva, un enorme agujero por donde se cuela el viento.
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