Cae agua con fuerza en las ruas de Lisboa. No es sitio para suicidas. Los inviernos de Olisipo requieren una considerable reserva de luz interior. Hasta las putas de Almirante Reis parecen más tristes. Hace años que han dejado de peinar muñecas con los ojos fijos en ninguna parte, la ciudad dormida se viste de arrabal y en cada verso pone su corazón. Livro do desassossego.
Hoy, después de un año atroz, te vi pasar... Me mordí pa no llamarte.
Adoquines cubiertos de una capa de verde furioso que amenaza trepar por las despintadas paredes. Como si el cielo se hubiera abierto de par en par, todos los dioses llorando al unísono. Sobre los chopos medio deshojados, sobre los campos talados, sobre el camposanto en el que yace inconsolable Michael Furey, llueve y llueve.
El sonido de las gotas como puños contra el cristal en esta madrugada lisboeta me ha traído el recuerdo de otras lluvias, de tierras lejanas. Mapas de tiempo. Bialet Massé, Finisterre, Buenos Aires, Barcelona, cuando otros muertos desconocían que el número de atardeceres estaba minuciosamente contado. Lo está para mí. Valiente Shylock es el Destino, ni un segundo más del tiempo acordado.
El inmortal Bertrand Russell coleccionaba ríos. Me quedo con la lluvia que se lleva la ira y el ruido que conforman el meollo de este fenómeno que damos en llamar "vida", que seguramente comenzó con una tormenta como esta.
Al principio fue el Caos. Después, también.
Una estación de autobuses. Despido a mis hijos tras el fin de semana. Aún viven con su madre. Alcanzo a ver la mano del más pequeño confundida en el cristal, la ñata contra el vidrio en un azul de frío. Llueve. Vuelvo andando a casa. Intento no llorar. Pienso en los jóvenes que iban a morir en la defensa de Madrid desfilando por estas mismas calles, brillando como monedas nuevas. Al encuentro del gallo oscuro, generosos. Camino durante horas. Fundido a negro.
El día que me fui, el pequeño me despidió desde la puerta verde del jardín que plantamos juntos preguntándome con una mirada agridulce "¿Adónde vas?" Me sonreía. Sus seis años pudieron con mis cuarenta y tres. No contesté. Me limité a no mirar atrás para no convertirme en estatua de sal yo también. Aún no lo sé, querido. Perdida la línea de costa, muchos más de cien días, continúo navegando. Ninguna señal de la tierra prometida.
No llovía. Los manzanos estaban en flor. Zeus había dejado de fumar, no le quedaban más narices.
En un mundo mínimamente ordenado, Odiseo debió quedarse con Calipso en la lujuriosa isla, pero como varón que era no sólo estaba marcado en la ingle con un fruto, sino que tenía una capacidad virtualmente infinita para ir al encuentro de problemas.
¿Cómo es posible que mi guitarra viva en el mismo mundo que uno que yo me sé y que conozco de oídas, que cree que se va a llevar al otro lado todas sus propiedades inmobiliarias y a mí me entra la risa, y que es la quintaesencia de la España más negra, vive en un casoplón repleto de aire y así que se conjuren todos los astros del Universo nunca llegará a ser nada mío? Un animal en vías de extinción. Una especie de eslabón perdido y vuelto a encontrar por error. Un jumento carpetovetónico de vuelo gallináceo, ni peludo, ni redondo, ni suave. Con el entrenamiento adecuado, es posible que alcance a articular alguna clase de sonido, presuntamente inteligible, de faringe parece que dispone y quizá podría dejar de engullir sus propias heces. Qué sabe nadie. Cosas más raras se han visto. La ciencia avanza que es una barbaridad.
Vivo atado al palo mayor, menos tu vientre, todo es confuso.
Años de lluvia y faros. De navegaciones. Sirenas, las justas.
sábado, 19 de febrero de 2011
La misma lluvia
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1 comentario:
Bello, bello, bello Martin; tu texto y tú
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