martes, 8 de septiembre de 2020

París, agosto del 44

Escribí este pequeño relato en homenaje a estos tíos de La Nueve. Después de toda la Guerra Civil aún tenían valor y nervio para enfrentarse a los nazis. Lo dicho. ¡Españoles! Está basado en algo que me sucedió en París a finales de los 80 (la amante contorsionista es real, no tengo tanta imaginación), regresando de un viaje por Alemania que fue uno de los más divertidos de toda mi vida. Era 14 de julio en París, la fiesta nacional.

París, agosto del 44

En agosto de 1944 logramos entrar en París por el oeste. Los nazis aún ocupaban la ciudad. Nuestra columna estaba compuesta por españoles supervivientes de la Guerra Civil. Nos tocó abrir camino entre las desordenadas barricadas que habían montado los estudiantes franceses.

Los españoles pensábamos que si contribuíamos a acabar con la bestia nazi, los aliados nos ayudarían a erradicar el régimen franquista de España y resurgiría la República. Así que nos esforzábamos por quedar bien corriendo riesgos innecesarios.

Lo de Franco y el compañero que conducía nuestro tanque... Manolo Ramírez, que había sido banderillero y, ocasionalmente, matón de sala de baile. Durante la guerra se batió el cobre en la Universitaria y combatió en la batalla de Guadalajara, la única victoria de la República.

Manolo era de esas personas que actúan como un talismán en situaciones límite. Se decía que las balas no podían tocarle. Hacía un derroche de valor extremo, como si la muerte no fuera con él. Daba igual: Manolo nos inspiraba. Ningún oficial podía hacerle sombra. Además, en Semana Santa cantaba saetas como Dios.

Tras tres días de combates en las calles los boches se rindieron. Los festejos comenzaron de inmediato. Nos traían botellas de vino, champagne, toda clase de viandas. Las mujeres nos besaban y nos llenaban de flores.

Y entonces te vi entre toda esa gente. Te vi desde el tanque, le grité a Manolo para que aminorara y corrí hacia ti como hipnotizado. Tú llevabas una falda roja y camisa blanca. Mi uniforme estaba impecable. Nos regalamos un abrazo de años y fuimos engullidos por la marea de la Concorde, que nos arrastró bailando Campos Elíseos arriba. Sonaba música de Glenn Miller y de Charles Trenet. Todo el mundo deliraba. Hasta el Arco de Triunfo nuestras bocas estuvieron sólidamente fundidas.

En Kléber nos refugiamos en un portal y subimos las escaleras. Las puertas de todos los apartamentos estaban abiertas de par en par. Desde el cuarto piso nos hicieron señas: “pasad, quedaos en casa. ¡Nosotros no hacemos preguntas...!” nos dijo un matrimonio de avanzada edad que nos besó, nos abrazó y nos condujo directamente a su dormitorio.

—¡Es vuestro!

Hicimos el amor durante toda la noche y el día siguiente, como solían hacer la Reina Ginebra y Sir Lancelot, malgré le Roi... El perfume de las viñas de París, la música y los gritos de la calle entraban por las ventanas. Cuando por fin nos dimos un respiro, te pregunté tu nombre pero tú te levantaste de un salto y, en una demostración de poderío físico, te pusiste a hacer el pino puente. ¡Después de semejante campaña nocturna...! Nos reímos hasta decir basta. Me olvidé del Ebro, de Brunete, del paso de los Pirineos. Curaste mi alma. Mi cuerpo ya no tenía heridas.

Me olvidé de ellas para siempre.

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