Hubo un tiempo, ya muy, muy lejano, en que Francia era la luz del mundo. La revolución, la república, las libertades individuales, los derechos del hombre. También fue la cuna del racionalismo, un caldo de cultivo fundamental para el desarrollo de la ciencia y el pensamiento. Prefería la tinta de los sabios a la sangre de los mártires. El propio Napoleón fue un déspota egregio que terminó perdiendo el norte pero, en cuanto tensión humana, extendió la luz de la revolución a sitios que vivían en el neolítico. Basta leer sus comentarios a El Príncipe de Maquiavelo para comprobar que allí había un cerebro muy bien amueblado. A años luz de otras bestias pardas que alcanzaron el poder absoluto sobre cuerpos y almas.
Hasta los famosos Cien Días después de Elba parecen el argumento central de una novela de Tolstoi. Una ola de fervor sin límites.
Nombres universales en los más diversos campos del saber y las artes: Lavoisier, Laplace, Descartes, Pascal... y más recientemente Malraux, de Beauvoir, Sartre, Camus. Capaces de alcanzar las cumbres más altas. Un mundo en blanco y negro, Jean Gabin sabiendo que el amor es imposible en Le Quai des brumes, una película que te tritura. Una atmósfera poética y embriagadora. Renoir... Deine blauen Augen machen mich so sentimental... Cómo no.
Si Cádiz hubiera triunfado nuestro país habría dado un salto de gigante. Vive la République! Una España republicana desde comienzos del XIX nos habría permitido estar entre las primeras naciones del mundo.
Pero vivimos otra época. En los tabloides de esta semana, Francia es el lugar de origen de dos extrañas noticias. Al parecer, la imbecilidad comienza en los Pirineos. En dirección NORTE.
Que Tutatis, Taranis -sobre todo Taranis- y Esus nos cojan confesados...
Jean-Marie Le Pen: 'El Ébola puede solucionar el problema de la inmigración en tres meses'
Francia compra por error 2.000 vagones que no caben en sus estaciones
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viernes, 23 de mayo de 2014
domingo, 30 de diciembre de 2012
Cómo hacerse rico siendo artista
En cierta ocasión, siendo muy joven, conocí en una fiesta a un aspirante a pintor que tenía 6 o 7 años más que yo. Era monotemático y apasionado: él mismo se hacía y se contestaba las preguntas. Recuerdo que estudiaba en Barcelona e insistía en que, en un futuro muy cercano, ganaría mucho dinero vendiendo cuadros (naturalmente, de su autoría). Lo decía absolutamente convencido, como aquellas personas que tienen tan claro su camino que el resto de la humanidad decide apartarse a su paso, haciendo una suerte de pasillo de honor. Esas personas que saben adónde van.
Ya por entonces, el que suscribe suponía que para ganar dinero en este mundo convenía ser marchante de almas, engañar jubiladas o dedicarse a la compraventa de esclavos.
Lo siguiente que supe de aquella persona es que se había suicidado.
De Francia nos llega una literaria historia, digna de Simenon, precisamente de un pintor "de posibles"... Quizá la clave no estaba en los cuadros. Aunque no sólo pintar cuadros requiere "arte".
Publicado en El Mundo a partir de un original de Ariane Chemin publicado originalmente en Le Monde (artículo bien escrito por cierto, a pesar de algún error a la hora de datar ciertos periodos de la historia del arte).
----
Un par de zapatillas espera todavía silenciosamente, al pie de la cama. En la habitación de tres metros por cuatro, una mesa plegable hace las veces de mobiliario; dos abrigos y tres chaquetas están tirados aquí y allí. En el cuarto de baño, una placa eléctrica quedó al borde de la bañera, sin duda para hervir agua en ella. Allí fue hallado Alberto Rodríguez, el 19 de octubre, con un pijama gris de rayas, la cabeza sobre la almohada y los brazos caídos a un lado y a otro de su pequeña y estrecha cama. Más exactamente, así es como fue descubierta su momia, en el primer piso de una casa de ciudad, en uno de los barrios más bohemios del casco antiguo de Lille.
