
Se cumplen sesenta y cinco años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz por parte de las tropas soviéticas del frente ucraniano. A dos años de la decisiva batalla de Stalingrado, los rusos llegaban a las puertas del Reich. Tres meses después, Hitler y su flamante consorte se suicidaban en el búnker de la Cancillería en Berlín. El Führer tuvo el detalle de convertir a Eva Braun en su esposa horas antes de invitarla a beber cianuro. No era cuestión de que muriera en pecado: Adolfo tenía su corazoncito. Viajando hacia los infiernos con billete de ida lograron escapar a cualquier tipo de responsabilidad y abandonaron a su pueblo a su suerte, como hacen los valientes de verdad. Imprescindible ver Der Untergang (El hundimiento) con un Bruno Ganz en estado de gracia.
Auschwitz, situado en la Polonia anexionada al Reich, a medio camino entre Varsovia y Bialystok, es un símbolo, un hito en la historia de muchas muertes, de la infamia más absoluta, de crueldades sin límites. El rey Boris de Bulgaria, los ataques de ira de Alejandro Magno (en los soberbios Ensayos de Montaigne aparecen toda clase de ejemplos), el exterminio de los indios de América, Hiroshima, los jmeres rojos de Camboya, el genocidio de Ruanda, los miles y miles de Sodomas y Gomorras que en el mundo han sido. Este ser ridículo, que habita un planeta minúsculo rodeado de nada, que pone sus mejores esfuerzos en humillar, esclavizar o acabar con sus semejantes, que pasa por la vida dejando un rastro de muerte, que va a los templos y se golpea el pecho diciendo: -Santo! Santo! Santo! cuando es Diablo! Diablo! Diablo!
Y en medio de toda esa historia de infamia, Auschwitz, la fábrica de la muerte. Si alguien puede, que mire la inclasificable Shoah de Claude Lanzmann. ¿Cuál es la diferencia entre Auschwitz y el resto de los genocidios? Después de todo, un millón de muertos se parece a un millón de muertos. ¿Acaso sufrió más el niño que llegó en un tren de ganado desde Salónica y fue conducido directamente a las cámaras de gas que el que transitaba las calles de Hiroshima a las ocho de la mañana camino de la escuela y quedó impreso en el pavimento? ¿Si el resultado final es la muerte cabe establecer escalas de sufrimiento? Los muertos de las cámaras de gas, los alemanes henchidos de hybris quemados en Dresde... Todos muertos. Sin embargo sí existen diferencias morales. Lo que ocurrió en Auschwitz y en otros muchos campos de concentración nazis puede resumirse en una expresión: voluntad de eliminación física de un pueblo. Ya quedó suficientemente documentado en la Conferencia de Wannsee, en la cual se elaboró una estrategia meridiana, la denominada "Solución final del problema judío". Si se hubiera aplicado la ley del Talión con la población germana, si las tropas rusas hubiesen hecho lo mismo que los ejércitos de Hitler hicieron en su territorio, si se hubiesen dejado llevar por lo que vieron en los campos de exterminio, es probable que hoy el alemán, la lengua de Goethe, Rilke o Hölderlin, en la que pensaron Mozart, Beethoven o Mahler sólo se conservara en los museos.
¿Entonces es la capacidad de perdonar lo que nos acerca a la esencia humana, la eterna renovación de la fe a pesar de conocer el final de la novela? A sesenta y cinco años de distancia las frías piedras de Auschwitz, en donde siempre parece ser invierno, nos miran, nos interrogan sobre nuestra infinita capacidad para el mal. ¿Cómo sucedió aquello? ¿Cuándo empezó? ¿Eran realmente monstruos quienes perpretaron aquellos crímenes horrendos o funcionarios convencidos de cumplir un deber que conduciría a un bien superior?
¿Qué es un ser malvado? En el proceso que siguió a la captura en Argentina del criminal Eichmann y su posterior traslado a Israel para ser juzgado, la genial Hanna Arendt elaboró su conocido "Informe sobre la banalidad del mal". El mal es banal, no cabe esperar individuos retorcidos y refinados como los malvados a los que se enfrenta Sherlock Holmes. En las novelas de Conan Doyle los malos juegan muy bien al ajedrez, hablan de filosofía y visten con mucho estilo. No. Los malos de verdad son más parecidos a un constructor de Marbella, a un tertuliano de televisión o a un maltratador de mujeres. No tienen ni el menor asomo de sentido del humor. Están más cerca del cero absoluto que de cualquier otra cosa. La maldad como ausencia de bien, como resta antes que suma.
En la excelente y contenida Das weisse Band encontramos claves que muestran el despertar del dragón. La eliminación de la empatía como cualidad profundamente humana es la primera piedra de un largo camino que conduce a Auschwitz, como el Himmelweg, el camino al cielo que conducía a las cámaras de gas. Un nombre poético con el que los guardianes de los campos de exterminio denominaban burlonamente el último tránsito hacia la muerte.
Auschwitz es un antes y un después en la historia de la poesia. Representa el final definitivo de la inocencia. Es una humanidad posible: un mundo de autómatas. La glorificación de los peores demonios que habitan en cada uno de nosotros. En ningún caso puede invocarse el sagrado nombre de Auschwitz para asesinar palestinos, es una falta de respeto a la memoria de las víctimas, que no sólo fueron judías, sino que hubo gitanos, eslavos, republicanos y un largo etcétera. La derecha siempre piensa en términos de exclusión, sea judía o marciana. Aunque los hay que se proclaman de izquierdas -léase el entorno abertzale- y también piensan en términos de limpieza étnica. ¡Mundo de locos! En algún momento hay que detener la carrera de la destrucción mutua asegurada. Alguien tiene que dar el primer paso. Quién mierda es mejor que nadie por simple derecho de nacimiento.
Auschwitz es el triunfo de la voluntad del diablo. La definitiva muerte de Dios, a quien hay que volver a crear cada día para hacer soportable esta piedra que gira. A ver si de una vez por todas evitamos hacerlo a nuestra imagen y semejanza.