Boris Vian fue, sigue siendo, un importante referente de la cultura europea contemporánea. La lista de obras y de géneros que exploró siempre con una mirada insolente y genial es virtualmente infinita.
Canciones, novelas, obras de teatro, jazz, crítica musical. Por si fuera poco, le dio tiempo a tocar la trompeta y a estudiar ingeniería.
Murió súbitamente a los 39 años. En un cine de los Campos Elíseos mientras asistía al preestreno de la adaptación al cine de una de sus novelas negras (escritas con seudónimo, porque al modo de Pessoa también creó heterónimos). Ebrio de talento y gallardía.
La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad del tiempo. La espuma de los días. Esta espuma de los días que nos acecha, que nos quiere llevar mar adentro.
domingo, 30 de agosto de 2020
domingo, 23 de agosto de 2020
Sombras
Las privaciones voluntarias: he ahí el marco de la puerta, el umbral del sueño. Odiseo junto al espectro de Aquiles como si fuese el mar en otoño.
El cuerpo privado de lastre penetrando un mundo sutil para el cual no ha sido concebido. Un mundo de sombras.
En el placer del sueño hablamos con los muertos. El prisionero liberado.
El cuerpo privado de lastre penetrando un mundo sutil para el cual no ha sido concebido. Un mundo de sombras.
En el placer del sueño hablamos con los muertos. El prisionero liberado.
jueves, 20 de agosto de 2020
Instrucciones de uso para la vida
Lo que nos mata, lo que nos hiela definitivamente el corazón, no es lo que no sabemos, sino aquellas "verdades como puños" que estábamos convencidos que eran de una determinada manera y resulta que no son así, sino todo lo contrario.
Por ejemplo... nadie conoce a nadie hasta que te toca repartir una herencia. Ni nadie conoce el valor de la amistad, de la hermandad o de cualquier clase de relación hasta que hay tormenta fuerza 10 en medio del océano. Es ahí cuando se ve de qué pasta está hecho uno y con quién se cuenta y hasta dónde.
Es que mi amigo se piró ("huyó" para los latinoamericanos) cuando me asaltaron 5 bestias pardas por causa de "miedo insuperable" (figura que existe en psicología forense). Pues que le den por culo a tu "amigo". Cobarde hijodeunagranputa.
Agítese bien y aplíquese tres veces al día. Mediante ENEMA GIGANTE hasta que se aclaren LAS IDEAS.
Gran Gurú Martín. Son 4,99 euros blue (sin recibo ni hostias).
Por ejemplo... nadie conoce a nadie hasta que te toca repartir una herencia. Ni nadie conoce el valor de la amistad, de la hermandad o de cualquier clase de relación hasta que hay tormenta fuerza 10 en medio del océano. Es ahí cuando se ve de qué pasta está hecho uno y con quién se cuenta y hasta dónde.
Es que mi amigo se piró ("huyó" para los latinoamericanos) cuando me asaltaron 5 bestias pardas por causa de "miedo insuperable" (figura que existe en psicología forense). Pues que le den por culo a tu "amigo". Cobarde hijodeunagranputa.
Agítese bien y aplíquese tres veces al día. Mediante ENEMA GIGANTE hasta que se aclaren LAS IDEAS.
Gran Gurú Martín. Son 4,99 euros blue (sin recibo ni hostias).
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miércoles, 19 de agosto de 2020
El niño que fuimos
La mayor parte del tiempo realizamos labores mecánicas, propias de un autómata. Porque eso es hacerse adulto, que las cosas no te hieran, que la vida no te toque. Unos lo logran. Otros se quiebran antes de tiempo.
Hoy vi imágenes de un pibe que paseaba por las calles de Kuala Lumpur de la mano de su padre. No tendría mucho más de 9 o 10 años. De repente, el chico se suelta de la mano porque ve a un niño más pequeño pidiendo limosna con su madre, sentados ambos en el suelo. Son seres invisibles.
El chiquito está descalzo, con la mirada ida. No conoce otra cosa. El niño mayor se quita los zapatos y los calcetines y se los pone al más pequeño. No piensa en lo que hace, no teoriza, no da lecciones morales ni echa la bronca a nadie. Se limita a sostener el equilibrio del mundo.
La capacidad de conmoverse ante las desgracias o las debilidades de los demás es una de las cualidades propias de la edad de la inocencia.
La distancia entre el niño que fuimos, el que da el cariño porque sí, y esto que somos, con nuestras cicatrices, nuestro temor al dolor y nuestro egoísmo ilimitado, determina si aún estamos vivos o somos muertos que continúan pagando facturas mientras haya dinero en la cuenta.
Hoy vi imágenes de un pibe que paseaba por las calles de Kuala Lumpur de la mano de su padre. No tendría mucho más de 9 o 10 años. De repente, el chico se suelta de la mano porque ve a un niño más pequeño pidiendo limosna con su madre, sentados ambos en el suelo. Son seres invisibles.
El chiquito está descalzo, con la mirada ida. No conoce otra cosa. El niño mayor se quita los zapatos y los calcetines y se los pone al más pequeño. No piensa en lo que hace, no teoriza, no da lecciones morales ni echa la bronca a nadie. Se limita a sostener el equilibrio del mundo.
La capacidad de conmoverse ante las desgracias o las debilidades de los demás es una de las cualidades propias de la edad de la inocencia.
La distancia entre el niño que fuimos, el que da el cariño porque sí, y esto que somos, con nuestras cicatrices, nuestro temor al dolor y nuestro egoísmo ilimitado, determina si aún estamos vivos o somos muertos que continúan pagando facturas mientras haya dinero en la cuenta.
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Escuela
Yo amaba mi colegio. La Escuela Número 4 "Coronel Mayor Ignacio Álvarez Thomas", situada en las calles Nueva York y Terrada de la ciudad de Buenos Aires.
