Llevaba meses planeando el viaje al Festival de Cosquín. La vida familiar me tenía harto. Trabajaba todo el día sin descanso y sin perspectivas. Apenas podía pagar los gastos... Cuando acaba el mes no quedaba nada y vuelta a empezar. Esa maldita incertidumbre, inventando en el aire.
Pero me encantaba el folklore. El viejo Atahualpa, la Negra, Falú, Zitarrosa. Las zambas, las milongas, ¡las chacareras…! eran mi refugio. El tango no sé… siempre con mala onda. Ese lamento de cornudo irredento.
Todo el año me lo pasaba pensando en el momento de agarrar el coche y salir a la ruta. En casa vivíamos todos apretados: los abuelos, los hijos, el perro. Aquello era un circo. Nos queríamos todos mucho pero, de vez en cuando, era inevitable que surgieran discusiones e intercambios de pareceres por medios no convencionales. La vida familiar, usted ya me entiende...
Los abuelos vivían en una parte más o menos independiente de la casa, pero sus discusiones se oían al detalle. Una pareja que aguanta tantos años se acostumbra a comunicarse de formas que, contempladas por un extraño, resultan inexplicables.
El viejo se levantaba todos los días a las 5:30 e iba a la fábrica, donde le esperaba un gigantesco telar y un ruido infernal. Así todos los días de todos los años, todo por un sueldo miserable. Que conservara la cordura y el autocontrol después de tantos años de machaque cotidiano resultaba más que notable.
Fogones que invitan a matear… Nunca pude adaptarme a la gran ciudad. Me voy nomás.
Siempre fui un tipo bastante metódico. Había revisado el coche –un Ford A del tiempo de Upa pero que rodaba que daba gloria verlo–, llevaba el equipo de mate (fundamental), unos cuantos sándwiches y un poco de matambre. A qué más.
La mañana era fresca y bien que temblaba el lucero del alba. Después de todo iba a escuchar zambas hasta decir basta.
Subí al viejo Ford, saqué el cebador, aceleré un par de veces como me había enseñado mi viejo y arranqué. Esperé que se calentara un poco el motor y, cual Fangio ciudadano, ¡rumbo a Córdoba! Allá vamos…
No había recorrido ni cincuenta metros cuando veo por el espejo retrovisor que el abuelo sale corriendo de casa a los gritos.
—¡Me voy con vos…! Esperame…
Aflojé la marcha y esperé que se subiera.
—Dale. ¡Arrancá…!— dijo el viejo.
Aquello resultó totalmente inesperado. Años de vida ordenada. Siempre en pareja a todos lados.
—Pero Don Leizer… ¿no le va a decir nada a la abuela?
—No. Arrancá te digo.
—Se va a preocupar...
—Mirá pibe… la vida está llena de interrupciones y desgracias. Vámonos de joda mientras podamos. ¡Prefiero discutir a la vuelta!
miércoles, 17 de febrero de 2016
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