Con demasiada frecuencia, las personas mayores mueren solas y olvidadas. Pero Alberto Rodríguez es un caso muy poco común. Falleció hace al menos 15 años. El año 1997 es el que aparece escrito en las últimas cartas recibidas en el número 9 de la calle Saint-Jacques, como dan fe los sellos. Una de ellas fue enviada el 15 de enero de 1997 por la Tesorería de la Seguridad Social. Entre los prospectos, también se descubrió un recibo de la luz del 6 de febrero de 1997 y, fechado cuatro días más tarde, un correo de la caja de pensiones. Cuando los agentes de la unidad de edificios en amenaza de ruina entraron en la casa, hacía por lo menos 15 años que el anciano dormía en su habitación sarcófago.
A los vecinos empezaba a parecerles extraña esta vivienda siempre cerrada e invadida por telas de araña. Una casa de autor de 1880 de estilo art déco —una “casa Pagnerre”, como dicen los entendidos, en referencia al estilo de Gabriel Pagnerre, en el que se inspira el caserón— y firmada por un arquitecto local cuya construcción más notable fue el casino de Malo-les-Bains, en el norte. En el tercer piso, las palomas entran y salen por uno de los cristales que llevan años rotos, o por la vidriera deteriorada. “En verano, en mi terraza, me entraba miedo”, recuerda Elisabeth Chevanne, una abogada cuyo despacho en el número 7 de la calle Saint-Jacques está pegado a la casa. “Me decía: ‘esos pájaros son malos, se parecen a los de Hitchcock”.
Cuando finalmente los servicios del Ayuntamiento, alertados por la vecina abogada que se quejaba desde hacía 10 años de problemas de filtraciones, forzaron la puerta, nadie estaba totalmente seguro de que el esqueleto fuese el del “pintor-decorador-vidriero” de edificios que llegó al norte después de la guerra. En la cabecera de la cama se encontró una tarjeta de la Seguridad Social a nombre de Alberto Rodríguez, “nacido el 7 de agosto de 1921 en Santander, España”. El 5 de diciembre, los médicos forenses anunciaron por fin que “unas particularidades en la nariz” permitían afirmar “con una seguridad del 99,9%” que el esqueleto era efectivamente el del propietario del lugar: “La forma del seno” fue comparada con una radiografía del cráneo de Alberto Rodríguez encontrada en la casa, según el investigador.
Al conocerse la noticia, todo el barrio quedó sumido en el arrepentimiento, disertando sobre esas Administraciones inhumanas, capaces, como Hacienda, de hipotecar una casa sin enviar a un agente a comprobar si está efectivamente habitada. El agua se cortó en 1996 y la luz en 1997, y su cuenta bancaria se cerró en 1999, por falta de movimientos. Muchas personas han escrito en blogs sobre esta sociedad ciega capaz de olvidarse de un hombre durante 20 años en el centro de una de las ciudades más importantes de Francia. La noche en que se descubrió el cuerpo, como para expiar el olvido en el que había estado sumido el anciano, los transeúntes depositaron velas en el umbral de su puerta. Al otro lado de la manzana de casas, el sensible Camille Stopin, “ebanista de padres a hijos desde 1860”, se apuntó a Vecinos Solidarios.
En la habitación del difunto no se halló “ningún indicio de pelea o de allanamiento por la fuerza”, según el atestado policial. Solo, al pie de la cama, un barreño blanco, recubierto por un sedimento negro, hizo que planeara durante unas horas la sombra de un envenenamiento, antes de que se decidiera que el pintor de edificios debió de morir enfermo, vomitando.
En cualquier caso, la momia encierra otro misterio: Alberto Rodríguez era rico. Primero, porque la estrecha casa de tres pisos, en el centro de la ciudad, cerca de la iglesia de la Treille, es bien inmobiliario con gran valor. “En 1986, cuando compré, el barrio era un poco conflictivo”, recuerda la vecina abogada, instalada en un antiguo convento de “chicas arrepentidas”. Un burdel de la calle, Le Panier Fleuri, es ahora un palacete. Un poco más lejos, una librería ocupa el lugar de un antiguo prostíbulo. “Era el barrio de las casas de citas”, confirma Bernard Coussée, autor en 1993 de una pequeña historia de la prostitución de Lille, “y es probable que, sin ser un burdel, esta casa haya servido de lugar de encuentro”. Hoy en día, hace soñar.
