viernes, 28 de agosto de 2009

La frontera es el mar

Desde lo alto del Chiado se alcanza a contemplar una parte de la ciudad tal como debía ser en los años treinta. El verano lisboeta nada tiene que ver con los calores peninsulares tierra adentro: por las noches refresca considerablemente y, más que verano, el cuerpo ya anticipa el otoño, completando la sensación de tristeza que flota en ciertas rúas, en los muelles, en algunos cafés que se han detenido en el tiempo. Una ciudad de pérdidas, de saudades inmensas. De belleza infinita también.

Hay algo de mujer de redes salobres en la ciudad blanca, de sirena cuyos cantos es preciso oír bien amarrado al palo mayor. Una vez que te atrapa es para siempre, como los amores de verdad.

Lisboa nunca se recuperó del golpe que supuso el terremoto de 1755: el futuro del propio Portugal como potencia imperial quedó seriamente comprometido. De los 275.000 habitantes que por entonces tenía la capital lusa, se calcula que pereció un tercio o incluso algo más. No sólo fue un terremoto brutal -se estima que su intensidad estaría situada entre un 8 y un 9 de la escala de Richter- sino que fue seguido de un terrible tsunami -con la terrorífica y luctuosa retirada de las aguas del Tajo mar adentro y el posterior zarpazo destructor- y, por si esto fuera poco, una serie de pavorosos incendios que se prolongaron por espacio de una semana terminaron de rematar la faena.

Se piensa que el epicentro del terremoto estuvo situado a unos 200 kilómetros en dirección sur sur-oeste hacia el interior del Océano Atlántico. Aún así, los daños se sintieron en gran parte de la península ya que, por ejemplo, en Cádiz se registraron olas de hasta quince metros y en Huelva hubo más de 5.000 víctimas. El terremoto de Lisboa causó honda impresión en toda Europa. Fue objeto de análisis y reflexión por parte de los cerebros mejor amueblados de la época. Se trata de la vieja cuestión de la teodicea, la presunta "disculpa" de Dios por la existencia del mal, es decir, el esfuerzo humano de comprensión de la ausencia divina. En este sentido, pensadores como Leibniz, afirmaban que éste es "el mejor de los mundos posibles".

Voltaire, un verdadero cachondo de la Ilustración que puso totalmente en entredicho la noción de que para ser un genio intelectual hay que por fuerza ser plúmbeo –cuanto más plúmbeo, mejor– se sirvió de esta imagen del alemán para dibujar un personaje fundamental de su "Cándido" llevado al absurdo. El protagonista, cuyo carácter respondía perfectamente a su propio nombre, un ingenuo muy influenciable, saltaba de desgracia en desgracia por toda Europa de la mano de su mentor, Pangloss, convencido seguidor de Leibniz. Donde no los secuestraban, les robaban o los violaban. Nada... Pangloss seguía tan fresco como una lechuga, inasequible al desaliento e inculcando grandes dosis de optimismo a su pupilo. Finalmente, la alegre comitiva arriba a Lisboa en vísperas del terremoto y el filósofo leibniziano se consuela pensando que todo ocurre para bien ya que resulta indudable que vivimos en el mejor de los mundos posibles (Leibniz dixit). Obvio...

A finales de agosto de 1939, el mundo se preparaba para otro cataclismo: la guerra más mortífera que ha conocido la humanidad, el conflicto que acabó con los cándidos para siempre e hizo temblar los cimientos de la civilización. Un gigantesco tsunami que se llevó por delante las vidas de más de sesenta millones de personas e hizo que los intelectuales se preguntaran si después de Auschwitz cabía seguir escribiendo poesía. Esa última semana de agosto de hace ahora setenta años debió estar preñada de ominosos presagios, como el inesperado pacto de no agresión germano-soviético.


Los trabajadores de Occidente -los comunistas, los socialistas, se entiende- se habrán sentido traicionados en lo más hondo por Stalin quien, finalmente, se equivocaría de forma lamentable al calibrar la situación. Pensando que los nazis no abrirían un segundo frente hasta doblegar a Inglaterra, en 1941 los rusos vieron cómo la Wehrmacht invadía su territorio a sangre y fuego. El precio del error fue terrible.

En los cafés, en las calles de la vieja Olisipo de aquel mes de agosto de 1939 se debía mascar la tragedia. El gobierno de Salazar tuvo que hacer juegos malabares para salvaguardar la neutralidad de Portugal. Afecto a las potencias del Eje, probablemente temería a los victoriosos ejércitos de Franco y sus apetencias imperiales. Si quería seguir siendo independiente tenía que apostar a los dos bandos.

Otra vez se retiraron las aguas del Tajo y se llevaron a miles de desesperados que intentaban escapar de la Vieja Dama. Lisboa fue la auténtica "Casablanca" donde la vida y la muerte se jugaban a una sola carta. Historias de espías de uno y otro lado, comerciantes y marchantes de hombres que se enriquecieron vendiendo a tirios y a troyanos.

Las tardes de Lisboa tienen algo de fin del mundo, de lugar donde se acaban los mapas. De último tren a punto de dejar la estación, de oportunidad perdida, de Hércules abandonado a su suerte: huérfano para siempre. Como si tras el sol que cae suavemente sobre el océano una vez más cabalgaran, a lo lejos, los temidos, los terribles heraldos negros.

2 comentarios:

la stessa ma altra dijo...

hermoso escrito Martín, me lo imprimo... gracias...

Silvia Vega dijo...

Bella, cautivante Lisboa...