Recientemente, diversos medios de comunicación han publicado un cuadro estadístico en el que se reflejan las aportaciones porcentuales del PIB de diversos países situados en la cara luminosa del mundo al desarrollo de los países más pobres (datos de la OCDE y la FAO). Cabría analizarlas en su conjunto, pero entre todas las cifras, destaca especialmente la que corresponde a los Estados Unidos (0,13 por ciento) que, en términos relativos, se sitúa por debajo de economías como la portuguesa (0,27 por ciento), la española (0,26 por ciento) o la griega (0,21 por ciento) y a años luz de los países escandinavos (por encima del 0,83 por ciento, alcanzando en el caso de Dinamarca el 0,96 por ciento).
Este hecho se comenta por sí solo. No hay que darle más vueltas. Se ve que en las oficinas del gobierno del país más poderoso del mundo hace tiempo que han adoptado la versión anglosajona del compendio de sabiduría occidental que suele engalanar las paredes de nuestros ibéricos bares: ni doy, ni fío, ni presto... Bueno, presto sí (como gobierno ahí no me meto, son los grupos de inversión de todo Occidente los que prestan, yo no tengo nada que ver, por eso el tratamiento distinto y distante de las deudas de Turquía o de la Argentina son simples casualidades, las cuestiones geopolíticas no influyen en lo más mínimo), así luego cabe cobrar intereses que habrían escandalizado al propio Shylock. Incluso Al Capone tenía una cierta ética: el gángster consideraba que más allá del 16 por ciento se incurría en una amoralidad manifiesta. Eso era pasarse de la raya. Pero hay que cobrar las deudas. A costa de lo que sea. ¿A quién le importa que la gente se cague -contradictoria y literalmente- de hambre? Si se les dio, tienen que pagar. Y con intereses. Hay que respetar las reglas del juego. Dinero llama a dinero. Hay que salvaguardar el statu quo. A mí que no me cuenten historias, las cuentas tienen que cuadrar. El sistema debe crecer. La gente tiene que espabilar. El que no trabaja no come. La suerte es para el que la busca. Si el gobierno de un país bananero se ha quedado con todo el dinero, que la gente se levante en armas y haga su propia revolución, como ya hizo el pueblo americano en 1776 contra el poder colonial. Vaya, revolución no. A ver si luego se engolosinan y quieren más. Mejor que evolucionen y se incorporen al mercado en calidad de consumidores con paso firme. Así podemos dar salida a todos nuestros productos de tercera clase.
Mientras El Vaticano se detiene a contemplar problemas teológicos de otro sistema solar, Jon Sobrino, jesuita superviviente de una terrible matanza en El Salvador, héroe tranquilo de nuestro tiempo, clama con voz poderosa y clarividente ante el fracaso del proyecto de Dios en la tierra. ¿Cuál es el sentido de la evolución socioeconómica mundial de estos últimos treinta años, en donde el número de pobres de solemnidad por cada rico aumenta de forma alarmante? La pobreza sangrante en un mundo en el que la ciencia y la tecnología acumulan conocimientos y técnicas más que suficientes para lograr un precario pero posible equilibrio planetario...
