Y aquí va un cuentito de verano basado en una historia familiar. Festival de Cosquín. Comienzo de los 70, años turbulentos. Los años en que pudimos haber muerto. Va por ustedes. Se lo dedico especialmente a mi amigo Adrián Ramírez con un abrazo fraterno.
A la vuelta
Llevaba meses planeando el viaje al Festival de Cosquín. Trabajaba todo el tiempo sin descanso y sin perspectivas. Mis días eran gemelos. A lo sumo, mellizos. Apenas podía pagar los gastos... Cuando acaba el mes no queda nada y vuelta a empezar. Esa maldita incertidumbre, inventando en el aire.
Pero me encantaba el folklore. El viejo Atahualpa, la Negra, Falú, Zitarrosa, Osiris Rodríguez Castillos. Las zambas, las milongas, ¡las chacareras…! Eran mi refugio.
Todo el año me lo pasaba pensando en el momento de agarrar el coche y salir a la ruta. En casa vivíamos todos apretados: los abuelos, los hijos, el perro. Aquello era un circo. Nos queríamos todos mucho pero, de vez en cuando, era inevitable que surgieran discusiones e intercambios de pareceres por medios no convencionales. Esa cosa familiar, usted ya me entiende...
Los abuelos estaban instalados en una parte más o menos independiente de la casa, pero sus acalorados debates se oían al detalle. Una pareja que aguanta tantos años se acostumbra a comunicarse de formas que, contempladas por un extraño, resultan inexplicables.
El viejo se levantaba todos los días a las 5:30 e iba a la fábrica, donde le esperaba un gigantesco telar y un ruido infernal. Así todos los días de todos los años, por un sueldo bien miserable. Que conservara la cordura y el autocontrol después de tantos años de machaque cotidiano resultaba más que notable. Un héroe de la clase proletaria.
Fogones que invitan a matear… Nunca pude adaptarme a la gran ciudad. Me voy nomás.
Siempre fui un tipo bastante metódico. Había revisado el coche –un Ford A del tiempo de Upa pero que rodaba que daba gloria verlo–, llevaba el equipo de mate (fundamental), unos cuantos sándwiches y un poco de matambre. A qué más.
La mañana era fresca y bien que temblaba el lucero del alba. Después de todo iba a escuchar zambas hasta decir basta.
Subí al viejo Ford, saqué el cebador, aceleré un par de veces como me había enseñado mi viejo y arranqué. Esperé que se calentara un poco el motor y, cual Fangio ciudadano, ¡rumbo a Córdoba! Allá vamos…
No había recorrido ni cincuenta metros cuando veo por el espejo retrovisor que el abuelo sale corriendo de casa a los gritos.
—¡Me voy con vos…! ¡Esperame…!
Aflojé la marcha y esperé que se subiera.
—Dale. ¡Arrancá…!— bramó el viejo.
Aquello resultó totalmente inesperado. Años de vida ordenada. Siempre en pareja a todos lados.
—Pero Don Leizer… ¿no le va a decir nada a la abuela?
—No. Arrancá te digo.
—Mire que se va a preocupar...
—Mirá pibe… la vida está llena de interrupciones y cosas terribles que te parten el alma en dos. Todos llevamos cristales dentro. Uno se va consumiendo hasta que no quedan ni las brasas y los amigos tienen esa fea costumbre de olvidarse de respirar... así que vámonos de joda mientras podamos! Metele pata nomás.
Y mirándome de soslayo, agregó: ¡prefiero discutir a la vuelta, che!
sábado, 11 de julio de 2020
A la vuelta
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