Llaman a la puerta. Toca la revisión de la caldera. Un chaval joven, majo como las pesetas (o los euretes).
Le tengo que echar un cable porque mi caldera está instalada en un sitio de acceso complicado. Charlamos. Hablamos de coches (que no tenga coche no quiere decir que no me gusten). Oye, que tienes la caldera en perfectas condiciones. Pues mira qué bien. A ver... como que la atiendo yo. Se descojona.
Me pregunta por una dirección cercana. Le indico. Me dice que le quedan dos revisiones y pa casa. Ole, a descansar. Le ofrezco una cerveza. Es un tío legal.
A casa a sacar a mis perretes. ¿Qué tienes? Un lebrel irlandés y, como soy tonto, un galgo que encontré al borde de la carretera. Me cuenta que viene del extrarradio. Tiene pinta de haber visto cosas, de haberlas pasado también. Debe vivir con lo justo. "La empresa nos obliga a usar nuestro propio coche y pagar la gasolina".
"Nada... salía de trabajar y me encontré un cachorro de galgo al borde de la carretera. No lo pensé. Lo iban a atropellar. Hice una maniobra suicida... ¡casi me mato yo! Tendrías que ver, macho, el pobre lloraba como no he visto llorar a nadie, estaba fatal, temblaba de pies a cabeza... Ahora cada vez que llego a casa se me tira encima y me llena de besos y lametones. Está creciendo fuerte el tío..." y se le empañan los ojos. Es un toro de más de 600 kilos, tiene los brazos tatuados hasta en los codos -de los de "doyte una hostia y rómpote el focico"- y está llorando en mi cocina.
Ya está paseando a sus perros. De dónde procede la gente buena, qué vientos impulsan sus naves...
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