Tengo los mejores recuerdos de mi escuela. Los compañeros, los maestros, el lugar. Tanto es así que en un viaje muy loco en 2009 lo primero que hice al llegar a Buenos Aires fue ir a visitar mi colegio con mi hermano Raúl.
Para nuestra sorpresa nos dejaron entrar y hablé con la directora. Fuimos recorriendo las aulas. Acá aprendí a leer con la maestra Antonia. Ahí la señorita Blanca me habló de los números y sus propiedades milagrosas. Subiendo las escaleras el profesor Caggiano me hizo leer "Encuentro nocturno" de Ray Bradbury en voz alta y desde entonces es mi cuento favorito del loco.
En ese rincón del patio salté a cabecear una pelota y choqué frontolateralmente como diría una compañía de seguros con Marcelo Giménez. Me abrí la ceja y salió un montón de sangre. Me llevo la mano al arco superciliar derecho. Hoy. Sí. Todavía el hueso está deformado por el golpe. El médico que me atendió me dijo "tranquilo, pibe. A las mujeres les gustan más los hombres con heridas de guerra". ¡Pero fue GOL! Y a Marcelo Giménez no lo podía ni ver. Así que valió la pena.
Las maestras -mucho más jóvenes que nosotros que andaríamos en los 44- nos llevaron de tour por el colegio. ¡¡San Martín está igual!! les decía y se mataban de risa.
Una se me quedó mirando... "¡Ay, vos vivís en España... cómo me gustaría ir...!" Raúl y yo nos miramos. Rajemos, te está tirando onda. Rajemos mientras podamos, hermanito.
El último profesor que me había dado clase, Di Giovambatistta -un fascista importante, representante de los profesores que entraron a partir del golpe- se había jubilado hacía dos años. No quedaba nadie que hubiera conocido.
Andrés Motta, que a mi mamá le recordaba a Lawrence Harvey, tampoco estaba.
El director -muy estricto pero con gran corazón-, el Profesor Héctor Sacco, también había fallecido. Un personaje de mi novela se llama Sacco de apellido. Es un personaje ganador. Porque recuerdo el afecto con que me saludó cuando supo que nos íbamos del país. "Te va a ir bien, vas a ver..." me dijo el viejo profesor y saltándose todas las normas del protocolo educativo me dio un abrazo del siete.
Quedaba una foto mía portando la bandera en 1977. Sí. En mi infancia fui un chico muy serio y aplicado, luego los músicos, las malas compañías, el tango... También quedaba el recuerdo de mi abuelo que me llevó al viaje de egresados a Mar del Plata.
Esa mañana la niebla del río no dejaba ver a un palmo de distancia. Nos despertamos a las seis y cuarto. La abuela nos preparó tostadas con manteca y miel. Porque sabía que me gustaban a morir. No he vuelto a comerlas porque me pongo a llorar.
Tomamos el 110 por Nazca hacia Villa Pueyrredón. Iba más entusiasmado que yo porque el nieto había terminado el colegio y se iba de viaje de fin de curso. Me habló de su infancia. De un portaminas de plata que le había regalado su padre. Se quedó un rato en silencio mirando por la ventanilla. Buenos Aires amanecía.
Llegamos y aquello era un griterío de pibes y padres. Estaba la señorita Perla. Nunca entendimos por qué decidió dejar su meteórica carrera de modelo para dar clases a preadolescentes en un colegio de pibes, pero aquel día empezamos a creer en Dios.
El abuelo me dio un gran abrazo y se me quedó mirando desde el pasillo, el mismo por el que pasé corriendo y cantando tantas veces. ¡Cuidate mucho, querido! me dijo.
Por eso regresé a mi colegio. Porque a mi abuelo no volví a verlo y sé que no se fue de allí.
Me está esperando.
Tengo los mejores recuerdos de mi escuela. Los compañeros, los maestros, el lugar. Tanto es así que en un viaje muy loco en 2009 lo primero que hice al llegar a Buenos Aires fue ir a visitar mi colegio con mi hermano Raúl.
Para nuestra sorpresa nos dejaron entrar y hablé con la directora. Fuimos recorriendo las aulas. Acá aprendí a leer con la maestra Antonia. Ahí la señorita Blanca me habló de los números y sus propiedades milagrosas. Subiendo las escaleras el profesor Caggiano me hizo leer "Encuentro nocturno" de Ray Bradbury en voz alta y desde entonces es mi cuento favorito del loco.
En ese rincón del patio salté a cabecear una pelota y choqué frontolateralmente como diría una compañía de seguros con Marcelo Giménez. Me abrí la ceja y salió un montón de sangre. Me llevo la mano al arco superciliar derecho. Hoy. Sí. Todavía el hueso está deformado por el golpe. El médico que me atendió me dijo "tranquilo, pibe. A las mujeres les gustan más los hombres con heridas de guerra". ¡Pero fue GOL! Y a Marcelo Giménez no lo podía ni ver. Así que valió la pena.
Las maestras -mucho más jóvenes que nosotros que andaríamos en los 44- nos llevaron de tour por el colegio. ¡¡San Martín está igual!! les decía y se mataban de risa.
Una se me quedó mirando... "¡Ay, vos vivís en España... cómo me gustaría ir...!" Raúl y yo nos miramos. Rajemos, te está tirando onda. Rajemos mientras podamos, hermanito.
El último profesor que me había dado clase, Di Giovambatistta -un fascista importante, representante de los profesores que entraron a partir del golpe- se había jubilado hacía dos años. No quedaba nadie que hubiera conocido.
Andrés Motta, que a mi mamá le recordaba a Lawrence Harvey, tampoco estaba.
El director -muy estricto pero con gran corazón-, el Profesor Héctor Sacco, también había fallecido. Un personaje de mi novela se llama Sacco de apellido. Es un personaje ganador. Porque recuerdo el afecto con que me saludó cuando supo que nos íbamos del país. "Te va a ir bien, vas a ver..." me dijo el viejo profesor y saltándose todas las normas del protocolo educativo me dio un abrazo del siete.
