domingo, 27 de agosto de 2017

Luna y misterio

Caí en la milonga de madrugada. Esa milonga diminuta pero agradable. La noche madrileña invitaba a soñar.

Andrea me vio en la puerta y me llamó con un gesto.

—Che… me encantó lo que escribiste. ¿Milongueras con cara de muerta viviente? ¡¡Esa soy yo…!!— y se largó a reír a mandíbula batiente.

Esta mina se ríe de sí misma. A esta la quiero cerca, pensé.

Ignorando las reglas no escritas de la milonga y a la amiga recién llegada de Londres que me acompañaba, Verónica me sacó a bailar. La falta de carácter no es uno de sus defectos.

—Qué bien cantaste el otro día, pibe— dijo en un susurro, con su mejilla junto a mi boca. Abrazo cerrado. Bien cerrado. Asfixiante.

—Gracias, linda.

Entre tanda y tanda se fueron acercando todas. Ruth, la Bionda Popolare, Anabel, Luz, la otra Verónica, Paloma, Graciela, Blanca. Todas tuvieron palabras amables. Algo las tocó especialmente cuando rompí a cantar la otra noche en Siwa, entre lienzos de mamuts y monquiquis. Valiosas obras de arte popular señaladas por el conocimiento experto de Julito y rescatadas de las basuras que los gatos desechaban. Se habían abierto por fin las compuertas.

“Raro que las milongueras reparen en el canto. Siempre están a la suya. Aquí pasa algo”, me dije, tanteando el mango de mi facón.

Se acercó Paco, tocado pero más entero que muchos.

—¿Y Mauricio? ¿Dónde está?

—Creo que anda medio cansado.

—Dame el teléfono que ahora viene. “Che, Mauricio, vení a Barrio de Tango que hay muchas minas”.

►♫ A las pruebas me remito.

En media hora cayó nomás. Abran cancha que aquí viene el Tigre Rosarino.

No tuve que sacar a nadie. Una a una todas se acercaron hasta mi rincón y me fueron invitando a bailar. Tanda a tanda. Yumba a yumba. Di Sarli, Canaro, Fresedo, D’Arienzo, Troilo y, finalmente, Pugliese. A ella le gustaba especialmente Pugliese. Era capaz de sentar a cualquiera que no estuviera a su nivel cuando sonaba el piano de Don Osvaldo.

—No puedo hacerle esto a Pugliese— decía. Como si fuera alguien de su familia. La famiglia.

Andrea pinchó "En esta noche de luna". Qué hija de puta. Más leña al fuego. Dale que va.

Entonces la vi. Zapatos de tango plateados y falda corta verde. Muy corta. Esos zapatos ya se los conocía. La falda verde mar, mi color favorito. Asimétrica, con un estilo algo paleolítico a lo Betty Mármol, la sugerente esposa de Pablo, el fiel amigo de Pedro Picapiedra. Invitaba a hacer cosas muy, muy primitivas.

Es ella. No puede ser otra. Cierra los ojos y se entrega como ella. Sigue el compás y dibuja voleos con nervio como ella. Se cruza como los ángeles. Sonríe en éxtasis en brazos de otros como ella. Se deja llevar, quién sabe adónde. Hacia mí no, seguro.

¿Qué hacía en Barrio de Tango a las tres de la madrugada? No era una milonga que le gustara especialmente. Pista pequeña. Demasiado calor.

Me olvidé de todo. Había poca luz. Andrea quitó unos focos que parecían propiedad de la Gestapo. Bien.

“Es ella. Y no me da ni cinco de bola”, pensé.

Cuando ya no pude más, me acerqué al Enterrador del Colon Irritable y le pregunté quién era esa mina que se entregaba tanto.

—Creo que se llama Cristina. Es española— dijo el Enterrador.

No puede ser, carajo. Es ella. Aunque era cierto. Tenía los tobillos algo más finos. Como mis propios labios, siempre apretados como un rencor.

Además, cómo iba a reconocerla entre todo ese humo.

Y esa gente.

Tan lejos de los dos.

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