lunes, 19 de septiembre de 2011

Sergio

Sergio Kisielewsky es mi primo hermano. Durante los años que viví en Argentina fue más hermano que primo, aunque por la diferencia de edad siempre estaba en otra. Después nos separamos y él se volvió loco. O quizá ya lo estaba. O el que se volvió loco fui yo, vaya usted a saber. Qué es estar loco.

Cuando fui a Buenos Aires en 2009 no quise verlo. Me dolía. Siempre me he preguntado por qué razón esa ciudad es tan pródiga en enfermedades mentales. Debe ser alguna clase de experimento nuclear realizado en la época de los nazis huidos y acogidos por el General Perón. Algo salió mal y el suelo de Santa María del Buen Ayre quedó permanentemente electrificado. Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao. El Eternauta.

Sergio ha dedicado lo mejor de su vida a cagarse en la familia, tanto en la literatura como en la realidad. Una idea muy sugerente desde el punto de vista creativo si no te toca ser familiar suyo. Hace algunos años publicó un poema de mierda específicamente dedicado a mí (qué habré hecho yo para merecer tal honor) y a partir de ahí entró en la nada.

Anoche hubo comida familiar y me enteré de que a Sergio, en otro tiempo mi primo, mi hermano mayor a quien miraba con admiración (sobre todo miraba desde mi incipiente adolescencia a sus novias con admiración), lo han asaltado dos veces en las "seguras" calles de Buenos Aires. Parece que el segundo encuentro con la parca fue jodido.

Recordé quién fue en mi vida. Hace treinta años. Un pibe poeta con mucha pinta de poeta, el pelo largo, la mirada firme, la necesidad loca de quemar la vida cuanto antes, el desamor constante, la imposibilidad estructural de la felicidad. Le gustaba inventar palabras. "If", me decía en los colectivos y yo me reía. Volaba todo el tiempo. Jugaba al fútbol mucho mejor que yo. Yo heredaba su ropa y su bicicleta, mi tesoro de infancia junto con mi guitarra. Pudo haber muerto una y mil veces, ya que se exponía a todas horas en tiempos de hormigón armado. Creía en la Revolución. Incluso sigue creyendo después de la caída del muro de Berlín. Hay gente para todo. Fue al colegio de Sacco, el mismo al que fui yo siete años después: nunca coincidimos. Tiene una hija que se llama Laura, pará de una vez con las extrañas casualidades, que no conozco y que me dicen que baila el tango de maravilla.

Es un total desconocido, alguien recurrente y obsesivo (¿como yo?), escorpio (uf... otro más), solitario y medio sociópata (juro que estoy trabajando de firme para solucionar eso), anclado en un pasado que murió y no volverá, un hombre solo.

Ayer me enteré por casualidad de que a mi primo Sergio lo asaltaron y el hombre quedó jodido. Y sentí una puñalada en el hígado. Me acordé del viejo Manuel intentando sobrevivir como blanco en las calles turbias de Montevideo. Sentí ganas de abrazar a este demente -demente, defrese- familiar mío que allá lejos y hace tiempo se convirtió en un cuchillo oxidado. Una máquina averiada de hacer palabras.

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