Quedaba una foto mía portando la bandera en 1977. Sí. En mi infancia fui un chico muy serio y aplicado, luego los músicos, las malas compañías, el tango... También quedaba el recuerdo de mi abuelo que me llevó al viaje de egresados a Mar del Plata.
Esa mañana la niebla del río no dejaba ver a un palmo de distancia. Nos despertamos a las seis y cuarto. La abuela nos preparó tostadas con manteca y miel. Porque sabía que me gustaban a morir. No he vuelto a comerlas porque me pongo a llorar.
Tomamos el 110 por Nazca hacia Villa Pueyrredón. Iba más entusiasmado que yo porque el nieto había terminado el colegio y se iba de viaje de fin de curso. Me habló de su infancia. De un portaminas de plata que le había regalado su padre. Se quedó un rato en silencio mirando por la ventanilla. Buenos Aires amanecía.
Llegamos y aquello era un griterío de pibes y padres. Estaba la señorita Perla. Nunca entendimos por qué decidió dejar su meteórica carrera de modelo para dar clases a preadolescentes en un colegio de pibes, pero aquel día empezamos a creer en Dios.
El abuelo me dio un gran abrazo y se me quedó mirando desde el pasillo, el mismo por el que pasé corriendo y cantando tantas veces. ¡Cuidate mucho, querido! me dijo.
Por eso regresé a mi colegio. Porque a mi abuelo no volví a verlo y sé que no se fue de allí.
Me está esperando.
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martes, 18 de agosto de 2020
Cayetana
El asuntillo Cayetana-Casado de ayer me reafirma en mi idea de no meterme en política jamás. Luchar con los adversarios está chupado. Yo me divertiría mucho además.
El problema surge con el "fuego amigo'. Eso te puede crucificar. Una y mil veces.
Tengo que idear alguna clase de partido donde solo esté yo. Dictador absoluto. Mi primera medida será imponer el noruego como idioma nacional.
El problema es que no siempre estoy de acuerdo conmigo. Hay momentos en que no me soporto. Ser otra persona tiene que ser una experiencia fascinante.
El problema surge con el "fuego amigo'. Eso te puede crucificar. Una y mil veces.
Tengo que idear alguna clase de partido donde solo esté yo. Dictador absoluto. Mi primera medida será imponer el noruego como idioma nacional.
El problema es que no siempre estoy de acuerdo conmigo. Hay momentos en que no me soporto. Ser otra persona tiene que ser una experiencia fascinante.
La mañana verde
(Relato de Ray Bradbury perteneciente a Crónicas Marcianas)
Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.
Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.
En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.
-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.
El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.
-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.
Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.
-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.
-¡No!
Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.
-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!
Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.
-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!
Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.
-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.
-¿Pero me dejarán trabajar?
Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»
Lo despertó un golpe muy leve en la frente.
El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.
Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.
El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.
El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.
No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.
Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.
Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.
Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.
Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.
En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.
-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.
El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.
-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.
Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.
-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.
-¡No!
Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.
-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!
Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.
-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!
Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.
-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.
-¿Pero me dejarán trabajar?
Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»
Lo despertó un golpe muy leve en la frente.
El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.
Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.
El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.
El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.
No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.
Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.
Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.
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lunes, 17 de agosto de 2020
San Martín
Hoy es el día de San Yo. El Libertador. Mi país natal es un país realmente curioso. Ama a San Martín, lo venera. No es para menos. El correntino -Buenos Aires tiene problemas... CORRIENTES LA VA A AYUDAR!!!- se dejó la piel por la Argentina.
Luchó como un león, hizo cosas propias de Alejandro Magno o Aníbal: cruzó los Andes con 4.000 valientes y liberó Chile y, no contento con eso, embarcó hacia Lima (incluso en avión es todo un viaje) y liberó Perú.
Y la Argentina, que lo sigue venerando con fervor, en premio le clavó una estaca en el corazón y lo sacó cagando del territorio nacional al que nunca pudo volver.
Murió exiliado en una pequeña localidad francesa del Canal de la Mancha.
Es un héroe nacional. Tiene hasta himno personal y todo. Rosas, otro que debió exiliarse y murió lejos de la patria, intentó que regresara, pero no cuajó.
Morir lejos de casa, de los tuyos, de los que hablan, piensan y sienten como vos. ¿Hay dolor más grande?
La patria es el lenguaje. Una sola palabra tuya. Vos en lugar de tú. Vos, no toi, du o you.
Te cambio una estrofa de mi himno por mil paseos por Buenos Aires y un vino de Mendoza.
Volveremos a desenvainar, a calar la bayoneta, al campo de batalla! Volveremos a cruzar los Andes. Todavía queda tiempo. Todavía se puede ser feliz.
Un país Saturno. Devora a sus mejores hijos. Después les rinde homenaje y los pone en una estampilla. Después, qué importa el después.
Toda mi vida es el ayer. ¡A por ellos! (no nos engañemos: San Martín hablaba como yo, mezcla de gaita y argento. Un argeñol de pura cepa. Al ataque mis granaderos...!!!!!!).
Luchó como un león, hizo cosas propias de Alejandro Magno o Aníbal: cruzó los Andes con 4.000 valientes y liberó Chile y, no contento con eso, embarcó hacia Lima (incluso en avión es todo un viaje) y liberó Perú.
Y la Argentina, que lo sigue venerando con fervor, en premio le clavó una estaca en el corazón y lo sacó cagando del territorio nacional al que nunca pudo volver.
Murió exiliado en una pequeña localidad francesa del Canal de la Mancha.
Es un héroe nacional. Tiene hasta himno personal y todo. Rosas, otro que debió exiliarse y murió lejos de la patria, intentó que regresara, pero no cuajó.
Morir lejos de casa, de los tuyos, de los que hablan, piensan y sienten como vos. ¿Hay dolor más grande?
La patria es el lenguaje. Una sola palabra tuya. Vos en lugar de tú. Vos, no toi, du o you.
Te cambio una estrofa de mi himno por mil paseos por Buenos Aires y un vino de Mendoza.
