sábado, 25 de julio de 2020

Unos y ceros

Durante un tiempo me apasioné por los ordenadores. Escribí un libro sobre el tema, Música virtual, que se editó en Anaya en 1994. Ya ha llovido...

El ordenador/computadora es un prodigio del genio humano. La máquina universal. Y la dualidad hardware-software es hasta metafísicamente fascinante.

La búsqueda de un lenguaje unívoco que no generara ruido ni polisemia data de mucho antes. Es una línea de pensamiento que une a Blaise Pascal, Newton, Leibniz, Frege, Wittgenstein, Alan Türing...

Encontrar un lenguaje suficientemente simple capaz de las mayores complejidades: el lenguaje binario. Las cosas solo pueden ser 0 o 1. Con el advenimiento de la computación cuántica las cosas pueden ser 0, 1 o 0 y 1 al mismo tiempo. ¡La paradoja de Schrödinger!

Una máquina programable, virtualmente infinita. El Test de Alan Tūring.

Aquellos que se quejen porque sus respectivos ordenadores están desfasados y necesitan imperiosamente comprar otra maquinita para realizar su Opus definitivo (en el campo que sea) han de saber que la computadora de abordo del Apolo XI, la nave que aterrizó en la luna por primera vez con permiso de los aceitunanoicos, era el equivalente a un 386. Un chipset que se comercializaba a finales de los años 80. Desde entonces, la potencia de cálculo se ha duplicado cada año y su precio se ha dividido por dos.

El teléfono en el que estoy escribiendo -un Samsung A30, un smarphone de gama baja- tiene un cerebro más potente. Bastante más.

La pregunta de por qué razón disponemos de semejantes herramientas y nadie -hombre, mujer o lo que sea- ha logrado ni siquiera acercarse a Cervantes, Bach, Velázquez o Eisenstein quizá responda a un problema de diseño del propio ser humano: a mayor facilidad, menor profundidad. Es la dificultad la que genera la necesidad. El azar y la necesidad. Eso apoyaría las tesis del entomólogo Wilson: no hay grandes diferencias entre los insectos y los seres humanos.

Una versión extrema nos conduciría a un neodarwinismo social letal.

Pero el potencial revolucionario está ahí. En 1999 creé Artenet. Un sistema de redes para llevar educación -alfabetización digital lo llamaba de manera rimbombante (necesitaba inversores...)- y la idea era crear focos revolucionarios al estilo Trotski pero en la educación. Demasiados fuegos al mismo tiempo no pueden ser contenidos y su efecto tiende a ser exponencial. Lo estamos viendo en el campo de los contagios y en el de la diseminación de la estupidez.

África era el lugar perfecto: se podía saltar directamente al terminal móvil, al smartphone, desde el cual un alumno podría asistir a una clase como la magnífica disertación que hizo Chema Saiz el otro día sobre cuestiones relacionadas con la guitarra de jazz. Olé ahí, Maestro, por cierto.

Telemedicina, apps para evitar que se desperdicien los alimentos, educación sexual (única manera de evitar que sobrecarguemos el planeta y la mujer quede anulada como futuro profesional en los países más atrasados), mejora de los cultivos, sistemas de comercialización peer to peer saltándose las comisiones y la negación sistemática del crédito...

Pero lo que pusimos en marcha hace 21 años no es más que una gota en el océano. Está todo por hacer.

Esta pandemia pone de manifiesto la existencia de infraestructuras robustas. Un sistema descentralizado, un Blockchain universal. Las posibilidades de que ningún niño jamás vuelva a pasar hambre nunca han estado tan cerca.

Unos y ceros. ¡A las armas!

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