España encara su primera final de un Mundial en los ochenta años de existencia de esta competición.
Tras una primera fase que comenzó con un tropiezo ante Suiza y en la que ha ido de menos a más, España ha mostrado un fútbol de equipo ágil y resolutivo. El clímax se alcanzó en el partido de semifinales ante Alemania. Las declaraciones de los alemanes después del partido así lo demuestran: prensa local, jugadores y entrenador se deshicieron en elogios ante La Roja.
Se agolpan muchos recuerdos. El partido que se perdió contra Bélgica en el 86, la escuadra de la quinta del Buitre, Cardeñosa, Zubi, Luis Enrique... Por fin.
España entera aguarda con ilusión el desenlace del encuentro y la Castellana promete ser un hervidero de alegría.
En un país siempre polarizado por tensiones nacionales, donde las heridas de la Guerra Civil no terminan de cicatrizar y las apetencias nacionalistas de comunidades como Catalunya o Euskadi implican caminar hacia un modelo federal o replantear la unidad del territorio, ver a todo el mundo ilusionado con un logro de toda la nación es algo digno de destacar.
Un país que todo el mundo desea visitar y donde muchos estarían encantados de vivir. En su magnífico libro autobiográfico "Experiencia", Martin Amis establece una interesante comparación entre la Inglaterra de los años sesenta y España. ¿Por qué tantos extranjeros quieren establecerse en la piel de toro? Sol, costas fantásticas, arte de decenas de civilizaciones, comida exquisita, y un largo etcétera. Y una sabiduría de vida propia de los pueblos mediterráneos. Pueblos que han visto demasiadas cosas.
Desde Hemingway, hasta Gerald Brenan o Robert Graves. Todos se han sentido cautivados por un país que es muchos países, a cuál más bello.
Pero hay algo fundamental en España: la gente vive y deja vivir. No intenta romperte la cabeza con discursos que duran horas y horas. Tampoco se creen en posesión exclusiva de la verdad. Puedes ir a una fiesta donde hay gente de izquierdas y gente de derechas y todos terminan cantando abrazados borrachos. El español no es enfático, ni lleva la culpa del mundo a cuestas. No está obsesionado con la explicación. Está fascinado con la vida. Sea de la orientación política que sea, el español es un anarquista convencido. Se ríe de todo y de todos, hasta de sí mismo.
No tiene un ego desmesurado, adora y cree en su propio país aunque no dude en criticarlo, no se considera el inventor del agua tibia. En España la gente triste no hace carrera. Tampoco el español intenta venderte un buzón cada vez que te ve. Hablar de dinero está mal visto.
Recordando los años de la posguerra, cuando se comía día por medio, solían decir: "¡Qué hambre que pasamos"... y apostillaban: "Y lo que nos reíamos..."
Iberia, la balsa de piedra que diría Saramago, es un lugar único. Un caos que hace bien al alma. Si no es el paraíso se le parece bastante.
domingo, 11 de julio de 2010
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