Volviendo a nuestras estadísticas, surge una terrible duda. ¿Acaso se incluyen en este 0,13 por ciento con que el país number one del mundo ayuda a los miserables, aportaciones tales a la historia de la humanidad como los expeditivos sistemas de planificación familiar para pieles rojas; la utilización de armamento atómico contra población civil desarmada no una, sino dos veces; los programas de deforestación (vegetal y humana) mediante el uso de napalm y el temido agente naranja; la permanente ayuda -no me dé usted esa mano, mejor quítemela de encima- a los países que ocupan su patio trasero iberoamericano, apoyando históricamente toda clase de regímenes dictatoriales, a cuál más sanguinario e innovador en materia de detención ilegal, tortura y desaparición de seres humanos; la utilización hasta la saciedad de su derecho a veto en la ONU con un doble rasero que clama al cielo, bombardeando a todo insensato que no comulgue con la pax americana; la colonización mundial a través de sus multinacionales del parque temático, las cadenas de comida basura que no se serviría ni a la peor de las suegras, la música para ascensores cromados y el cine lobotomizante; el generoso ofrecimiento de puestos de trabajo subpagados en el servicio doméstico a los entusiastas y simpáticos hispanos de piel canela, siempre tan majos; sus inadmisibles niveles de consumo que les lleva a trocar sangre por petróleo y su consecuente y solidaria contribución desaforada a la contaminación del planeta; su altruista comportamiento en temas como el SIDA en los países del tercer mundo y el papel de las grandes firmas farmacéuticas o el endeudamiento del estado (de los otros estados, lógicamente); su celoso cuidado de su propia población, universalizando la sanidad pública para "todos" -si no tienes pasta, estudia medicina y cura te ipsum: además de pobres, vagos- y facilitando a cualquier hijo de vecino el acceso a la educación más exquisita, en una universidad baratita, claro, al tiempo que permite la venta de armas de fuego con las que defender el territorio americano de ataques de alienígenas from outer space y, de paso, arreglar cuentas personales pendientes -más terrenales- sin tanto papeleo; su ridículo e infantil maniqueísmo de cómic que raya lo aberrante, etc., etc...? Porque de ser así, el porcentaje con que el amigo americano nos ayuda a todos -no sólo a los países en desarrollo- resultaría mucho más abultado que el paupérrimo y vergonzante 0,13 por ciento reflejado en la tabla de la OCDE.
Visto lo visto, ¿cómo es posible que haya seres en este planeta que se hayan quedado con el careto del gobierno americano? ¿Cómo puede ser que haya tantos ingratos, en tantas partes y a todas horas? Obviamente, esto es cosa de Lex Luthor, el acérrimo archienemigo de Superman, gloria y ornato del extinto Krypton. Ya se la tenía jurada desde los tiempos de Smallville.
Nunca, nunca se ponderará suficientemente a qué extremos de odio irracional contra la humanidad -la fetén, se sobreentiende- puede conducir una calvicie prematura como la del malvado Lex, quién sabe si causada por una sobredosis letal de comida basura. Menos mal que, además de quedarnos Portugal, polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga de nuevo... Decidido de una vez por todas a forjar una unidad de destino en lo universal, firmemente amarrado a lomos del fiel Babieca, a galopar, a galopar, empuñando en la diestra la temible Tizona, azote de infieles, y jurando a voz en grito desde el más allá, vive Dios, en ¡espinglis!
Este hecho se comenta por sí solo. No hay que darle más vueltas. Se ve que en las oficinas del gobierno del país más poderoso del mundo hace tiempo que han adoptado la versión anglosajona del compendio de sabiduría occidental que suele engalanar las paredes de nuestros ibéricos bares: ni doy, ni fío, ni presto... Bueno, presto sí (como gobierno ahí no me meto, son los grupos de inversión de todo Occidente los que prestan, yo no tengo nada que ver, por eso el tratamiento distinto y distante de las deudas de Turquía o de la Argentina son simples casualidades, las cuestiones geopolíticas no influyen en lo más mínimo), así luego cabe cobrar intereses que habrían escandalizado al propio Shylock. Incluso Al Capone tenía una cierta ética: el gángster consideraba que más allá del 16 por ciento se incurría en una amoralidad manifiesta. Eso era pasarse de la raya. Pero hay que cobrar las deudas. A costa de lo que sea. ¿A quién le importa que la gente se cague -contradictoria y literalmente- de hambre? Si se les dio, tienen que pagar. Y con intereses. Hay que respetar las reglas del juego. Dinero llama a dinero. Hay que salvaguardar el statu quo. A mí que no me cuenten historias, las cuentas tienen que cuadrar. El sistema debe crecer. La gente tiene que espabilar. El que no trabaja no come. La suerte es para el que la busca. Si el gobierno de un país bananero se ha quedado con todo el dinero, que la gente se levante en armas y haga su propia revolución, como ya hizo el pueblo americano en 1776 contra el poder colonial. Vaya, revolución no. A ver si luego se engolosinan y quieren más. Mejor que evolucionen y se incorporen al mercado en calidad de consumidores con paso firme. Así podemos dar salida a todos nuestros productos de tercera clase.