Volveremos a desenvainar, a calar la bayoneta, al campo de batalla! Volveremos a cruzar los Andes. Todavía queda tiempo. Todavía se puede ser feliz.
Un país Saturno. Devora a sus mejores hijos. Después les rinde homenaje y los pone en una estampilla. Después, qué importa el después.
Toda mi vida es el ayer. ¡A por ellos! (no nos engañemos: San Martín hablaba como yo, mezcla de gaita y argento. Un argeñol de pura cepa. Al ataque mis granaderos...!!!!!!).
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sábado, 15 de agosto de 2020
Regresar a casa
Ítaca, por Konstantino Kavafis
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
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viernes, 14 de agosto de 2020
Ítaca
En su célebre poema "Ítaca", el poeta griego Kavafis canta la fascinación y la importancia suprema del viaje. El viaje como meta en sí. Al arribar a las costas de Ítaca, el viejo Odiseo, tras veinte años de aventuras y penurias sin cuento -bien es cierto que en compañía de Calíope y sus ninfas no lo pasó tan pero tan mal..., pero no nos desviemos de la recta moral que ahora no estoy en modo cantor de tangos- encuentra que su isla es pobre, desértica, casi estéril. Pero sin ella no se habría puesto en marcha, no habría soportado la pérdida de su barco y la muerte de sus compañeros de lucha.
Ítaca no es Ítaca. Es el viaje a Ítaca para decir que al final de nuestras vidas hemos hecho algo más que consumir oxígeno.
¿Y la idea de Dios? ¿Acaso la idea de Dios no impulsa a ángeles como el Padre Vicente Ferrer o la Madre Teresa de Calcuta? Solo dos almas luminosas en dos cuerpos frágiles como un segundo cambian el destino de miles y miles de miserables. ¿Qué vientos impulsan sus cóncavas naves?
Entonces la idea de Dios, del Supremo Bien, sería Ítaca. La llama que enciende los corazones, lo que nos eleva por encima de nuestra pura condición animal. Al malo solo el cariño lo vuelve puro y sincero, que decía Violeta.
Si no se cree en Dios habrá que inventarlo como San Manuel Bueno Mártir. Dios es Ítaca. Es el final de nuestro viaje.
Ítaca no es Ítaca. Es el viaje a Ítaca para decir que al final de nuestras vidas hemos hecho algo más que consumir oxígeno.
¿Y la idea de Dios? ¿Acaso la idea de Dios no impulsa a ángeles como el Padre Vicente Ferrer o la Madre Teresa de Calcuta? Solo dos almas luminosas en dos cuerpos frágiles como un segundo cambian el destino de miles y miles de miserables. ¿Qué vientos impulsan sus cóncavas naves?
Entonces la idea de Dios, del Supremo Bien, sería Ítaca. La llama que enciende los corazones, lo que nos eleva por encima de nuestra pura condición animal. Al malo solo el cariño lo vuelve puro y sincero, que decía Violeta.
Si no se cree en Dios habrá que inventarlo como San Manuel Bueno Mártir. Dios es Ítaca. Es el final de nuestro viaje.
jueves, 13 de agosto de 2020
José María Otero
Hoy es el cumpleaños de José María Otero, un gran amigo y una gran persona. Periodista de raza, escritor, bailarín fino y elegante. Gran conversador. De la gente que uno no se cansa de escuchar y de leer.
No me duelen prendas en decir que es de las mejores personas que he conocido en el mundo del tango. Por muchos cuerpos de ventaja. Generoso, brillante, educado... José María parece sacado de un libro de caballeros andantes. Todo en él es luz y desfazer entuertos.
Afirmo que José María Otero es memoria viva de lo mejor que ha dado nuestro país. Si el tango fue grande algún día, si reinó en los corazones del pueblo, fue gracias a personas con ese talante, con esa forma de estar en el mundo. La luz engendra más luz.
José María es fervor de Buenos Aires.
Un tipo realmente macanudo! Un abrazo enorme y los mejores deseos para vos, queridísimo. Muchas felicidades.
En su magnífico blog, Tangos al bardo, encontraréis verdaderos tesoros sobre la estética, la historia y la esencia del tango. Contado todo desde el punto de vista de un protagonista más, alguien que vivió y respiró los años de oro de la música más internacional que ha dado la Reina del Plata. Tango y celebración de la vida en primera persona.
http://tangosalbardo.blogspot.com/
No me duelen prendas en decir que es de las mejores personas que he conocido en el mundo del tango. Por muchos cuerpos de ventaja. Generoso, brillante, educado... José María parece sacado de un libro de caballeros andantes. Todo en él es luz y desfazer entuertos.
Afirmo que José María Otero es memoria viva de lo mejor que ha dado nuestro país. Si el tango fue grande algún día, si reinó en los corazones del pueblo, fue gracias a personas con ese talante, con esa forma de estar en el mundo. La luz engendra más luz.
José María es fervor de Buenos Aires.
Un tipo realmente macanudo! Un abrazo enorme y los mejores deseos para vos, queridísimo. Muchas felicidades.
En su magnífico blog, Tangos al bardo, encontraréis verdaderos tesoros sobre la estética, la historia y la esencia del tango. Contado todo desde el punto de vista de un protagonista más, alguien que vivió y respiró los años de oro de la música más internacional que ha dado la Reina del Plata. Tango y celebración de la vida en primera persona.
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miércoles, 12 de agosto de 2020
El maquinista de la General
Esto no es una película, sino Arte Mayor. Aquí va en una versión coloreada. El maquinista de la General, Buster Keaton en su mejor momento. Para ver muchas veces!
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Cenizos
El presidente Kennedy -una amiga de mis padres lo conoció en persona encabezando una delegación de estudiantes argentinos brillantes y contaba que en las distancias cortas era como estar cerca de Paul Newman- dijo "deja de pensar en lo que tu país puede hacer por ti y ponte a pensar en lo que puedes hacer por él".
