Descubro que llevo semanas sin escribir. Qué se yo... estas fechas de alegría oficial, la soledad, los años hijosdeunagranputa. Desde que empecé a escribir el blog no había pasado un mes completo sin apuntar nada. Bueno, ahora ya sí.
Y regresamos, pues. Como decía un nica loco que conocí en las selvas infinitas.
Para regresar, Luchi, que siempre vuelve. Tengo un recuerdo formidable de Luis Luchi, poeta porteño amigo de mi viejo, compañero de los años de plomo. De escasa estatura, bigote tanguero y caminar lento. Un corazón enorme. Excesivo. Esa clase de personas que siempre te hacen sentir bien.
Mi casa paterna era frecuentada por personajes variopintos que vivían fuera de la realidad (a saber qué carajo es la realidad...), la sonrisa pintada en la cara. Tipos pierna.
Luchi siempre estaba dispuesto a compartir sus últimos poemas. Yo era chico, pero lo admiraba y su presencia me conmovía. Viejo Luchi... ¡Luchín! como le decía mi viejo y lo abrazaba.
Luis vivía en Barcelona, más parecida a Buenos Aires que Madrid. Decía que al final de la rambla Colón señalaba Parque Chas. Recuerdo una noche muy lejana en que vino a cenar con Irene, su compañera, su puntal, que evitaba que aquel ser frágil se deshiciera en el aire. Como le ocurría a Celaya, a Onetti, a tantos otros.
Una mina que arrodilla mis arrestos de varón.
¿Cómo explicar la fragilidad de quien ha visto y ha soñado tanto día y noche?
Irene trabajaba en el hospital. Otra forma de negociar a diario con el dolor. En esa gente no había maldad. No tenían nada de tanto compartir.
—Venite a Barcelona...— me decía Irene. —En el hospital hay un médico que descubrió el tango y dejó la medicina... ¡se pasa las noches tocando el bandoneón en el cabaré! Mucho ojito con el gotán, pibe.
Entonces Luchi se levantó sin decir nada, fue a la cocina y trajo su cartera. Sacó un librito amarillo que se caía a trozos y me lo entregó como un tesoro: un cancionero de tangos de antes de la década infame. Con dibujitos.
—Me acompaña desde siempre. Es para vos...
Y aquí está el libro, conmigo. Sobrevivió a toda clase de separaciones —mi especialidad—, divorcios, barcos que se cruzan en la noche (más bien, colisionan), diferencias irreconciliables, caracteres improbables, quilombos de todos los colores, soledades, círculos hacia la nada.
Estás. Aquí está conmigo, ¡viejo poeta! Esa gente que, sin proponérselo, te marca para siempre, que no sabe que sus actos, sus palabras, se multiplican, crecen.
Como el cuadro que colgué en el salón de casa que, cuando mi hijo no está, es el salón más solitario del mundo. Pero está el cuadro que Pedro Gaeta —otro prócer maestro de vida, que nunca se casó porque "se debía al amor" (¡qué imagen para un gotán!) Me debo al amor...— le hizo a Luchi. Así que los dos me acompañan, aquí, en el culo del mundo. A veces repodrido de tanta soledad y a veces más contento que perro con dos colas. Lo mío es no estar. Estar siempre al revés de como estoy. Quién me entiende. Yo no, desde luego.
Barcelona. Verano de 1993.
Irene había fallecido, pobrecita. No llegué a tiempo de darle un abrazo. Yo había viajado para ver a Ribalta: un imbécil integral. Perdí el tiempo de lo lindo, pero justo antes de volver a Madrid me acerqué a ver a Luchi. ¿Dónde vivía? En el Nou de la Rambla, en medio de todo el quilombo, las putas, los malotes. Cómo no...
Lo llamé y le di un alegrón al viejo.—¡Venite, querido...! Me encantará verte. Y ahí me fui, con mi maleta llena de cosas raras.
Luis se había juntado con una escritora y traductora. Como referí, el piso estaba situado en el cogollo del conflicto permanente. Pero en su interior reinaba una extraña paz. Alicatada hasta el techo de libros. ¡Ediciones de Losada! Todas las ediciones de Losada... Qué bien me hacían sentir esos libros. Como en casa.
Una charla maravillosa sobre la vida, el arte, la literatura. El sacerdocio de la soledad, de los que aspiran a hablar con Dios.
Terminamos bebiendo ginebra en el Molino y, a pesar de mi reiterados ruegos, insistió en pagar la cuenta. Él, que vivía del aire. Sacó un billete de 2.000 pesetas y sentenció: de ninguna manera, sos mi invitado.
Los amigos del barrio en Buenos Aires mantienen viva su memoria. Los Garrido, el propio Gaeta, otros muchos. Esas cosas que pasan en mi país natal. Seguir viviendo para que otros vivan. Vivir para y de los amigos. Cortázar sabe de qué hablo.
¡Gracias por todo, viejo Luchi! Un abrazo enorme.
lunes, 1 de febrero de 2016
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Qué gusto leerte. Y qué hermoso deberse al amor. Echaba de menos encontrarte aquí de cuando en cuando.
Amar, amar, amar, amar siempre, con todo
el ser y con la tierra y con el cielo,
con lo claro del sol y lo oscuro del lodo:
Amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.
Y cuando la montaña de la vida
nos sea dura y larga y alta y llena de abismos,
Amar la inmensidad que es de amor encendida
¡y arder en la fusión de nuestros pechos mismos!
R. Darío.
Publicar un comentario