miércoles, 28 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar XII - Frío

Solo la vi una vez. Todo ese misterio. Qué pasó, qué no pasó... ahora qué importa. Cosas de familia. Que yo sepa hay un sola foto, los dos, pequeños, debíamos tener cinco y tres. La abrazábamos. Un niño da sin proyectar: no hay después ni reproches. Tengo un recuerdo muy lejano de aquella tarde. Sin embargo, ha vuelto en esta madrugada extraña plena de premoniciones. Mirá vos. Los fantasmas, más reales que presuntos seres vivos. 

Apareció en casa, así sin más. Un cierto aire. Gestos. El árbol rebosaba mandarinas. El siguiente recuerdo, en una sucesión brutal sin paradas intermedias, es la noche de su muerte, uno o dos años después. Qué cosa tan vulgar la muerte. En seis horas podemos estar ahí, si querés. Hablan los mayores, los niños callan. No, no quiero. Dejalo estar. Bajo el emparrado, calor de enero. 

No sé quién era. No llegué a conocerla. Fue joven, soñó, quiso ser, se entregó. Amó y fue amada o simplemente se limitó a observar. Rozó el extraordinario vértigo de un amor que se acaba. Se sintió viva o tal vez solo orientó las velas. Deseó que alguien la llevara lejos. En vano esperó al viento. Por el mar, por el cielo. Y tú, todavía palpitas. 

Escuchó a Gardel cantando en directo por la radio, sí, seguro que era más de Gardel que de Magaldi. 

Tal vez fuera como yo, una persona solitaria, alguien con escasas habilidades sociales, después de todo era mi sangre. Cuarenta años de aquella tarde austral junto al mágico árbol de mandarinas y el sol rojo de otro cielo. Abrazarnos como si fuera costumbre, acariciarnos el pelo a mi hermano y a mí, chau querido, hasta pronto, comé todo, portate bien, hacele caso a mamá, qué linda sonrisa, no fue suficiente para evitar que se marchara sin decir adiós. Diego y yo corrimos tras ella, festejándola. Y la despedimos desde la esquina de casa. 

Sí, hasta la semana que viene, abuela.



lunes, 19 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar XI - Sobre mis hombros

Cuando salí de la cárcel regresé al pueblo. Me condenaron por haber defendido el honor de uno de los patriarcas de mi clan, así que no me enviaron al este del Edén. No me cerraron las puertas.

Al menos no del todo. Durante mi ausencia mi esposa no soportó la soledad. Me fue infiel. Me traicionó. Y eso en mi clan se paga con la muerte.

Así que cuando volví, el cuerpo y el alma repletos de heridas de las innumerables peleas que tuve que sostener para sobrevivir, los dos, ella y yo, éramos unos parias. El deshonor nos había alcanzado de lleno.

Ella por no haberme esperado, por haber sido débil. Yo por la insoportable vergüenza de haber sido engañado siendo un guerrero.

Según las leyes de mi gente, la ley que gobierna mi sangre, tendría que haber acabado con su vida. Los míos me afearon que no lo hiciera. "¿Has matado a cuchillo a decenas de hombres por honor y eres incapaz de acabar con una mujer que no pudo soportar tu ausencia? ¿qué clase de cobarde eres?".

Pero yo no podía hacer lo que me pedían. Amaba a mi esposa por encima de todas las cosas. No concebía la vida sin su existencia.

Ella no logró levantar cabeza: tal era el peso de la tristeza que caía sobre su alma. Terminó por enfermar gravemente. 

Una mujer joven, hermosa y radiante al borde de la muerte. Debía llevarla a la ciudad, a que la viera un médico, pero cuando los caminos se cerraron por las tormentas de nieve nadie nos ayudó. Nos dejaron solos, sabedores de que el hielo y la montaña acabarían con nosotros.

Invisibles a los ojos de los demás. La cargué sobre mis hombros. Ella no hablaba, no decía nada. Me pedía con la mirada que terminara con su dolor de animal herido. Pégame un tiro y acaba con mi agonía. Hazlo. Sálvate tú.

No sé de dónde saqué las fuerzas para llevarla en medio de la ventisca. Ciego de nieve y soledad, porque para uno de los míos no hay nada peor que ser despreciado por su clan. Un pueblo de guerreros que se rige por un código de honor anterior a Gengis Khan. El código de honor que barrió las estepas y asoló Europa cambiándola para siempre. Mis ojos orientales enmarcados en un rostro blanco. Que recreó la humanidad sobre sangres que se mezclan y se funden en otras sangres.

Ahí fuimos los dos. Lentos, torpes, cayéndonos en el hielo y la piedra una y otra vez. Avanzando a tientas. Ella aullaba de dolor.

La transporté más de setenta kilómetros a pulso por caminos infernales desollándome las manos. No sentía nada.