CENIZOS de mi corazón, antiespañoles en realidad porque ser CENIZO va en contra del SER ESPAÑOL, dejad de tocar los cojones y aceptar las reglas del juego. Ahora le toca gobernar a esta gente, ya os tocó a vosotros y es posible que os vuelva a tocar (cuando tengáis alguna clase de líder).
No estoy ni con unos ni con otros. Estoy CON ESPAÑA.
Cenizos, fachas todos, leed ALGO. España en 2019 figuraba en el puesto número 13 por PIB de los países del mundo. Datos del Banco Mundial. Eso es mérito de todos los españoles. DE TODOS. Rojos, azules y mediopensionistas.
Cenizos de mi vida y de mi CORAZÓN, desde 1982 España ha sido gobernada por socialistas en: 14 años de González, 7 de Zapatero y 2 de Sánchez = 23 años.
Los amigos del PP han gobernado 8 de Aznar y 6 de "no sé no contesto". Total = 14 años.
Y somos el país número 13, después de 23 años de "peligrosos socialistas".
Dejad de tocar las narices y a currar para levantar España.
CENIZOS de mi corazón, antiespañoles en realidad porque ser CENIZO va en contra del SER ESPAÑOL, dejad de tocar los cojones y aceptar las reglas del juego. Ahora le toca gobernar a esta gente, ya os tocó a vosotros y es posible que os vuelva a tocar (cuando tengáis alguna clase de líder).
No estoy ni con unos ni con otros. Estoy CON ESPAÑA.
Cenizos, fachas todos, leed ALGO. España en 2019 figuraba en el puesto número 13 por PIB de los países del mundo. Datos del Banco Mundial. Eso es mérito de todos los españoles. DE TODOS. Rojos, azules y mediopensionistas.
Cenizos de mi vida y de mi CORAZÓN, desde 1982 España ha sido gobernada por socialistas en: 14 años de González, 7 de Zapatero y 2 de Sánchez = 23 años.
Los amigos del PP han gobernado 8 de Aznar y 6 de "no sé no contesto". Total = 14 años.
Y somos el país número 13, después de 23 años de "peligrosos socialistas".
Dejad de tocar las narices y a currar para levantar España.
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martes, 11 de agosto de 2020
Crimen y castigo
En la investigación realizada para la novela que estoy finalizando de escribir -yo no soy como los políticos españoles, no sé lo que son las vacaciones- me he encontrado con documentos y personajes que son difíciles o imposibles de inventar. Uno de ellos sin duda es Albert Londres.
Se trata de un pionero del periodismo de investigación, arriesgado y valiente hasta decir basta, casi suicida.
De hecho, desapareció misteriosamente en un barco procedente de Shangai en pleno Océano Índico. Londres había estado investigando las redes de tráfico de opio desde China a Europa y su relación con las redes de trata de blancas. Lo que venía a contar de sus averiguaciones en Shangai dudo que fuera del agrado de las mafias chinas.
Eso ocurrió en 1932 pero antes, desde mediados de los años 20, se infiltró en la Milieu, la segunda red de trata de blancas en Buenos Aires después de la Migdal.
Según Londres, Buenos Aires del primer tercio del siglo XX estaba entre las primeras cuatro ciudades del comercio de personas. Las otras tres eran precisamente Shangai, Barcelona y Hamburgo.
Albert Londres publicó en 1927 "Le Chemin de Buenos Aires (La traite de blanches)". En dicho libro se narran diálogos con cafiscios (proxenetas) franceses que "cazan" víctimas en Francia para traerlas más o menos engañadas -la mayor parte de ellas accede por hambre- a Buenos Aires a ejercer la prostitución.
Es la Madame Ivonne del tango. Buenos Aires era el centro neurálgico y desde ahí se distribuían las mujeres -que adquirían una deuda imposible de saldar- por el resto del territorio nacional. Montevideo y Río de Janeiro. La Patagonia era la última parada, el descenso de aquellas mujeres que iban cumpliendo años y nadie quería.
Estaban TODOS METIDOS EN EL NEGOCIO. Políticos, jueces, policías. Apaches, marselleses, napolitanos, calabreses, la Migdal, la Milieu... las dimensiones del sufrimiento humano que causaron estas redes son monstruosas.
Se supone que a partir de 1930 estas redes fueron desmontadas. Claro que sí. Cuenta con ello. Ahí comienza mi novela.
Confieso que ciertas noches revisando documentos alucino con la clase de gente que estuvo metida en estas cosas. Niñas entre 13 y 16 años que viajaba en JAULAS por mar, que tuvieron unas vidas infernales. Cabarets para niños bien -con tango, naturalmente- y piringundines para los emigrantes solos, con tango también.
Es más. Hubo "Orquestas de señoritas" en las que todas las integrantes eran parte de la red y no sabían ni cómo agarrar el arco del violín. Hacían como que tocaban y aquello era un escaparate para los clientes que las elegían desde el patio de butacas.
Fortunas inmensas que se hicieron de la noche a la mañana, con la inacción absoluta de las autoridades (que recibían su guita).
Empiezo a entender el componente fuertemente nazi del tango. Que se extendió a la devoción de los nazis de verdad en los 12 años de gobierno de Hitler. La historia del tango "Plegaria" (el "Tango de la muerte" antes de entrar en las cámaras de gas, es una muestra más que significativa).
Legiones de mujeres abandonadas a su suerte sin nadie que levantara un dedo por ellas. Así durante décadas. Lo mejor que podía pasarles en sus vidas era que un rufián las vendiera a otro "menos malo" o que les pegara un poco menos.
Y la sensación de que estaba metido hasta el apuntador en toda esa trama infinita de dolor humano. Una suerte de crimen original. Sin castigo.
Las fortunas que se fraguaron al calor de esa barbarie fueron tan brutales que permitieron comprar la mejor protección política y judicial.
Sensación de estar hablando en tiempo presente. ¿República?
Se trata de un pionero del periodismo de investigación, arriesgado y valiente hasta decir basta, casi suicida.