Mientras El Vaticano se detiene a contemplar problemas teológicos de otro sistema solar, Jon Sobrino, jesuita superviviente de una terrible matanza en El Salvador, héroe tranquilo de nuestro tiempo, clama con voz poderosa y clarividente ante el fracaso del proyecto de Dios en la tierra. ¿Cuál es el sentido de la evolución socioeconómica mundial de estos últimos treinta años, en donde el número de pobres de solemnidad por cada rico aumenta de forma alarmante? La pobreza sangrante en un mundo en el que la ciencia y la tecnología acumulan conocimientos y técnicas más que suficientes para lograr un precario pero posible equilibrio planetario...
Volviendo a nuestras estadísticas, surge una terrible duda. ¿Acaso se incluyen en este 0,13 por ciento con que el país number one del mundo ayuda a los miserables, aportaciones tales a la historia de la humanidad como los expeditivos sistemas de planificación familiar para pieles rojas; la utilización de armamento atómico contra población civil desarmada no una, sino dos veces; los programas de deforestación (vegetal y humana) mediante el uso de napalm y el temido agente naranja; la permanente ayuda -no me dé usted esa mano, mejor quítemela de encima- a los países que ocupan su patio trasero iberoamericano, apoyando históricamente toda clase de regímenes dictatoriales, a cuál más sanguinario e innovador en materia de detención ilegal, tortura y desaparición de seres humanos; la utilización hasta la saciedad de su derecho a veto en la ONU con un doble rasero que clama al cielo, bombardeando a todo insensato que no comulgue con la pax americana; la colonización mundial a través de sus multinacionales del parque temático, las cadenas de comida basura que no se serviría ni a la peor de las suegras, la música para ascensores cromados y el cine lobotomizante; el generoso ofrecimiento de puestos de trabajo subpagados en el servicio doméstico a los entusiastas y simpáticos hispanos de piel canela, siempre tan majos; sus inadmisibles niveles de consumo que les lleva a trocar sangre por petróleo y su consecuente y solidaria contribución desaforada a la contaminación del planeta; su altruista comportamiento en temas como el SIDA en los países del tercer mundo y el papel de las grandes firmas farmacéuticas o el endeudamiento del estado (de los otros estados, lógicamente); su celoso cuidado de su propia población, universalizando la sanidad pública para "todos" -si no tienes pasta, estudia medicina y cura te ipsum: además de pobres, vagos- y facilitando a cualquier hijo de vecino el acceso a la educación más exquisita, en una universidad baratita, claro, al tiempo que permite la venta de armas de fuego con las que defender el territorio americano de ataques de alienígenas from outer space y, de paso, arreglar cuentas personales pendientes -más terrenales- sin tanto papeleo; su ridículo e infantil maniqueísmo de cómic que raya lo aberrante, etc., etc...? Porque de ser así, el porcentaje con que el amigo americano nos ayuda a todos -no sólo a los países en desarrollo- resultaría mucho más abultado que el paupérrimo y vergonzante 0,13 por ciento reflejado en la tabla de la OCDE.
Visto lo visto, ¿cómo es posible que haya seres en este planeta que se hayan quedado con el careto del gobierno americano? ¿Cómo puede ser que haya tantos ingratos, en tantas partes y a todas horas? Obviamente, esto es cosa de Lex Luthor, el acérrimo archienemigo de Superman, gloria y ornato del extinto Krypton. Ya se la tenía jurada desde los tiempos de Smallville.
Nunca, nunca se ponderará suficientemente a qué extremos de odio irracional contra la humanidad -la fetén, se sobreentiende- puede conducir una calvicie prematura como la del malvado Lex, quién sabe si causada por una sobredosis letal de comida basura. Menos mal que, además de quedarnos Portugal, polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga de nuevo... Decidido de una vez por todas a forjar una unidad de destino en lo universal, firmemente amarrado a lomos del fiel Babieca, a galopar, a galopar, empuñando en la diestra la temible Tizona, azote de infieles, y jurando a voz en grito desde el más allá, vive Dios, en ¡espinglis!