Poco a poco el silencio se convirtió en sonidos aislados. Siempre he creído que lo que no se dice no existe. Poco a poco, apoyándonos uno en el otro, salimos a la superficie. 

Hasta que una mañana, lejos de todo, notamos el sol en la espalda y el viento se detuvo en seco.

Esa sola palabra.



viernes, 16 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar X - Manuel y Concha

Manuel nació en un pueblo de Córdoba, en una familia de campesinos. Pobres hasta decir basta. Siempre estuvo fascinado con los aviones. Desde que vio "El águila solitaria" de Billy Wilder en un cine de Puente Genil se prometió que algún día sería piloto, piloto de su propio avión.

En los años cincuenta, en plena posguerra, aquello era poco menos que un delirio. Pero Manuel era testarudo y era un hombre de una pieza. Trabajó como una mula, como tres mulas, hasta que logró pagar la entrada de una avioneta Fiat, un resto de la Guerra Civil. Y aprendió a pilotarla solo. Todo lo hacía solo. Aprendió mecánica también. A ver... los pilotos de aquella época tenían que conocer su avión como la palma de su mano.

Manuel estaba enamorado de Concha, una niña bien de Montilla. El padre de Concha lo odiaba: odiaba a aquel pretendiente que no tenía más que sus sueños, una avioneta de la que debía la mayor parte y un ser torero y echao palante que no se podía aguantar. Lo habría aplastado como a una chinche... ¡a su niña, ese muerto de hambre! Lo habría aplastado DE HABER PODIDO, porque menudo era Manuel... mejor no enfadarle. Tenía puños de hierro y era fuerte como un campesino.

Así que él no podía pasar por casa de Concha para verla. Se las ingenió para coincidir con ella en sitios estratégicos del pueblo y quedaban a una determinada hora. Entonces Manuel pasaba con la avioneta jugándose el tipo y la saludaba. Como estaba un poco loco, cuando veía a su amor hacía piruetas que iban mucho más allá de su dominio del avión. Una de dos... o aprendía o se mataba. Pero estaba decidido a que ella cayera desmayada en sus brazos. Como Garcilaso de la Vega tomando una fortaleza. Poner las almenas en fuego o morir a hierro.

Andando el tiempo, Manuel compró otro avión, y luego otro, y otro más. Montó una empresa de fotografía aérea que fue pionera y única en España. Concha, Doña Concepción, nunca olvidó a aquel muchacho. Y Manuel logró su mano. Se casaron, tuvieron seis hijos y se hicieron millonarios. Millonarios de verdad.

Concha aprendió a pilotar también. Fue la primera mujer en pilotar en una empresa comercial española que no fuera aerolínea. Lo hizo para estar con Manuel. En el aire, en tierra, a todas horas. Como cuando Manuel pasaba en vuelo rasante por Montilla arriesgando la vida solo para saludarla. Y ella sentía que el corazón se le salía del pecho.

Doña Concepción se ocupaba de que Manuel pilotara como si estuviera en el salón de casa. De hecho... en una tormenta sobre Soria la puerta de Manuel se estropeó en pleno vuelo. Y a Concha se le ocurrió atrancarla con una pata de jamón. Es que a Manuel le pirraba el jamón. Coño, que estamos en España.

Manuel se fue antes que Concha. Y ya en el hospital, rodeado de todos sus hijos, que lo querían con locura -porque todo lo que tenía de valiente y alocado Manuel lo tenía de generoso y entregado-, ya no podía hablar.

No podía hablar porque ya se iba de esta vida. En presencia de toda su familia, Manuel hizo un último esfuerzo supremo con esa sonrisa de mozo aceitunado que salta a la plaza a torear sin saber, de espontáneo... estiró su mano derecha y miró a Concha con un cariño sobrenatural. Habían estado toda la vida juntos.

Señaló al cielo como diciendo "te espero allí, allí estaré lo que haga falta hasta que vengas"... ellos, que habían surcado juntos todos los cielos de España cuando volar era un arte.

Doña Concepción lo miró, sonrió y lloró por dentro. Lloró de alegría y de pena. Y se deshizo en besos como soles, de viento en vez de agua.



martes, 13 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar IX - Un soplo la vida

Corro por las calles de Buenos Aires. Voy a mi casa, en busca de no sé qué. El barrio está igual. Han reformado la fachada. Aún sobrevive el árbol que se colaba por la habitación de mis viejos. ¡Grande!

Si me sitúo en el Pasaje Los Andes mirando hacia Helguera tengo una visión de lo último que contemplé al irme. Hace treinta años.

Una tarde de verano subimos al coche del tío Santiago. Los abuelos se quedaron dentro, no quisieron, no pudieron salir a despedirnos. Su vida estaba hecha de adioses. De manos de niños que se sueltan en el bosque para no regresar jamás. De hundimientos. El arte de seguir viviendo.