De hecho, desapareció misteriosamente en un barco procedente de Shangai en pleno Océano Índico. Londres había estado investigando las redes de tráfico de opio desde China a Europa y su relación con las redes de trata de blancas. Lo que venía a contar de sus averiguaciones en Shangai dudo que fuera del agrado de las mafias chinas.
Eso ocurrió en 1932 pero antes, desde mediados de los años 20, se infiltró en la Milieu, la segunda red de trata de blancas en Buenos Aires después de la Migdal.
Según Londres, Buenos Aires del primer tercio del siglo XX estaba entre las primeras cuatro ciudades del comercio de personas. Las otras tres eran precisamente Shangai, Barcelona y Hamburgo.
Albert Londres publicó en 1927 "Le Chemin de Buenos Aires (La traite de blanches)". En dicho libro se narran diálogos con cafiscios (proxenetas) franceses que "cazan" víctimas en Francia para traerlas más o menos engañadas -la mayor parte de ellas accede por hambre- a Buenos Aires a ejercer la prostitución.
Es la Madame Ivonne del tango. Buenos Aires era el centro neurálgico y desde ahí se distribuían las mujeres -que adquirían una deuda imposible de saldar- por el resto del territorio nacional. Montevideo y Río de Janeiro. La Patagonia era la última parada, el descenso de aquellas mujeres que iban cumpliendo años y nadie quería.
Estaban TODOS METIDOS EN EL NEGOCIO. Políticos, jueces, policías. Apaches, marselleses, napolitanos, calabreses, la Migdal, la Milieu... las dimensiones del sufrimiento humano que causaron estas redes son monstruosas.
Se supone que a partir de 1930 estas redes fueron desmontadas. Claro que sí. Cuenta con ello. Ahí comienza mi novela.
Confieso que ciertas noches revisando documentos alucino con la clase de gente que estuvo metida en estas cosas. Niñas entre 13 y 16 años que viajaba en JAULAS por mar, que tuvieron unas vidas infernales. Cabarets para niños bien -con tango, naturalmente- y piringundines para los emigrantes solos, con tango también.
Es más. Hubo "Orquestas de señoritas" en las que todas las integrantes eran parte de la red y no sabían ni cómo agarrar el arco del violín. Hacían como que tocaban y aquello era un escaparate para los clientes que las elegían desde el patio de butacas.
Fortunas inmensas que se hicieron de la noche a la mañana, con la inacción absoluta de las autoridades (que recibían su guita).
Empiezo a entender el componente fuertemente nazi del tango. Que se extendió a la devoción de los nazis de verdad en los 12 años de gobierno de Hitler. La historia del tango "Plegaria" (el "Tango de la muerte" antes de entrar en las cámaras de gas, es una muestra más que significativa).
Legiones de mujeres abandonadas a su suerte sin nadie que levantara un dedo por ellas. Así durante décadas. Lo mejor que podía pasarles en sus vidas era que un rufián las vendiera a otro "menos malo" o que les pegara un poco menos.
Y la sensación de que estaba metido hasta el apuntador en toda esa trama infinita de dolor humano. Una suerte de crimen original. Sin castigo.
Las fortunas que se fraguaron al calor de esa barbarie fueron tan brutales que permitieron comprar la mejor protección política y judicial.
Sensación de estar hablando en tiempo presente. ¿República?
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lunes, 10 de agosto de 2020
Bárbara Mödinger
Bárbara Mödinger es una pintora y docente chilena que fue alumna mía en los tiempos de Artenet, uno de los programas de cooperación que monté con la AECID y empresas privadas en la primera década de este siglo. Nos conocimos en el Centro Cultural de España de Santiago de Chile, un magnífico edificio situado junto al río Mapocho.
Me gusta mucho su obra. Fina, delicada, con una sensibilidad exquisita. Y con voz propia.
Bárbara ha hecho exposiciones por todo el territorio chileno y en varias ciudades importantes de América Latina. En Chile ha expuesto muchas veces en la Patagonia, ese lugar mágico pleno de prodigios. Hasta Punta Arenas, en el mismísimo Estrecho de Magallanes.
En una isla solitaria hasta doler, un enorme coihue resiste los huracanados vientos de los mares del sur. Está vencido, añoso, doblado sobre sí mismo. Sus ramas casi tocan el suelo. Las nudosas raíces se retuercen en busca de oxígeno. Pero ahí sigue año tras año. Nada puede derribarlo. Nadie.
En mi continente natal todo artista es un coihue solitario contra el viento. En pie. ¡Siempre en pie!
Os invito a conocer la obra de Bárbara.
1. De la serie El otro jardín de las delicias. Pie forzado. 40x60 cm. Xilografía, acrílicos e hilos sobre papel. 2020
2. Sobre ti. 100x100 cm. Hilos, género y algodón sobre gasa quirúrgica. 2012
3. De la serie El otro jardín de las delicias. Naturaleza viva. 40x60 cms. 2018.
Para conocer más sobre la obra de Bárbara Mödinger:
www.barbaramodinger.cl
Instagram: @barbaramodinger
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sábado, 8 de agosto de 2020
La gran diagonal
Bueno... encaro el sprint final de mi novela. Estoy amarrado a la silla y no pienso abandonar la casa hasta acabarla. Tengo café y mate para 100 días, así que ya puede llover. También tengo 4 paquetes de harina de maíz y miel para hacer pastelitos. Pa acompañar el mate.
Para fastidiarles el día va este pequeño fragmento. ¡Arrepentíos.... el final está cerca!
*
Boris se acomodó en el sillón de su desvencijado cuarto de estar. Harto de ganarme al ajedrez por enésima vez. Un verdadero maestro de la defensa india de rey. Nada que hacer. Encendió su pipa y me miró fijamente. Un hombre de la vieja escuela.
