sábado, 5 de agosto de 2017

Olivia

Ella vino al mundo. ¿Te acordás, hermano, cómo nos quisimos siempre? Esos años de incertidumbre, de hacerse. Juntos.

El salón de tu nueva casa. Poner el corazón sobre la mesa y tu guitarra, la misma que atravesó décadas. Como si fuera el hilo invisible. Mano a mano, los dos.

De madrugada mandaste la foto de Olivita. Su primera foto. Un Buenos Aires invernal, paisaje de agosto. Recordé la foto de Naúm junto al sillón. Cómo lo echo de menos al loco.

Tan lejos de casa tuvimos que reconstruir la familia de cero, con los restos del naufragio. Y tu viejo era el tío mayor, el que conocía la vida y la gente. Alguien a quien escuchar y tomar nota. Porque sabía que el compendio de las pasiones humanas es reducido, repetitivo y predecible. Un prodigio de sentido común.

Vos, hermano querido, hermano del alma, siempre regalando luz. Siempre la mano tendida, sonriente, presto al abrazo.

No he conocido a nadie como vos, que haya transitado los caminos más oscuros, los infiernos más temidos y sea tan buena gente. Que se dé así.

Cuando nos despedimos en Ezeiza no pude darme la vuelta. Vos sabés. Esta distancia hija de puta. La terrible idea de no volver a verte. Y eso que tenemos la edad de Naúm cuando nos conocimos. ¿Estaremos empezando?

Si hay alguien que merezca toda la felicidad del mundo sos vos, Raulito querido. Y cuando uno te ve así, radiante, abrazado a ella, piensa que todo es posible, que hasta los sueños pueden ser.

Hasta la justicia divina.




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