Plomo ladraba y movía la cola. En su fuero interno pensó seguramente que nos íbamos al Planetario, que volveríamos esa misma noche. Que la abuela me colaría otra vez una porción de Mendicrim anunciándome que eran ¡duraznos con crema…! ¡duraznos con creeemaaa!. Una pionera del control mental. Qué se yo. Ese perro tenía un cráneo privilegiado.

Alguien me ve merodeando la casa. Sale una señora de generosas carnes.

—¿Qué se le ofrece?

—Disculpe. Yo vivía acá hace mucho tiempo.

Duda un instante.

—¿…vos sos el pintor?

—No —respondo— …soy el hijo del pintor. Caigo en la cuenta de que mi viejo tenía más o menos mi edad cuando dejaron definitivamente la casa. Ahora me parezco a él, aunque él tenía más éxito con las minas.

Me invita a entrar. Es como si nunca me hubiera ido. La escalera, el comedor, la habitación donde dormíamos mi hermano Diego y yo. En la casa hay objetos desvencijados que lentamente reconozco. Una estufa, un mueble. Con una pátina de tiempo como si hubieran sido rescatados del Titanic y el restaurador se hubiera ido de joda. Tal cual.

Las voces, las risas. El olor a tostadas recién hechas que subía por la escalera. Cuando Independiente tenía la mejor delantera del Universo, con Bertoni y Bochini. Dejate de joder, ¡eso era un equipo!

Salgo al patio escoltado por la dueña de casa. Ajá. Ahí está. La escalera que sube al tanque de agua y la terraza por donde llegábamos a las casas vecinas. Gloria de las tardes ferruginosas del verano porteño, cuando aún quedaban muchos días de enero por tachar para irnos al mar.

Le advierto a la señora que el tercer escalón contando desde arriba está flojo. Uso el tiempo presente. De 1977.

—Sí —me responde— sigue flojo. Sensación de haber caído en un agujero de gusano. Soy un pibe otra vez. Cierro los ojos y trepo al tanque. El vértigo, la adrenalina, los escalones que ceden… Se está bien en el techo.

Tengo que salir a la calle. El oxígeno escasea en el túnel del tiempo. Mi yo de trece años abre la puerta.

Venga compadre
Tomemos mucho
Porque a mi barrio
Tal vez yo no vuelva nunca.

La dueña de mi casa alcanza a decirme que está pensando en venderla para irse al sur. Y… ¿a usted no le interesaría…?

¿Por qué me habla de “usted” si soy un pibe? Qué rara es la gente.

Sí, claro. Acá tenés, cien pesos. Tomate un taxi. Bajá en la Estigia, hablá con Caronte, saludá de mi parte al espectro de Aquiles pies ligeros, el más valeroso de los Aqueos y decile a mis abuelos, Lázaro y Sofía y a mi perro que ya he vuelto a casa. Que no volveré a irme jamás. Que nunca los olvidé. Que los estoy esperando para la cena. Tenemos que hablar de tantas cosas…



lunes, 12 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar VIII - Memoria del beso

Madrid amanece nuevo hoy.

El tibio sol de otoño se enseñorea de los tejados. Camino lenta, pausadamente por el Paseo del Prado. Cibeles, Plaza de la Lealtad, el Museo de Museos, el Botánico con sus palpitantes colecciones de la España universal... 

Que recibas rosas cuando no hay rosas, deseo. Que tu vida sea una infinita travesía. De tu talle a mis manos, de mi barba a tu pelo.

En cada esquina atesoro un recuerdo en el que tú todavía no estás. Ha dejado de ser luz y aún no ha nacido memoria. De tanto soñar noche y día envejece el corazón...

Por eso, como un niño travieso, cruzo los dedos.



viernes, 9 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar VII - Almirante Reis

Recuerdo el café de Almirante Reis, esa parte oscura de Lisboa. Por las tardes íbamos a leer juntos. Nos sentábamos frente a frente y desplegábamos nuestros libros con delicada caligrafía oriental. Um galão. Uma xícara de chá preto

Había un camarero que nos tenía un cariño especial: hay que cuidar a esa pareja de enamorados tan jóvenes que devora libros y toma apuntes en libretas azules. Febrilmente. 

Se acercaba cada tanto y nos preguntaba con inusitada amabilidad si necesitábamos algo. Esa cortesía portuguesa hecha de silencios, de respeto.