—¿De veras crees que Dios no interviene en la historia? —dijo exhalando una densa nube de humo que olía a mares del sur. Balkan Sobranie... —Lisboa, 1755. Un terremoto brutal. Pero eso no fue todo. Ese mismo día se produjo un tsunami y un incendio que arrasó la ciudad. Lo nunca visto. Algo similar a Sodoma y Gomorra. Durante décadas los intelectuales de la época discutieron sobre la razón última de todo aquello. Era el siglo de las luces... comenzaron a dudar de la existencia de Dios o bien pensaron qué podía haber hecho Portugal para irritarlo tanto. Los esclavos... sí. Aquel vil lupanar.
>> Mucho más cerca de nuestra época. La guerra civil libanesa. Nadie pensó que aquello durara más de unas semanas. Nadie que estuviera en sus cabales. Fue la guerra interminable: aún hoy sigue viva y la guerra civil de Siria no es ajena a todo ello. Lo mismo cabe decir de la Primera Guerra Mundial. Comenzó como algo local, algo entre Serbia y el resto del Imperio Austrohúngaro. Nadie creyó ni por un momento que aquello derivaría en una catástrofe universal. Austria-Hungría parecía un imperio sólido como la roca: terminada la guerra se disolvió en cuestión de semanas. Como un terrón de azúcar en un vaso de té. ¿Por qué? ¿Qué habían hecho?
>> ¿Crees acaso que la expulsión de los judíos de Tierra Santa fue fruto exclusivo de la casualidad? Episodios como Masadá y luego la diáspora... errantes para siempre. Sin destino. No. No fue casual. Dios estaba allí. El Dios inmisericorde del Antiguo Testamento. El Dios que toma venganza y es capaz de pedir a Abraham el máximo sacrificio, ¡sacrifica a tu propio hijo! Solo el Señor puede decidir cuándo ha llegado el momento del retorno a Sión, no es una cuestión humana. No debe serlo... el hombre no puede intervenir en los planes divinos —dijo con un brillo acerado en los ojos, casi diabólico.
viernes, 7 de agosto de 2020
Las palabras
El problema fundamental que supone la idiotización progresiva de la población es que sin palabras resulta imposible ver más allá.
Somos lenguaje. Es lo que hay de Dios en nosotros. Al igual que sucedería con nuestro estómago si nos viésemos obligados a ingerir alimentos podridos -como los marineros de Magallanes por ejemplo-, sin las palabras adecuadas nuestro cerebro y nuestra alma solo producen respuestas violentas, irracionales e instintivas. Siempre a la defensiva.
Alimentarnos de basura nos convierte en basura. Basura moral, basura intelectual.
No es un problema de dinero. Se puede vivir en el barrio de Salamanca y ser un imbécil de marca mayor. Cómo...? No lo sabíais?
Es un problema de dieta. Hay que eliminar de nuestra dieta diaria todas las grasas hidrogenadas. Músicas repugnantes, letras concebidas por un acéfalo, libros de autoayuda que solo ayudan al autor a llegar a fin de mes, periódicos que incitan al odio, reguetones, cumbias, series de televisión que insultan la inteligencia. Prenderle fuego a todo eso. Por higiene mental.
La televisión es un gran invento. Tengo una tele gigante en casa. Lo primero que hice al instalarla fue romper con mis alicates marca Ikea la entrada de la antena. Upsssss... se rompió. Ya no puedo ver la tele. Solo películas, documentales, conciertos.
Estamos en tiempos Fahrenheit 451. La temperatura a la que arde el papel. Hoy más que nunca la cultura, la ciencia y el pensamiento resultan imprescindibles.
Poblar los cerebros con palabras. Una sola palabra cambia el curso de una vida, salva almas. No hay esperanza lejos de las palabras.
*
Palabras para Valeria, con amor.
Una sola palabra me trajo hasta vos, te puso en mi camino de marino errante. Muchos más de cien días de otear el horizonte, buscando tierra fértil, los ojos enrojecidos, atado al palo mayor. Un débil resplandor a lo lejos, faros de infinita belleza.
Aterido de golpear las puertas del cielo.
Una bahía plena de oxígeno donde hacer aguada y anclar definitivamente todos nuestros barcos.
Mis manos te doy. Para sembrar el valle de punta a punta y dejar de respirar en los desolados pasillos de un expreso nocturno.
Una casa. La risa de los hijos. Guitarras.
Labios. El tiempo es sangre. El pulso de mi sangre.
Somos lenguaje. Es lo que hay de Dios en nosotros. Al igual que sucedería con nuestro estómago si nos viésemos obligados a ingerir alimentos podridos -como los marineros de Magallanes por ejemplo-, sin las palabras adecuadas nuestro cerebro y nuestra alma solo producen respuestas violentas, irracionales e instintivas. Siempre a la defensiva.
Alimentarnos de basura nos convierte en basura. Basura moral, basura intelectual.
No es un problema de dinero. Se puede vivir en el barrio de Salamanca y ser un imbécil de marca mayor. Cómo...? No lo sabíais?
Es un problema de dieta. Hay que eliminar de nuestra dieta diaria todas las grasas hidrogenadas. Músicas repugnantes, letras concebidas por un acéfalo, libros de autoayuda que solo ayudan al autor a llegar a fin de mes, periódicos que incitan al odio, reguetones, cumbias, series de televisión que insultan la inteligencia. Prenderle fuego a todo eso. Por higiene mental.
La televisión es un gran invento. Tengo una tele gigante en casa. Lo primero que hice al instalarla fue romper con mis alicates marca Ikea la entrada de la antena. Upsssss... se rompió. Ya no puedo ver la tele. Solo películas, documentales, conciertos.
Estamos en tiempos Fahrenheit 451. La temperatura a la que arde el papel. Hoy más que nunca la cultura, la ciencia y el pensamiento resultan imprescindibles.
Poblar los cerebros con palabras. Una sola palabra cambia el curso de una vida, salva almas. No hay esperanza lejos de las palabras.
*
Palabras para Valeria, con amor.
