miércoles, 30 de junio de 2010

Paco siempre


Anoche fuimos a un concierto fabuloso. Un regalo de Laura por el que le estaré eternamente agradecido.

Paco de Lucía inauguró la temporada de conciertos de verano de la Villa de Madrid. En la Casa de Campo, escenario de mis andanzas de juventud, de fiestas locas y primeras armas.

La noche empezó cruzada porque jugaba la selección de España contra Portugal. El corazón dividido, sufriendo a partes iguales por nuestros queridos amigos de Lisboa, imaginándolos abatidos y queriendo abrazarlos.

A sabiendas de que Paco es futbolero, pensamos que atrasaría el comienzo de la actuación hasta la confirmación de la victoria española que, dicho sea de paso, ganó mucho con la inclusión de Llorente y en su progresión puede enfrentarse a Argentina. Pero no. El concierto empezó puntual, así que en compañía de otros rezagados tuvimos que correr por los pinares al encuentro de El Brujo. Porque Paco de Lucía se ha transformado en un brujo, un druida, alguien que está en contacto con la fuerza de los espíritus, que nos dice que más allá hay algo. Algo que él conoce y que conoce bien.

No existe un guitarrista como Paco de Lucía y probablemente nunca lo habrá. Son cosas que ocurren -si ocurren-, una vez cada cien años.

Tengo la impresión de que los años le han sentado especialmente bien a su música, más calmada, con más silencios y esperas en los fraseos. Más jonda, si cabe. No obstante, conserva esa digitación prodigiosa que lo ha hecho célebre en el mundo entero.

Y el ritmo. Paco de Lucía es ritmo en estado puro, esencial. Contratiempos y síncopas perfectas que mueven a bailar, que son puro baile. Quejíos únicos y escalas frigias imposibles, por caminos en donde no caben los dedos. Rasguidos que te dejan seco, detenido en el tiempo. Por rumba y por bulerías.

La sabiduría del de Algeciras también se demuestra en la administración de los tiempos. La salida a solo y la espera de más de treinta minutos para dar paso al resto de la banda.

Guiños a leyendas de mi juventud. Los tres guitarristas en San Francisco, el disco de guitarras más vendido de la historia. Ahí se ensarzaron con el Niño Josele en un recordatorio de los temas que tocaba con Larry Coryel y John MacLaughlin (y después Al di Meola).

Me gustó especialmente el mano a mano con el Piraña en la percusión. El cajón peruano -que ya es flamenco por obra y gracia de Paco también- fue un regalo de la noche.

Y la voz de terciopelo y ron de Duquende. El espíritu de Camarón flotando en el aire de Madrid.

A pesar de la técnica prodigiosa de Antonio Serrano a la armónica -indiscutible-, no estoy seguro de que ese color sea el más adecuado en la cocina de autor jonda. Me distrajo un poco y me recordó cosas de Toots Tielmans. El anticlímax ya fue cuando Serrano dejó momentáneamente la armónica y se puso a tocar un teclado que sonaba a rayos. Esa obsesión de algunos flamencos por tratar de hacer más accesible lo que no necesita explicación alguna. El alma prefiere que le hablen de frente. El único momento horribilis de la noche. Sobra.

Fiel a la tradición, Paco no habló. Constantemente interpelado por el público (estoy convencido de que la mitad de los que estábamos allí éramos guitarristas), sólo respondió en una ocasión:

-¡Paco...!- le grita uno.

-¿¡Qué?!- contestó el de Algeciras desde el escenario. Y eso fue todo.

La reina mora de la Morería. Noche mágica en los jardines de España, de una España eterna, única. De moros que suspiran por las calles de Córdoba. De gitanos que van a Sevilla a ver los toros. Reinos perdidos que han dejado un rastro de sonidos como cuchillos. Que aún cortan el aire.

A la guitarra, solo, como cuando era un niño prodigio y se comía el mundo, el Maestro. Incomparable, único, indescifrable. Paco de Lucía.

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