domingo, 20 de agosto de 2017

Terror

Occidente no sabe cómo parar esto, entre otras cosas, porque nadie sabe cómo hacerlo.

Nuestras sociedades son abiertas, democráticas. Europa tiene un modelo de convivencia que no existe en otras partes del mundo. En nuestro territorio viven personas de credos religiosos muy diversos y a todo el mundo se le deja existir en paz. En otras naciones de la "Alianza de civilizaciones", las cosas son distintas. Los coptos de Egipto, una minoría numéricamente importante, experimentan a diario qué significa ser cristiano en el mundo musulmán.

El salvaje atentado de Barcelona es respondido con un minuto de silencio, un silencio de rabia, pero también de impotencia porque, aunque nos cueste admitirlo, no existe forma de ganar esta guerra.

Algunos pensarán que sí existe, pero eso exigiría renunciar a nuestras señas de identidad como europeos y regresar a tiempos oscuros.

El terror ha encontrado una forma de atentar prácticamente gratuita. Cualquiera puede llevar a cabo un acto terrorista que queda en la retina. Los soldados pueden ser menores de edad. Nuestro sistema jurídico ni siquiera está preparado para contemplar estas posibilidades: la realidad va por delante. Cualquiera y en cualquier momento. El terror perfecto.

Cuando ocurrió la matanza de Atocha, de la que me salvé por los pelos, el terrorismo yihadista acabó indirectamente con ETA. Era imposible superar aquello. Trece años después nuestro umbral de tolerancia al terror se ha vuelto más permisivo. Niza, Londres, París, Barcelona. La matanza de Atocha provocó la mayor manifestación de la historia de España. Hoy nos conformamos con un "tweet" y un crespón negro digital. ¿Qué nos hará reaccionar nuevamente? ¿Un artefacto nuclear? ¿Una crisis bacteriológica? ¿Los muertos han de contarse por millares o centenares de millares?

Por cada atentado que efectivamente ocurre hay otros muchos que se evitan antes de que sucedan. Nuestras fuerzas de seguridad y nuestros servicios de inteligencia trabajan incansablemente, pero no pueden llegar a todo, porque llegar a todo supondría poner cámaras y micrófonos en cada casa, instaurar un régimen de orden y mano dura.

El propio atentado de las Ramblas de Barcelona y Cambrils fue fruto de la improvisación. La suerte jugó a favor esta vez y las bombonas que preparaban en Tarragona estallaron antes de tiempo.

Se están dando las condiciones perfectas para un gobierno estilo Le Pen y los terroristas lo saben. Saben que cuanto peor, mejor. Saben que pueden cambiar gobiernos e influir decisivamente en la voluntad popular, como sucedió en 2004 tras la matanza de Atocha.

Históricamente, el pueblo alemán ha sido un pueblo culto que ha dado a la humanidad frutos de altura inigualable en todos los campos. Pensamiento, literatura, ciencia, medicina, música, tecnología. La lista de nombres de primera fila es prácticamente infinita.

¿Cuál es la gota que colma el vaso? ¿Qué hace que una sociedad culta y avanzada se transforme en una bestia sedienta de sangre y busque a "otro" para hacerle pagar todas sus desgracias? ¿Cómo un país como Alemania llegó a enviar al combate a niños de 12 años enrolados en la Hitlerjugend? Niños que hicieron pagar un precio altísimo a las tropas soviéticas que tomaron Berlín, porque luchaban de manera despiadada.

Lo que ocurrió durante los años de la Alemania nazi -solo fueron doce años y medio. Felipe González gobernó durante más tiempo- no puede excusarse de manera alguna, pero sí puede intentarse conocer el proceso que desembocó en aquel aquelarre. Aquella orgía de sangre en la que un humilde cabo que ni siquiera había nacido en Alemania dirigió el país con mano de hierro y lo convirtió en una ópera de Wagner.

¿Se puede tratar como basura a un pueblo orgulloso de manera indefinida y no esperar reacción alguna?

Inglaterra, no Alemania, incluye en su escudo la divisa NEMO ME IMPUNE LACESSIT. Es el león británico quien clama NADIE ME HIERE IMPUNEMENTE. Y así ha actuado Inglaterra cada vez que alguien ha osado "importunarla". A zarpazo limpio.

Sin embargo, fueron las potencias centrales quienes perdieron la Primera Guerra Mundial. En el caso del Imperio Austrohúngaro, la derrota supuso su disolución. Es el mundo de ayer que tan magistralmente retrata Stefan Zweig en su obra.

Alemania siguió existiendo, pero en condiciones más que precarias. A la revolución espartaquista de comienzos del 19 y el consiguiente caos, siguieron las consecuencias del Tratado de Versalles. La deuda de guerra impuesta por las potencias vencedoras era virtualmente impagable y Alemania perdió todo su imperio colonial al tiempo que las partes productivas de su territorio, como es el caso de la cuenca del Ruhr o el Sarre, fueron ocupadas por tropas extranjeras para cobrar dichas deudas (que terminaron de pagarse en octubre de 2010).

