domingo, 23 de agosto de 2009

Retorno

El día en que Luis Gortázar mató a su padre no pudo mirarle a los ojos.
Habían pasado todo el día juntos. Comieron bacalao y patatas asadas con aceite de oliva. Pidieron el mejor vino de la carta y bebieron hasta hartarse.
Abandonaron el local con paso tímido, alcohólico, y buscaron el malecón que conducía al puerto. Cantaron y caminaron abrazados como cuando Luis era niño.
Compraron ron y salieron a navegar por la bahía. El día era perfecto. El viento quería llevarlos al océano. Entonces pensaron que era posible detener el reloj y volver a tripular los mismos barcos. El trapo desplegado y los palos crujiendo mientras volaban hacia el horizonte. Ambos sintieron la tierra rodar. La vida y la muerte hasta perder la línea de la costa. Siempre al oeste, donde da la vuelta el aire.
No dijeron nada.
El viejo lo miró de soslayo, cerró los ojos, aspiró el mar y ofreció el pecho al sol. Generosamente. Sin preguntas.
Cegado por un azar apenas comprensible, por un designio lúgubre y feroz, Luis sacó el arma que llevaba en el bolsillo y disparó hasta agotar el cargador. No dio para el tiro de gracia. No hubo ceremonia del adiós.
Con el tiempo llegó al borde del olvido. Quién era, qué pasó aquella tarde. Creó recuerdos que le permitieron dormir sin demasiados sobresaltos. Llegó a perdonarse incluso. A veces creyó entender.

Lo que nunca alcanzó a sospechar es que su forma de disparar, rápida, quirúrgica, metódica y decidida no le pertenecía. Ni la forma, ni el arma: cuarenta años antes la usó su padre para asesinar al suyo.

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