miércoles, 19 de agosto de 2020

El niño que fuimos

La mayor parte del tiempo realizamos labores mecánicas, propias de un autómata. Porque eso es hacerse adulto, que las cosas no te hieran, que la vida no te toque. Unos lo logran. Otros se quiebran antes de tiempo.

Hoy vi imágenes de un pibe que paseaba por las calles de Kuala Lumpur de la mano de su padre. No tendría mucho más de 9 o 10 años. De repente, el chico se suelta de la mano porque ve a un niño más pequeño pidiendo limosna con su madre, sentados ambos en el suelo. Son seres invisibles.
El chiquito está descalzo, con la mirada ida. No conoce otra cosa. El niño mayor se quita los zapatos y los calcetines y se los pone al más pequeño. No piensa en lo que hace, no teoriza, no da lecciones morales ni echa la bronca a nadie. Se limita a sostener el equilibrio del mundo.

La capacidad de conmoverse ante las desgracias o las debilidades de los demás es una de las cualidades propias de la edad de la inocencia.

La distancia entre el niño que fuimos, el que da el cariño porque sí, y esto que somos, con nuestras cicatrices, nuestro temor al dolor y nuestro egoísmo ilimitado, determina si aún estamos vivos o somos muertos que continúan pagando facturas mientras haya dinero en la cuenta.

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