Los años veinte fueron un desastre. Cuando las democracias son débiles los tiburones económicos se ceban con ellas. Todos los procesos hiperinflacionarios comparten características similares. Los tiburones actúan igual que lo hacen los fondos de inversión que apuestan en corto y solo sueltan la presa cuando esta ha muerto. Nadie está a salvo. Países, empresas, materias primas, divisas, lo que sea. El Banco Popular era el buque insignia del Opus Dei, la ultrísima-ultraderecha. No hay nada más a la derecha. Da igual, si los tiburones huelen la sangre irán a por el animal enfermo. Y no dejarán ni los huesos. "Son las leyes de la evolución, solo los más fuertes sobreviven", como gustaban recordar los propios nazis.

La República de Weimar apenas podía responder a la situación, no sabía qué hacer ni cómo manejar el caos.

La crisis del 29 fue la puntilla. Y el resto es historia. Nadie creyó que aquello fuera posible y, sin embargo, ocurrió. Apareció un partido fuerte, capitaneado por un iluminado. Las fronteras se cerraron, se saltó a la torera la imposición de Versalles de mantener un ejército testimonial y, lo más importante: se buscó un chivo expiatorio, alguien a quien culpar de todos los males que aquejaban a Alemania. Y funcionó. Vaya si funcionó. Porque incluso los alemanes más reticentes se dejaron arrastrar por la marea de entusiasmo nacional que invadió las calles del país desde enero de 1933. Uno a uno, Hitler recuperó todos los territorios continentales perdidos en 1918. El imperio de ultramar, convertido en un sueño continental, lo recuperaría mediante el concepto de Lebensraum. Puso la máquina de imprimir billetes al rojo vivo e ideó una política de obras públicas que mejoró las cifras de paro nacional. Volkswagen, Autobahnen, vacaciones en el Mediterráneo italiano. Ya en 1935 se aprobaron las leyes raciales de Nüremberg y no pasó nada. El odio funciona. El odio vende.

Solo tras la derrota de Stalingrado el pueblo alemán empezó a despertar del sueño. Desde el 30 de enero de 1933 hasta el 2 de febrero de 1943, silencio. Salvo claro está una minoría de alemanes disidentes que pagaron con sus vidas. Durante 10 años todo fueron victorias. Y a nadie le importó la situación de los que sufrían. Se repetía el esquema de las sociedades primitivas: se sacrifica a cuchillo a una serie de víctimas propiciatorias bien identificadas y los dioses "hacen llover". Ante situaciones desesperadas se requiere una solución mágica. Está inscrito en nuestro ADN. Nadie se sustrajo al influjo de aquella magia negra. No fue solo el Volk alemán. No. Fueron Martin Heidegger, Ernst Jünger, Carl Schmitt, Wilhem Furwängler o Herbert von Karajan. Los espíritus más exquisitos: nazis convencidos. Como la Wunderkind del régimen, Leni Riefenstahl.

El triunfo de la voluntad. Las ideas más locas de Nieztsche hechas realidad. A veces pasa desapercibido que desde enero de 1933 hasta el momento en que Alemania invade Polonia transcurren poco más de seis años y medio. Y el país pasa de ser un caos perfecto a convertirse en un puño de hierro que golpea inmisericorde, con uno de los ejércitos mas avanzados del mundo. El espíritu humano es así. En cortísimos plazos de tiempo puede avanzar lo indecible y el combustible preferido para esta clase de procesos es el odio, el deseo de aplastar a otros. La ciencia nunca avanzó tanto como en los años de la Segunda Guerra Mundial. En tiempos de paz se cría grasa. La máquina funciona perfectamente aceitada si está en guerra, si odia día y noche.

El esquema se repite con precisión matemática. Grecia es puesta de rodillas. Aparece Amanecer Dorado y logra una cuota de presencia nacional importante.

¿Cuál es el factor que lleva a un partido marginal con un ideario irracional y alimentado por el odio puro a convertirse en alternativa real de poder?

En mi opinión, se trata de una combinación de diversos factores pero hay un elemento fundamental que aparece siempre en todos los procesos de radicalización extrema: el miedo cerval, primario.

En los primeros discursos de Hitler, este hace gala de un desprecio absoluto por el sistema de partidos: los odia a todos por igual. Grita como un enegúmeno que ninguno ha sabido resolver los problemas del pueblo alemán. Y el auditorio aúlla enfervorecido. Promete acabar con todos ellos, sin excepción. Y eso mismo hizo.

Para intentar parar la amenaza terrorista, Europa debería renunciar a todo eso que la convierte en un lugar único, tolerante y de fronteras abiertas. Debería convertirse en un estado policial. Y retrocederíamos décadas.

Los signos externos están ahí. Brexit, Trump, Le Pen, Viktor Orban, Amanecer Dorado.

Los cisnes negros. Nadie cree que eso sea posible. Pero ocurre.

¿Cuántos minutos de silencio nos separan del monstruo? ¿Cuál es la siguiente jugada?
















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