El pintor español no solo tenía esta propiedad en la calle de Saint-Jacques, sino que poseía un pequeño parque inmobiliario. En un testamento ológrafo, Lucie Chanat, viuda de Emile Caron, casquero de profesión, lo convirtió en su heredero universal, lo que le otorgaba la famosa casa art déco; otra en la ciudad vieja de Lille, en el número 3 de la calle des Patiniers; un inmueble en Fives de 362 metros cuadrados, hoy ocupado por una caja de ahorros, y, quizá, “una herencia en la región parisina”.
Cuando falleció Lucie Chanat, el 11 de noviembre de 1971, el cortejo fúnebre llevó a la anciana de 90 años, viuda desde hacía cerca de 20, al panteón familiar, en el cementerio Este de Lille. La generosa legataria descansa allí con su madre y su marido, Emile Caron, bajo una cruz y una jardinera desvencijada. Nadie consideró oportuno grabar sobre el mármol rosa la fecha del fallecimiento de la benefactora: Lucie Chanat, 1881-19.
Casada a los 18 años, Lucie Chanat se quedó viuda a los 73. Alberto tenía entonces 33 años. ¿Qué relación entablaron estas dos personas para que esta misteriosa dama acabase por convertirlo en su único heredero? Los más románticos sueñan con una historia de amor. Una cofradía formada por dos genealogistas, los mejores sabuesos de la prensa local, unos notarios, la Embajada española y el grupo de apoyo judicial de Lille, se ha propuesto esclarecer el misterio del que llaman “Alberto”. Todos los documentos, ya sean del catastro, de arrendamientos, de escrituras de venta o expedientes médicos sirven para tratar de resolver el misterio del pintor español descrito por los vecinos como alguien “bien parecido”, pero no muy simpático, e incluso gruñón.
Un antiguo vecino llamó por teléfono a La Voix du Nord diciendo que recordaba que “trabajaba para comercios del barrio. Cuando había bebido un trago, todo iba bien, y se mostraba incluso jovial”. Veinte años más tarde, su vecina, la señora Chevanne, le describe de una forma mucho menos amable: “Veía a un hombrecillo que entraba y salía rayando con sus llaves las puertas de los coches que estaban mal aparcados delante de su casa. En mi opinión, no vivía ahí”. A unos números de allí, en el taller Leclercq, de “restauración de cuadros” se acuerdan de que un antiguo ebanista de la calle hablaba de un hombre salvaje con “una nariz grande”.
Se ha pedido a la ciudad de Santander que busque a algún familiar —con vistas a la herencia— de este pintor, hijo de Salustiano Rodríguez y de Concepción Martínez, que llegó a Francia el 4 de junio de 1948, a los 27 años, con un permiso de trabajo. Pero nada. Sin éxito. No hay ningún rastro del tal Alberto Rodríguez. “La partida de nacimiento ha podido quemarse”, suspira el genealogista sucesorio Pierre Kerlévéo, a quien apasiona el caso. “Aquel año, la ciudad vieja de Santander fue prácticamente destruida por un tornado, seguido de un incendio, que dejó a 22.000 personas sin techo”.
Sin embargo, el genealogista encontró un documento precioso: la escritura de venta de la casa Pagnerre preparada por un notario para el 30 de abril de 1991. Está claro que Alberto se disponía a desprenderse por 350.000 francos del número 9 de la calle Saint-Jacques. Pero, a las 11 de la mañana del día fijado para la firma, el pintor jubilado no se presenta ante el notario. La compradora, alemana, que había pedido un préstamo para la ocasión, le espera en vano.
¿Qué ha sido de la señora Lejeune-Wermer, una profesora nacida en 1943 que vivía en la calle del Pont-Neuf? Un detective trata de encontrarla al otro lado del Rin. Solo la señora Lejeune-Wermer podría explicar por qué se truncó la venta en 1991. ¿Había muerto Alberto unos días antes en su cama, vestido con su pijama gris? “Un personaje esquivo, una partida de nacimiento española que no se encuentra, una mujer casada a los 18 años y que lega su fortuna a un hombre 40 años más joven que ella, una escritura de venta destinada a una alemana... Nada es normal, y todo acaba por convertirse en extraordinario”, resume el especialista Pierre Kerlévéo quien, si pudiese, lanzaría un aviso de búsqueda y realizaría programas de telerrealidad en España, en Francia y en Alemania.
