por Víctor Barreira (El País)
“Cuando llegamos, los cuerpos estaban descompuestos, fue horrible”, recuerda por teléfono Mustafá Alhacen, un hombre impactado por haber formado parte del grupo de voluntarios y soldados del Ejército de Níger que anteayer halló en el desierto, a 10 kilómetros de la frontera meridional de Argelia, 92 cadáveres de inmigrantes. “Estaban esparcidos en un radio de 20 kilómetros, en pequeños grupos, a menudo debajo de árboles o bajo el sol. Algunas veces había madres abrazando a niños, pero otros niños estaban solos”. 52 niños, 33 mujeres y siete hombres habían muerto deshidratados, apenas habían recorrido 190 kilómetros en su camino hacia Europa y ni siquiera pudieron abandonar su país.
Las víctimas permanecían desaparecidas desde finales de septiembre, cuando partieron de la ciudad de Arlit, a 200 kilómetros de la frontera con Argelia, en dos camiones en dirección a Tamanrassett. Antes de cruzar la frontera, uno de los vehículos se averió y el grupo decidió enviar al otro de regreso a Arlit para conseguir piezas de recambio. La mala fortuna quiso que este sufriera otro problema mecánico antes de llegar a su destino. Los viajeros se disgregaron buscando una solución en el desierto. Un grupo de diez personas logró regresar a Arlit y dar la voz de alarma.
Las personas que perecieron víctimas del agotamiento y la falta de agua perseguían el mismo objetivo que los centenares de ahogados el mes pasado en las aguas del Mediterráneo en su intento por llegar a la isla italiana de Lampedusa: escapar de la miseria. En este caso no eran somalíes, sirios o eritreos. Eran nigerinos que trataban de escapar de las múltiples crisis que sufre su país. Un Estado de 17 millones de habitantes y 1.260.000 kilómetros cuadrados —más del doble de la superficie de España— que padece hambrunas, sequías, contaminación industrial y el azote del integrismo islamista.
Alrededor de 80.000 inmigrantes cruzan el desierto del Sáhara a través de Níger cada año, según los datos de la agencia de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios.
John Ging es el director de la agencia. “Estos emigrantes básicamente son económicos. Están buscando trabajo. Están tan empobrecidos que han de arriesgarse con estos viajes tan peligrosos”, afirmó ayer Ging en el programa de la BBC Newsday.
Serge Xavier Oga es un periodista que colabora con Cáritas en Arlit. Trata con la realidad diaria de una ciudad de paso en la ruta de la emigración entre los países del golfo de Guinea y las costas del sur de Europa. “Nigerianos, cameruneses, marfileños, congoleses... todos pasan por aquí. Y cada vez son más”, afirma. “Pero los que han aparecido en el desierto eran de aquí. Muchos dependen del campo y no hay cosechas. Probablemente querían ir a Lampedusa”.
La emigración desesperada regresa a una región que hasta hace unos meses afrontaba los desafíos de un proceso inverso. La Organización Internacional de las Migraciones (OIM) estima que el estallido de la guerra civil libia en 2011 expulsó a unos 100.000 inmigrantes nigerinos, que tuvieron que regresar a su país.
“La gran mayoría habían acudido al país árabe para mantener a sus familias a través del envío de remesas. En Libia trabajaban como mano de obra no cualificada en la agricultura y la construcción”, explica Abibatou Wane, representante de OIM en Níger.
De acuerdo con una evaluación llevada a cabo por la organización en 2011, muchos de los que regresaron lo hicieron sin dinero. “Es gente que está luchando por adaptarse a una sociedad que abandonó hace años, incluso décadas. Las circunstancias traumáticas de su salida de Libia también les han producido problemas psicológicos”, analiza Wane.
Además de la tragedia migratoria, el norte de Níger lidia con problemas medioambientales derivados de las minas de uranio a cielo abierto de la región. Níger es el quinto productor de uranio del mundo, el primero de África y posee el 5% de las reservas del planeta. Sin embargo, las oportunidades económicas que abre este recurso se cobran un alto precio en la salud de los más de 110.000 habitantes de Arlit.
Mustafá Alhacen, el testigo del horror en el desierto, es el responsable de Aghir IN Man, una pequeña ONG que se propone sensibilizar a los ciudadanos sobre los efectos nocivos del uranio. “Sufrimos enfermedades respiratorias, cáncer, malformaciones, etcétera”.
Sin embargo, las minas de Areva no han sido noticia recientemente por la contaminación sino por el terrorismo islamista. El pasado martes cuatro trabajadores franceses de la planta de Areva en Arlit fueron liberados tras más de tres años de secuestro a manos de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI).
Francisco Espinosa es teniente coronel de la Guardia Civil y máximo responsable de EUCAP, la misión de la Unión Europea en Níger encargada de entrenar a las fuerzas de seguridad locales. “La situación al norte de Agadez es de mucha inseguridad. Es una zona llena de bandidaje”, explica Espinosa.
Alhacen concluye: “Aquí no podemos vivir, el desierto nos impide salir y para quien logra cruzarlo solo ha pasado la primera parte de su viaje”.
