En su célebre poema "Ítaca", el poeta griego Kavafis canta la fascinación y la importancia suprema del viaje. El viaje como meta en sí. Al arribar a las costas de Ítaca, el viejo Odiseo, tras veinte años de aventuras y penurias sin cuento -bien es cierto que en compañía de Calíope y sus ninfas no lo pasó tan pero tan mal..., pero no nos desviemos de la recta moral que ahora no estoy en modo cantor de tangos- encuentra que su isla es pobre, desértica, casi estéril. Pero sin ella no se habría puesto en marcha, no habría soportado la pérdida de su barco y la muerte de sus compañeros de lucha.
Ítaca no es Ítaca. Es el viaje a Ítaca para decir que al final de nuestras vidas hemos hecho algo más que consumir oxígeno.
¿Y la idea de Dios? ¿Acaso la idea de Dios no impulsa a ángeles como el Padre Vicente Ferrer o la Madre Teresa de Calcuta? Solo dos almas luminosas en dos cuerpos frágiles como un segundo cambian el destino de miles y miles de miserables. ¿Qué vientos impulsan sus cóncavas naves?
Entonces la idea de Dios, del Supremo Bien, sería Ítaca. La llama que enciende los corazones, lo que nos eleva por encima de nuestra pura condición animal. Al malo solo el cariño lo vuelve puro y sincero, que decía Violeta.
Si no se cree en Dios habrá que inventarlo como San Manuel Bueno Mártir. Dios es Ítaca. Es el final de nuestro viaje.
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