Continuará...
Ya por entonces, el que suscribe suponía que para ganar dinero en este mundo convenía ser marchante de almas, engañar jubiladas o dedicarse a la compraventa de esclavos.
Lo siguiente que supe de aquella persona es que se había suicidado.
De Francia nos llega una literaria historia, digna de Simenon, precisamente de un pintor "de posibles"... Quizá la clave no estaba en los cuadros. Aunque no sólo pintar cuadros requiere "arte".
Publicado en El Mundo a partir de un original de Ariane Chemin publicado originalmente en Le Monde (artículo bien escrito por cierto, a pesar de algún error a la hora de datar ciertos periodos de la historia del arte).
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Un par de zapatillas espera todavía silenciosamente, al pie de la cama. En la habitación de tres metros por cuatro, una mesa plegable hace las veces de mobiliario; dos abrigos y tres chaquetas están tirados aquí y allí. En el cuarto de baño, una placa eléctrica quedó al borde de la bañera, sin duda para hervir agua en ella. Allí fue hallado Alberto Rodríguez, el 19 de octubre, con un pijama gris de rayas, la cabeza sobre la almohada y los brazos caídos a un lado y a otro de su pequeña y estrecha cama. Más exactamente, así es como fue descubierta su momia, en el primer piso de una casa de ciudad, en uno de los barrios más bohemios del casco antiguo de Lille.
Con demasiada frecuencia, las personas mayores mueren solas y olvidadas. Pero Alberto Rodríguez es un caso muy poco común. Falleció hace al menos 15 años. El año 1997 es el que aparece escrito en las últimas cartas recibidas en el número 9 de la calle Saint-Jacques, como dan fe los sellos. Una de ellas fue enviada el 15 de enero de 1997 por la Tesorería de la Seguridad Social. Entre los prospectos, también se descubrió un recibo de la luz del 6 de febrero de 1997 y, fechado cuatro días más tarde, un correo de la caja de pensiones. Cuando los agentes de la unidad de edificios en amenaza de ruina entraron en la casa, hacía por lo menos 15 años que el anciano dormía en su habitación sarcófago.
A los vecinos empezaba a parecerles extraña esta vivienda siempre cerrada e invadida por telas de araña. Una casa de autor de 1880 de estilo art déco —una “casa Pagnerre”, como dicen los entendidos, en referencia al estilo de Gabriel Pagnerre, en el que se inspira el caserón— y firmada por un arquitecto local cuya construcción más notable fue el casino de Malo-les-Bains, en el norte. En el tercer piso, las palomas entran y salen por uno de los cristales que llevan años rotos, o por la vidriera deteriorada. “En verano, en mi terraza, me entraba miedo”, recuerda Elisabeth Chevanne, una abogada cuyo despacho en el número 7 de la calle Saint-Jacques está pegado a la casa. “Me decía: ‘esos pájaros son malos, se parecen a los de Hitchcock”.
Cuando finalmente los servicios del Ayuntamiento, alertados por la vecina abogada que se quejaba desde hacía 10 años de problemas de filtraciones, forzaron la puerta, nadie estaba totalmente seguro de que el esqueleto fuese el del “pintor-decorador-vidriero” de edificios que llegó al norte después de la guerra. En la cabecera de la cama se encontró una tarjeta de la Seguridad Social a nombre de Alberto Rodríguez, “nacido el 7 de agosto de 1921 en Santander, España”. El 5 de diciembre, los médicos forenses anunciaron por fin que “unas particularidades en la nariz” permitían afirmar “con una seguridad del 99,9%” que el esqueleto era efectivamente el del propietario del lugar: “La forma del seno” fue comparada con una radiografía del cráneo de Alberto Rodríguez encontrada en la casa, según el investigador.
