miércoles, 9 de octubre de 2013

Valdez Ocho

Madrid estaba repleta de basura. Sus calles daban verdadero asco: el gran milagro de la derecha, gente de orden. A relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor. Tócate los cojones. Daba igual. Con crisis o sin crisis las terrazas estaban llenas a rebosar.
La única esperanza de Valdez era el doctor Leverbusch, que vivía en una gran casa junto al lago. Sabía perfectamente que el tal Leverbusch no dudaría en engañarlo a la más mínima oportunidad: lo llevaba escrito en el rostro. Pero tampoco tenía mejores opciones.
Además, esa noche Ana había dejado su correo electrónico abierto y Valdez pudo comprobar sin excesiva sorpresa que en los pasados seis meses se había acostado con una nutrida representación autonómica. Gallegos, vascos, andaluces, leoneses,  catalanes, mallorquines, canarios... como en el poema de Miguel Hernández. Ella era así. Había que tomarla o dejarla.
Anita estaba enferma de sexo. Cuando hacían el amor pegaba unos gritos que helaban la sangre pero nunca era suficiente.
Quería más. Siempre más. Con todos y con él también.
Las relaciones humanas son brutales y despiadadas. No existe el amor. Es una invención de los poetas borrachos y subalimentados pensó Valdez.
Garay y Pepe Medrano, el hombre que vivía por encima de las posibilidades de sus amigos, le estaban esperando en Plaza de España. El lugar estaba repleto de inmigrantes del este de Europa completamente desesperados, con lo puesto y literalmente tirados en las aceras. Un gran triunfo para la revolución. Toda la ciudad transmitía una sensación de catástrofe, con mendigos cada diez metros y bandas de nazis rapados que se entretenían apaleándolos y quemándolos con gasolina. La policía había dejado de existir. Sólo había seguridad privada para quien se la pudiera pagar. Todos los servicios públicos habían sido privatizados.
Llegaron a casa de Leverbusch cuando caía el sol. Salió a recibirlos un criado filipino y una jauría de dogos argentinos: el doctor estaba chapado a la antigua.
Tras una introducción que duró aproximadamente tres horas en las que Leverbusch disertó sobre sus impresionantes logros -según su personal criterio- en los dispares campos de la medicina, la ingeniería, el teatro, la química orgánica, la literatura, la música, las artes plásticas, las matemáticas y la informática, finalmente tomó la palabra Garay, un vasco con aspecto de sofá.
Doctor... todo eso está muy bien, pero ¿para qué nos llamó?
Leverbusch se molestó por esta interrupción: cuando hablaba de sí mismo entraba en trance.
Existe la posibilidad de ganar un buen dinero. Sin riesgos excesivos. Y he pensado que ustedes podrían estar interesados.
Bueno, doctor intervino Medrano —Siempre estamos abiertos a oír ofertas. Ya sabe cómo está la calle.
Leverbusch se levantó, salió de la habitación y regresó al cabo de unos minutos con una carpeta entre las manos. La abrió y sacó una serie de fotografías.
Elena Di Santo... ¿les dice algo ese nombre?
Los tres se miraron con cara de signo de interrogación.
Según refirió Leverbusch con su proverbial capacidad de síntesis, hacía algunos años la tal Elena vino de Buenos Aires junto con un ex policía federal del que se había enamorado. Durante algún tiempo se habló en los periódicos locales del policía, Roberto Andrade, porque había estado implicado en la desaparición de conocidos personajes de la cultura a comienzos de los años 80 y cuando acabó la dictadura en el 83, pasó a formar parte de la "mano de obra desocupada", encargándose de toda clase de asuntos turbios que solían terminar con un cuerpo en una zanja.
Elena era una prostituta bien parecida que operaba en la zona de Barrio Norte y Recoleta. Le gustaba vivir bien. En algún momento de comienzos de los 90 Andrade se cruzó en su camino. El caso es que acabaron siendo pareja. Cuando las cosas empezaron a ponerse feas para la gente que había participado en "el Proceso", decidieron emigrar a España.
Por los servicios prestados Andrade se trajo un buen dinero. Decidieron entonces darse la gran vida. Se alquilaron un casoplón en La Moraleja y compraron un par de coches de precio desorbitado. Viajaron por toda España y visitaron las principales capitales europeas. No se privaron de nada. Para conservar las apariencias de respetabilidad, montaron una tienda de delicatessen dedicada a un público de alto poder adquisitivo. Pero los problemas no tardaron en llegar: gastaban mucho más de lo que ingresaban y no tenían la menor idea de cómo llevar un negocio. Después de todo él era torturador de profesión y ella, una puta.
Cuando el dinero empezó a escasear y hubo que hacer frente a numerosas deudas, Elena le propuso a Andrade un negocio bien distinto. Ella seguía siendo una mujer atractiva. No tendría mayores dificultades para liarse con tipos de mediana edad con acceso a pasta en cantidad. Joyeros, personajes del sector inmobiliario, banqueros... los atraería hasta la casa de La Moraleja, les daría de beber, usaría todos sus encantos porteños, les haría el cuento de lo guapos que eran -hay que ser imbécil-, y se los llevaría al dormitorio principal. Hacia las cuatro de la mañana Andrade debía entrar en acción, haciendo el papel de marido cornudo que regresa a casa de improviso y se encuentra el pastel. Lo demás era pan comido: aterrorizar y extorsionar a la víctima, entrar en contacto con sus familiares y pedir un rescate. Eso hicieron, obligando al tipo a hablar con sus familiares y concertar los detalles del pago.
La cuestión es que montaron el negocio con el mismo cerebro que utilizaron para la tienda de delicatessen. O sea ningún cerebro. En cuanto atrajeron la primera mosca a casa no supieron qué hacer con la víctima. La idea inicial era sacarle todo cuanto pudieran y dejarlo libre, pero la víctima podía identificarlos, a los dos. Ante la duda, Andrade no se lo pensó dos veces y le pegó cuatro tiros con una 44 provista de silenciador que había traído de Buenos Aires. Luego intentaron trocear el cadáver en la bañera y, al no lograrlo, lo montaron en uno de sus coches de lujo y se dirigieron a la sierra de Madrid para enterrarlo en el quinto pino.
Inexplicablemente, esta fórmula les dio resultado unas cuantas veces. Hasta que Elena salió por error con un ex ejecutivo muy putero de la Sociedad de Autores, la SGAE. Repitieron la misma escena del marido burlado pero esta vez algo cambió. El ex empleado de la Sociedad se puso a llorar como un niño y les imploró por su vida, diciéndoles que si lo dejaban en libertad podrían acceder a una verdadera fortuna, fruto de los tejemanejes de años de saqueo de la entidad.
Como cabe imaginar, el tipo también desapareció. Con el tiempo, Andrade y Di Santo se volvieron descuidados. Algunos cadáveres más tarde fueron detenidos, juzgados y condenados, pero escaparon antes de cumplir un año de condena. Los dos casi de forma simultánea. Eso sólo se puede lograr untando a todo Dios.
Leverbusch finalizó su relato: "tengo motivos para pensar que están en España y están disfrutando del dinero de la SGAE".
Se hizo un espeso silencio. El tesoro de la SGAE. Eso sí que era un buen bocado.
                                            
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