miércoles, 19 de agosto de 2020

Escuela

Yo amaba mi colegio. La Escuela Número 4 "Coronel Mayor Ignacio Álvarez Thomas", situada en las calles Nueva York y Terrada de la ciudad de Buenos Aires.

Tengo los mejores recuerdos de mi escuela. Los compañeros, los maestros, el lugar. Tanto es así que en un viaje muy loco en 2009 lo primero que hice al llegar a Buenos Aires fue ir a visitar mi colegio con mi hermano Raúl.

Para nuestra sorpresa nos dejaron entrar y hablé con la directora. Fuimos recorriendo las aulas. Acá aprendí a leer con la maestra Antonia. Ahí la señorita Blanca me habló de los números y sus propiedades milagrosas. Subiendo las escaleras el profesor Caggiano me hizo leer "Encuentro nocturno" de Ray Bradbury en voz alta y desde entonces es mi cuento favorito del loco.

En ese rincón del patio salté a cabecear una pelota y choqué frontolateralmente como diría una compañía de seguros con Marcelo Giménez. Me abrí la ceja y salió un montón de sangre. Me llevo la mano al arco superciliar derecho. Hoy. Sí. Todavía el hueso está deformado por el golpe. El médico que me atendió me dijo "tranquilo, pibe. A las mujeres les gustan más los hombres con heridas de guerra". ¡Pero fue GOL! Y a Marcelo Giménez no lo podía ni ver. Así que valió la pena.

Las maestras -mucho más jóvenes que nosotros que andaríamos en los 44- nos llevaron de tour por el colegio. ¡¡San Martín está igual!! les decía y se mataban de risa.

Una se me quedó mirando... "¡Ay, vos vivís en España... cómo me gustaría ir...!" Raúl y yo nos miramos. Rajemos, te está tirando onda. Rajemos mientras podamos, hermanito.

El último profesor que me había dado clase, Di Giovambatistta -un fascista importante, representante de los profesores que entraron a partir del golpe- se había jubilado hacía dos años. No quedaba nadie que hubiera conocido.

Andrés Motta, que a mi mamá le recordaba a Lawrence Harvey, tampoco estaba.

El director -muy estricto pero con gran corazón-, el Profesor Héctor Sacco, también había fallecido. Un personaje de mi novela se llama Sacco de apellido. Es un personaje ganador. Porque recuerdo el afecto con que me saludó cuando supo que nos íbamos del país. "Te va a ir bien, vas a ver..." me dijo el viejo profesor y saltándose todas las normas del protocolo educativo me dio un abrazo del siete.

Quedaba una foto mía portando la bandera en 1977. Sí. En mi infancia fui un chico muy serio y aplicado, luego los músicos, las malas compañías, el tango... También quedaba el recuerdo de mi abuelo que me llevó al viaje de egresados a Mar del Plata.

Esa mañana la niebla del río no dejaba ver a un palmo de distancia. Nos despertamos a las seis y cuarto. La abuela nos preparó tostadas con manteca y miel. Porque sabía que me gustaban a morir. No he vuelto a comerlas porque me pongo a llorar.

Tomamos el 110 por Nazca hacia Villa Pueyrredón. Iba más entusiasmado que yo porque el nieto había terminado el colegio y se iba de viaje de fin de curso. Me habló de su infancia. De un portaminas de plata que le había regalado su padre. Se quedó un rato en silencio mirando por la ventanilla. Buenos Aires amanecía.

Llegamos y aquello era un griterío de pibes y padres. Estaba la señorita Perla. Nunca entendimos por qué decidió dejar su meteórica carrera de modelo para dar clases a preadolescentes en un colegio de pibes, pero aquel día empezamos a creer en Dios.

El abuelo me dio un gran abrazo y se me quedó mirando desde el pasillo, el mismo por el que pasé corriendo y cantando tantas veces. ¡Cuidate mucho, querido! me dijo.

Por eso regresé a mi colegio. Porque a mi abuelo no volví a verlo y sé que no se fue de allí.

Me está esperando.

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