Lo conocí cuando era inspector de la 44, en los años posteriores al golpe de Tejero. La época en que los socialistas arrasaron en las urnas.
Márquez era un hombre de la vieja guardia. Iba a misa todos los días y estaba horrorizado ante la posibilidad de que España sucumbiera a "la horda roja", como la solía denominar. No perdía ocasión de comentarlo.
Si bien al resto de los inspectores la política les interesaba poco y nada, Márquez era muy apreciado, sobre todo cuando se trataba de hacer trabajos de calle. De alguna manera, se había corrido la voz de que si la cosa se ponía fea y llovían los tiros, tenía una suerte especial y solía salir bien parado.
Una noche, entre copas de sol y sombra, me confesó su secreto: siempre que estaba de servicio llevaba una Biblia junto al corazón. Al principio no daba crédito, pero terminó por mostrarme el ejemplar de tapa dura que escondía en un amplio bolsillo interior.
No todo está en los libros. No me pregunten cómo, pero pude comprobarlo personalmente. La noche del 2 de septiembre del 88 nos encomendaron una misión complicada. Narcos gallegos que venían a cobrar una deuda en Madrid. Del tipo de encuentros que nadie quiere.
El barrio estaba muy oscuro, pero él iba tranquilo y he de confesar que su tranquilidad resultaba contagiosa.
En cuanto aparcamos nos recibieron a tiro limpio. Uno alcanzó a Márquez a la altura del corazón, pero el libro sagrado lo paró en seco. Estaba ileso. Examinamos el agujero y nos miramos un instante.
—¡Qué potra!— alcancé a decir.
Estoy absolutamente convencido, vamos, me juego el cuello: si dos noches más tarde Márquez hubiera tenido una Biblia junto a su cara, hoy seguiría cagándose en los socialistas.
domingo, 29 de diciembre de 2013
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