Tú te hacías fuerte en las Odas elementales de Neruda y yo degustaba por segunda vez Los tres impostores de Arthur Machen. Recuerdo la sensación de quedarme varado con el protagonista en busca del Tiberio de oro, a diez kilómetros de Londres, regresando a la ciudad de madrugada. Las tres, la hora en que todos los fantasmas nos vienen a buscar. La hora en que los naufragios duelen más si cabe, perdida el ancla de un cuerpo aún joven. Demasiado lejos del puerto incierto de la medianoche, a siglos de distancia del amanecer. Una hora en que hasta Dios duerme y nada ni nadie podrá salvarte de la angustia de estar vivo.

Cierro los ojos y veo el resplandor de la ciudad. Lo veo ahora mismo. Nunca iríamos a Londres ni a Buenos Aires.

Vos, Isabel, mi querida novia, mi musa, estabas bella hasta el daño. No podía dejar de mirarte cada tanto. Y nuestro común amigo me tiraba guiños cómplices. "Um belo casal..." dijo con una media sonrisa. Um belo casal. Sí, eso éramos. Mirando la vida de frente.

Entonces no sabíamos nada de arenas ni de tiempo. Juntos, teníamos toda la vida por delante. Todo el mar.



jueves, 8 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar VI - Vuelos

El halcón vino a visitarme y me liberó de mi cárcel durante unos instantes. Cuando quise darme cuenta ya estaba lejos, muy lejos. Más allá de las onduladas colinas. Aún había café en mi taza cuando desapareció en el horizonte. Ya está allí, cuidándote. Contigo.

No sé hacia dónde mirar para sentir el mar. No hubo inviernos juntos. Olas de extraña belleza en las que gritabas mi nombre.

Nunca más he de poner tus almenas en fuego. No. A herbolar, leve, dulcemente tus sueños me condenó tu olvido.



martes, 6 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar V - Cuando regrese

De un vuelo sin destino un día me verás. Será dentro de mucho. En otro lugar. La costanera, la playa de San Clemente, las fogatas. No es una máquina de hacer pájaros pero vuela y nos dejará caer en un punto del río, el más ancho del mundo. Lo calcularon, lo decidieron así. Es mucho mejor que enterrarnos en algún lugar de la República, que es muy grande y rica. Hay dinero para todos. Pocos.

Nadie podrá encontrarnos jamás, pero no te preocupes mi amor: yo voy a volver.

Veo muchos pibes de origen judío en el vuelo. El que levantó la mano para que todo esto sucediera también lo es. Un tal Kissinger. Morirá tranquilo en su cama. Las dos puntas. Qué es el mal, el bien. Una prueba más de que los judíos son como el resto de la gente. Ni mejor ni peor.

Qué extraño, no. Soy el primero de la familia que se sube a un avión. Y es para no ir. ¿Te acordás cuando planeábamos ir juntos a Europa? A París, a Roma, a Madrid. De Lisboa mejor no hablar. No va a haber nadie esperándome en el aeropuerto, no estará Manuel y su Seat 132 verde oliva. No lo veré jugar al fútbol. No iremos de gira.

No salgas, no vayas. Mirá bien la calle al cruzar. Quedémonos acá.

Cómo quisiera decir algo que pudiera servirte. No hay una gran verdad, las últimas palabras. El misterio. No voy a envejecer, me iré así: intacto. Es más difícil vivir, créeme. Nunca logré verla venir hasta que se iba.

No me dará tiempo a escribir un libro sobre todo lo que no sé.

Pero me verás volver.



domingo, 4 de septiembre de 2022

Cartas de Ultramar IV - Canción de las viejas lunas

Muere la tarde sobre la playa desierta y las sombras buscan a tientas el abrigo de la bahía. El brillo del faro se adivina frío, mientras la tierra rueda infinita, con sus llantos y sus héroes, sonora, eterna, y los médanos suben y bajan.

El cielo vierte el sueño redentor y envuelve al solitario caminante que transita la delgada línea gris que separa lo que ha dejado de ser luz de lo que aún no ha nacido memoria.

Entonces se quiebra el pulso generoso de los azules que pugnan por regresar al amor de la lumbre, al abrazo de los lugares que sólo medraron en el alma del marino, a los campos infinitos donde comenzó a ser soñado el océano. Y las formas se suceden y los tiempos, y las voces y las ansias quedan atrapadas en las redes salobres, y un somnoliento arpón alienta canciones que nunca volveremos a oír.

Del mar al cielo, del cielo al mar...

Náufragos que pierden la cuenta de las olas y los puertos... ¡Cuántos trabajos, cuántos días! Qué diosa taimada trenza el camino de vuelta a casa, a los rostros de nuestros mayores, a los vientos propicios para navegar una y otra vez sobre los mares de azulejos de las tascas lisboetas donde anclaron todos nuestros barcos, y aún poderse asombrar con el viento, y aún perderse frente a la brumosa isla de Ténedos: ebrios para siempre del vinoso color de lo que puede ser.