Sí. Así es. En este mundo repleto hasta los topes, inclemente, de marchantes de hombres y almas. De máquinas que se han instalado en las tripas, ingenios mecánicos que bombean sangre al cerebro, a los músculos, al centro del diafragma.
Si no dices las cosas se desvanecen en el aire. Mueren antes de nacer. La única posibilidad de Dios es el lenguaje.
Hay que despertar a quien duerme a nuestro lado, abrazar con desesperación, jurar que la vida no pudo ser antes o después.
Mentirle y mentirte si es preciso. Decirle que lo es todo, que te pegarás un tiro en la sien si le llega a pasar algo, que nunca pudiste imaginar que existiera un ser que te completara de aquella manera. Porque los individuos tomados de uno en uno no son nada. Menos que nada.
Solo aquello que se dice puede llegar a ser. Porque mañana podrías viajar y no regresar. Ir a ese hotel de cinco estrellas que arderá hasta los cimientos. Encontrar la muerte en una esquina, a plena luz del día. Repetir la pelea con aquel marinero portugués cuya navaja esquivaste de milagro. Morir de contramano entorpeciendo el tráfico.
Y entonces de nada te valdrá llorar a mares. Nadie estará para escucharte cuando la angustia trepe por tu garganta y no te deje dormir nunca más.
Llevarse las palabras de cariño, de entrega sin límites a la tumba. Soltarlas a destiempo, decírselas a un animal, a un desconocido que no volverás a ver ni en sueños. Arrastrándote por las milongas para ver si alcanzas a reconocerme entre todo ese humo y esa gente.
No hablar cuando es preciso, cuando el futuro del Universo depende de una sola palabra.
Ese es el verdadero infierno.
martes, 15 de agosto de 2017
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