Al conocerse la noticia, todo el barrio quedó sumido en el arrepentimiento, disertando sobre esas Administraciones inhumanas, capaces, como Hacienda, de hipotecar una casa sin enviar a un agente a comprobar si está efectivamente habitada. El agua se cortó en 1996 y la luz en 1997, y su cuenta bancaria se cerró en 1999, por falta de movimientos. Muchas personas han escrito en blogs sobre esta sociedad ciega capaz de olvidarse de un hombre durante 20 años en el centro de una de las ciudades más importantes de Francia. La noche en que se descubrió el cuerpo, como para expiar el olvido en el que había estado sumido el anciano, los transeúntes depositaron velas en el umbral de su puerta. Al otro lado de la manzana de casas, el sensible Camille Stopin, “ebanista de padres a hijos desde 1860”, se apuntó a Vecinos Solidarios.
En la habitación del difunto no se halló “ningún indicio de pelea o de allanamiento por la fuerza”, según el atestado policial. Solo, al pie de la cama, un barreño blanco, recubierto por un sedimento negro, hizo que planeara durante unas horas la sombra de un envenenamiento, antes de que se decidiera que el pintor de edificios debió de morir enfermo, vomitando.
En cualquier caso, la momia encierra otro misterio: Alberto Rodríguez era rico. Primero, porque la estrecha casa de tres pisos, en el centro de la ciudad, cerca de la iglesia de la Treille, es bien inmobiliario con gran valor. “En 1986, cuando compré, el barrio era un poco conflictivo”, recuerda la vecina abogada, instalada en un antiguo convento de “chicas arrepentidas”. Un burdel de la calle, Le Panier Fleuri, es ahora un palacete. Un poco más lejos, una librería ocupa el lugar de un antiguo prostíbulo. “Era el barrio de las casas de citas”, confirma Bernard Coussée, autor en 1993 de una pequeña historia de la prostitución de Lille, “y es probable que, sin ser un burdel, esta casa haya servido de lugar de encuentro”. Hoy en día, hace soñar.
El pintor español no solo tenía esta propiedad en la calle de Saint-Jacques, sino que poseía un pequeño parque inmobiliario. En un testamento ológrafo, Lucie Chanat, viuda de Emile Caron, casquero de profesión, lo convirtió en su heredero universal, lo que le otorgaba la famosa casa art déco; otra en la ciudad vieja de Lille, en el número 3 de la calle des Patiniers; un inmueble en Fives de 362 metros cuadrados, hoy ocupado por una caja de ahorros, y, quizá, “una herencia en la región parisina”.
Cuando falleció Lucie Chanat, el 11 de noviembre de 1971, el cortejo fúnebre llevó a la anciana de 90 años, viuda desde hacía cerca de 20, al panteón familiar, en el cementerio Este de Lille. La generosa legataria descansa allí con su madre y su marido, Emile Caron, bajo una cruz y una jardinera desvencijada. Nadie consideró oportuno grabar sobre el mármol rosa la fecha del fallecimiento de la benefactora: Lucie Chanat, 1881-19.
Casada a los 18 años, Lucie Chanat se quedó viuda a los 73. Alberto tenía entonces 33 años. ¿Qué relación entablaron estas dos personas para que esta misteriosa dama acabase por convertirlo en su único heredero? Los más románticos sueñan con una historia de amor. Una cofradía formada por dos genealogistas, los mejores sabuesos de la prensa local, unos notarios, la Embajada española y el grupo de apoyo judicial de Lille, se ha propuesto esclarecer el misterio del que llaman “Alberto”. Todos los documentos, ya sean del catastro, de arrendamientos, de escrituras de venta o expedientes médicos sirven para tratar de resolver el misterio del pintor español descrito por los vecinos como alguien “bien parecido”, pero no muy simpático, e incluso gruñón.
Un antiguo vecino llamó por teléfono a La Voix du Nord diciendo que recordaba que “trabajaba para comercios del barrio. Cuando había bebido un trago, todo iba bien, y se mostraba incluso jovial”. Veinte años más tarde, su vecina, la señora Chevanne, le describe de una forma mucho menos amable: “Veía a un hombrecillo que entraba y salía rayando con sus llaves las puertas de los coches que estaban mal aparcados delante de su casa. En mi opinión, no vivía ahí”. A unos números de allí, en el taller Leclercq, de “restauración de cuadros” se acuerdan de que un antiguo ebanista de la calle hablaba de un hombre salvaje con “una nariz grande”.