“Cuando llegamos, los cuerpos estaban descompuestos, fue horrible”, recuerda por teléfono Mustafá Alhacen, un hombre impactado por haber formado parte del grupo de voluntarios y soldados del Ejército de Níger que anteayer halló en el desierto, a 10 kilómetros de la frontera meridional de Argelia, 92 cadáveres de inmigrantes. “Estaban esparcidos en un radio de 20 kilómetros, en pequeños grupos, a menudo debajo de árboles o bajo el sol. Algunas veces había madres abrazando a niños, pero otros niños estaban solos”. 52 niños, 33 mujeres y siete hombres habían muerto deshidratados, apenas habían recorrido 190 kilómetros en su camino hacia Europa y ni siquiera pudieron abandonar su país.
Las víctimas permanecían desaparecidas desde finales de septiembre, cuando partieron de la ciudad de Arlit, a 200 kilómetros de la frontera con Argelia, en dos camiones en dirección a Tamanrassett. Antes de cruzar la frontera, uno de los vehículos se averió y el grupo decidió enviar al otro de regreso a Arlit para conseguir piezas de recambio. La mala fortuna quiso que este sufriera otro problema mecánico antes de llegar a su destino. Los viajeros se disgregaron buscando una solución en el desierto. Un grupo de diez personas logró regresar a Arlit y dar la voz de alarma.
Las personas que perecieron víctimas del agotamiento y la falta de agua perseguían el mismo objetivo que los centenares de ahogados el mes pasado en las aguas del Mediterráneo en su intento por llegar a la isla italiana de Lampedusa: escapar de la miseria. En este caso no eran somalíes, sirios o eritreos. Eran nigerinos que trataban de escapar de las múltiples crisis que sufre su país. Un Estado de 17 millones de habitantes y 1.260.000 kilómetros cuadrados —más del doble de la superficie de España— que padece hambrunas, sequías, contaminación industrial y el azote del integrismo islamista.
Alrededor de 80.000 inmigrantes cruzan el desierto del Sáhara a través de Níger cada año, según los datos de la agencia de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios.
John Ging es el director de la agencia. “Estos emigrantes básicamente son económicos. Están buscando trabajo. Están tan empobrecidos que han de arriesgarse con estos viajes tan peligrosos”, afirmó ayer Ging en el programa de la BBC Newsday.
Serge Xavier Oga es un periodista que colabora con Cáritas en Arlit. Trata con la realidad diaria de una ciudad de paso en la ruta de la emigración entre los países del golfo de Guinea y las costas del sur de Europa. “Nigerianos, cameruneses, marfileños, congoleses... todos pasan por aquí. Y cada vez son más”, afirma. “Pero los que han aparecido en el desierto eran de aquí. Muchos dependen del campo y no hay cosechas. Probablemente querían ir a Lampedusa”.
La emigración desesperada regresa a una región que hasta hace unos meses afrontaba los desafíos de un proceso inverso. La Organización Internacional de las Migraciones (OIM) estima que el estallido de la guerra civil libia en 2011 expulsó a unos 100.000 inmigrantes nigerinos, que tuvieron que regresar a su país.
“La gran mayoría habían acudido al país árabe para mantener a sus familias a través del envío de remesas. En Libia trabajaban como mano de obra no cualificada en la agricultura y la construcción”, explica Abibatou Wane, representante de OIM en Níger.
De acuerdo con una evaluación llevada a cabo por la organización en 2011, muchos de los que regresaron lo hicieron sin dinero. “Es gente que está luchando por adaptarse a una sociedad que abandonó hace años, incluso décadas. Las circunstancias traumáticas de su salida de Libia también les han producido problemas psicológicos”, analiza Wane.
Además de la tragedia migratoria, el norte de Níger lidia con problemas medioambientales derivados de las minas de uranio a cielo abierto de la región. Níger es el quinto productor de uranio del mundo, el primero de África y posee el 5% de las reservas del planeta. Sin embargo, las oportunidades económicas que abre este recurso se cobran un alto precio en la salud de los más de 110.000 habitantes de Arlit.
Mustafá Alhacen, el testigo del horror en el desierto, es el responsable de Aghir IN Man, una pequeña ONG que se propone sensibilizar a los ciudadanos sobre los efectos nocivos del uranio. “Sufrimos enfermedades respiratorias, cáncer, malformaciones, etcétera”.
Sin embargo, las minas de Areva no han sido noticia recientemente por la contaminación sino por el terrorismo islamista. El pasado martes cuatro trabajadores franceses de la planta de Areva en Arlit fueron liberados tras más de tres años de secuestro a manos de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI).
Francisco Espinosa es teniente coronel de la Guardia Civil y máximo responsable de EUCAP, la misión de la Unión Europea en Níger encargada de entrenar a las fuerzas de seguridad locales. “La situación al norte de Agadez es de mucha inseguridad. Es una zona llena de bandidaje”, explica Espinosa.
Alhacen concluye: “Aquí no podemos vivir, el desierto nos impide salir y para quien logra cruzarlo solo ha pasado la primera parte de su viaje”.