Se ha pedido a la ciudad de Santander que busque a algún familiar —con vistas a la herencia— de este pintor, hijo de Salustiano Rodríguez y de Concepción Martínez, que llegó a Francia el 4 de junio de 1948, a los 27 años, con un permiso de trabajo. Pero nada. Sin éxito. No hay ningún rastro del tal Alberto Rodríguez. “La partida de nacimiento ha podido quemarse”, suspira el genealogista sucesorio Pierre Kerlévéo, a quien apasiona el caso. “Aquel año, la ciudad vieja de Santander fue prácticamente destruida por un tornado, seguido de un incendio, que dejó a 22.000 personas sin techo”.
Sin embargo, el genealogista encontró un documento precioso: la escritura de venta de la casa Pagnerre preparada por un notario para el 30 de abril de 1991. Está claro que Alberto se disponía a desprenderse por 350.000 francos del número 9 de la calle Saint-Jacques. Pero, a las 11 de la mañana del día fijado para la firma, el pintor jubilado no se presenta ante el notario. La compradora, alemana, que había pedido un préstamo para la ocasión, le espera en vano.
¿Qué ha sido de la señora Lejeune-Wermer, una profesora nacida en 1943 que vivía en la calle del Pont-Neuf? Un detective trata de encontrarla al otro lado del Rin. Solo la señora Lejeune-Wermer podría explicar por qué se truncó la venta en 1991. ¿Había muerto Alberto unos días antes en su cama, vestido con su pijama gris? “Un personaje esquivo, una partida de nacimiento española que no se encuentra, una mujer casada a los 18 años y que lega su fortuna a un hombre 40 años más joven que ella, una escritura de venta destinada a una alemana... Nada es normal, y todo acaba por convertirse en extraordinario”, resume el especialista Pierre Kerlévéo quien, si pudiese, lanzaría un aviso de búsqueda y realizaría programas de telerrealidad en España, en Francia y en Alemania.
Continuará...
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martes, 19 de octubre de 2010
Francia es Francia

Corren vientos de cambio y de apretarse los cinturones. Pero eso no afecta a Díaz Ferrán, a los bancos o las generosas almas que habitan La Moraleja. ¿Cuánto apostamos que los bancos en medio de esta macrocrisis siguen ganando pasta a espuertas? Y sus ejecutivos, idem.
Para alguien que gana 15.000 al mes o veintipico mil como el esperpento de la Sgae o el controladorcito valiente de turno la crisis no es más que una brisa marina. A ellos qué puede afectarles la subida del IVA, la bajada de los sueldos o el estrangulamiento del crédito.
Un país que se permite tener a Díaz Ferrán como patrón de patrones obviamente es un cachondeo. ¡Un tío que se permite decir en público que de la crisis saldremos trabajando más y cobrando menos...! Precisamente ÉL, después de lo que ha ocurrido en sus empresas, en las que ha dejado a miles de personas en la calle y un tendal kilométrico de deudas. Y ahí sigue yendo a las reuniones y poniendo cara de póker. Insólito.
En el Infierno los constructores ya tienen reservado un adosado a su nombre. En Valdelucifer, naturalmente, esa villa con encanto. ¡Con el mismo diseño que los hizo multimillonarios! Qué ironia, ¿verdad? Lo que les ocurrirá dentro de esas casitas es secreto profesional del Averno, aunque la imaginación es libre. Probablemente, se les dará tanto como quitaron en vida. O algo más. Vete a saber tú por dónde se les dará, es que el diablo es tan pillo... Qué sabe nadie.
En Francia la gente es un poco menos pusilánime que en España. Es un hecho. Cuando a los franceses les tocan los huevos -1789, 1848, la Comuna, 1968, etc.-, salen a la calle a repartir, al igual que hacen los coreanos del sur, probablemente uno de los pueblos más valientes sobre la tierra. En España justo esa noche daban un partido por la tele, como hoy mismo, que juega el Madrid.
A los galos les quieren subir la edad de la jubilación a ¡62 años! Y se monta la de Dios es Cristo. A nosotros pronto nos la pondrán en 67 y luego en 70, 75 y lo que se tercie y aquí paz y después... gloria.
¿Qué hace falta para que las calles se enciendan, para que los jóvenes dejen de llorar porque no encuentran un trabajo a la medida de sus hipercualificados cerebros (ver el macrorreportaje recientemente publicado por El País denominado Pre-parados = de terror), para que la sociedad toda despierte y salga lo mejor que tiene España? ¿Que venga Mariano...? Pues hala Mariano, ven!
Mientras tanto, Vive la France cogno!

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miércoles, 25 de agosto de 2010
Sarko
Sarkozy, Monsieur Le Président de Francia, primera tierra en donde se gritó aquello de Libertad, Igualdad y Fraternidad, acaba de expulsar a gitanos rumanos que vivían hacinados en sus tierras feudales. Qué grande El Enano. Y qué valiente. Tampoco parece que nadie vaya a irritarse demasiado. Qué más da. Qué pena no tener a Himmler cerca. Qué bonito canta Carla Bruni, la Primera Dama, que era de tendencias izquierdistas pero ahora se deja llevar. Una nueva Conferencia de Wannsee, una nueva Solución Final. Quién sabe si caminamos hacia ella.
Hay que deshacerse de todos aquellos que afean el paisaje. Que sólo quede gente bien –a ser posible, blanca-, con buenos trabajos, con propiedades y con buenos puestos. Empresarios, si puede ser. Hay que eliminar a todos los que no tengan tarjeta de crédito. Gentuza. Chusma.
-¡Dicen que tienen hambre y están todos gordos!- afirma la señora Pituta Rebolengo de Reconchetinni cuando los descamisados toman Buenos Aires al asalto, cual zombies angurrientos, remontando el Riachuelo.
La niña se ha enamorado de un músico. Pobre, obvio. Hay que tocar a rebato en el Centro Social de la Urbanización. ¡Hay que cantar el himno de Ciudad Pijín! Convocar al Consejo Mundial Inmobiliario. Esto no va a quedar así, doña Eduvigis. Primero con un negro y ahora, un músico. ¿Qué hemos hecho mal?
Van dos por la calle. Uno es músico... y el otro tampoco tiene ni un puto duro.
En Francia hay un enano que usa zapatos con alzas para parecer más alto y acaba de fletar aviones para repatriar a los gitanos procedentes de Rumanía. Un triunfo de las políticas de integración y una firme apuesta por la educación. Se llama Sarkozy, un nombre bien francés, como Dupont, Guillaume o De la Rue. Cuidado, no lo vayan a expulsar a él también, ¡métèque…!
Los únicos que toman las armas en el frente de Madrid son septuagenarios idos que se lían a tiros por causa de incidentes de tráfico. ¡No pasarán!
Una época para recordar.
Hay que deshacerse de todos aquellos que afean el paisaje. Que sólo quede gente bien –a ser posible, blanca-, con buenos trabajos, con propiedades y con buenos puestos. Empresarios, si puede ser. Hay que eliminar a todos los que no tengan tarjeta de crédito. Gentuza. Chusma.
-¡Dicen que tienen hambre y están todos gordos!- afirma la señora Pituta Rebolengo de Reconchetinni cuando los descamisados toman Buenos Aires al asalto, cual zombies angurrientos, remontando el Riachuelo.
La niña se ha enamorado de un músico. Pobre, obvio. Hay que tocar a rebato en el Centro Social de la Urbanización. ¡Hay que cantar el himno de Ciudad Pijín! Convocar al Consejo Mundial Inmobiliario. Esto no va a quedar así, doña Eduvigis. Primero con un negro y ahora, un músico. ¿Qué hemos hecho mal?
Van dos por la calle. Uno es músico... y el otro tampoco tiene ni un puto duro.
En Francia hay un enano que usa zapatos con alzas para parecer más alto y acaba de fletar aviones para repatriar a los gitanos procedentes de Rumanía. Un triunfo de las políticas de integración y una firme apuesta por la educación. Se llama Sarkozy, un nombre bien francés, como Dupont, Guillaume o De la Rue. Cuidado, no lo vayan a expulsar a él también, ¡métèque…!
Los únicos que toman las armas en el frente de Madrid son septuagenarios idos que se lían a tiros por causa de incidentes de tráfico. ¡No pasarán!
Una época para recordar.
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