Una sola palabra me trajo hasta vos, te puso en mi camino de marino errante. Muchos más de cien días de otear el horizonte, buscando tierra fértil, los ojos enrojecidos, atado al palo mayor. Un débil resplandor a lo lejos, faros de infinita belleza.
Aterido de golpear las puertas del cielo.
Una bahía plena de oxígeno donde hacer aguada y anclar definitivamente todos nuestros barcos.
Mis manos te doy. Para sembrar el valle de punta a punta y dejar de respirar en los desolados pasillos de un expreso nocturno.
Una casa. La risa de los hijos. Guitarras.
Labios. El tiempo es sangre. El pulso de mi sangre.
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jueves, 6 de agosto de 2020
¿El final de los políticos al uso?
Por cierto... ¿cuántos políticos envían a sus hijos a la escuela pública? ¿cuántos acuden a la sanidad pública -olvidémonos de la pandemia o de cirugías mayores? ¿cuántos se trasladan en transporte público?
¿Y si ha llegado el momento de prescindir de políticos? Solo técnicos y gente escogida uno a uno en virtud de sus méritos profesionales (méritos profesionales PROBADOS, no estilo diplomas comprados).
Puede que esta crisis sea una oportunidad de oro para empezar a limpiar el gallinero. Hay una nómina de paniaguados tan extensa que ya resulta insoportable para las propias arcas públicas.
TIENE QUE LLOVER. PERO A CÁNTAROS...!
¿Y si ha llegado el momento de prescindir de políticos? Solo técnicos y gente escogida uno a uno en virtud de sus méritos profesionales (méritos profesionales PROBADOS, no estilo diplomas comprados).
Puede que esta crisis sea una oportunidad de oro para empezar a limpiar el gallinero. Hay una nómina de paniaguados tan extensa que ya resulta insoportable para las propias arcas públicas.
TIENE QUE LLOVER. PERO A CÁNTAROS...!
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Educar a un hijo
Escribo con las ventanas abiertas de par en par y oigo a un padre que ha ido con sus hijos pequeños a la piscina comunitaria. No los conozco, debe ser gente nueva.
El padre se pone a enseñarles a nadar y -no estoy viendo la escena así que me la imagino-, festeja cada avance de los niños.
—¡Muy bien, Andrea, muy bien! Así se hace. Ya sabéis nadar a braza... ¡vais a nadar estupendamente...!
Y los niños locos de amor festejan al padre (un pibe joven, andará en los 30-32...).
Así es como se educa a un niño. He conocido gente que usa el sistema de "el halago debilita" (lo dicen los toreros) y jode psicológicamente al niño para los restos, imposibilitando que crea en sí mismo y sus capacidades.
Definitivamente, hay gente que NO debería procrear. Sus neuras y sus enormes frustraciones deberían comérselas solitos. Son una máquina de destrucción masiva.
El padre se pone a enseñarles a nadar y -no estoy viendo la escena así que me la imagino-, festeja cada avance de los niños.
—¡Muy bien, Andrea, muy bien! Así se hace. Ya sabéis nadar a braza... ¡vais a nadar estupendamente...!
Y los niños locos de amor festejan al padre (un pibe joven, andará en los 30-32...).
Así es como se educa a un niño. He conocido gente que usa el sistema de "el halago debilita" (lo dicen los toreros) y jode psicológicamente al niño para los restos, imposibilitando que crea en sí mismo y sus capacidades.
Definitivamente, hay gente que NO debería procrear. Sus neuras y sus enormes frustraciones deberían comérselas solitos. Son una máquina de destrucción masiva.
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miércoles, 5 de agosto de 2020
Por un bistec
Un relato de Jack London
Con el último trozo de pan, Tom King limpió la última partícula de salsa de harina de su plato y masticó el bocado resultante de manera lenta y meditabunda. Cuando se levantó de la mesa, lo oprimía el pensamiento de estar particularmente hambriento. Sin embargo, era el único que había comido. Los dos niños en el cuarto contiguo habían sido enviados temprano a la cama para que, durante el sueño, olvidaran que estaban sin cenar. Su esposa no había comido nada, y permanecía sentada en silencio, mirándolo con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y envejecida, aunque los signos de una antigua belleza no estaban ausentes de su rostro. La harina para la salsa la había pedido prestada al vecino del otro lado del hall. Los dos últimos peniques se habían usado en la compra del pan.
Tom King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestaba bajo su peso, y mecánicamente se puso la pipa en la boca y hurgó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia de tabaco lo volvió consciente de su gesto y, frunciendo el ceño por el olvido, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos, casi rituales, como si lo agobiara el peso de sus músculos. Era un hombre de cuerpo sólido, de aspecto impasible y no especialmente atractivo. La tosca ropa estaba vieja y gastada. La parte superior de los zapatos era demasiado débil para las pesadas suelas que, a su vez, tampoco eran nuevas. Y la barata camisa de algodón, comprada por dos chelines, tenía el cuello raído y manchas de pintura indelebles.
Pero era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra azulada.
Era realmente la cara de un hombre al que temer en un callejón oscuro o un lugar solitario. Sin embargo, Tom no era un criminal, ni había cometido nunca un acto delictivo. Más allá de algunos altercados, comunes en su modo de vida, no le había hecho daño a nadie. Ni tampoco había provocado reyertas. Era un profesional, y reservaba toda su brutalidad combativa a las apariciones profesionales. Fuera del ring era lento, afable y, en los días de su juventud, cuando el dinero abundaba, había sido tan manirroto que terminó perjudicándose. No era rencoroso y tenía pocos enemigos. La pelea era un negocio para él. En el ring pegaba para dañar, pegaba para herir, pegaba para destruir, pero no había animosidad en ello. Era una mera profesión. El público se reunía y pagaba para ver el espectáculo de dos hombres que se noqueaban. El ganador recibía la mayor parte de la bolsa. Cuando Tom King enfrentó a Woolloomoolloo, el Patán, veinte años antes, sabía que la mandíbula de su contrincante llevaba apenas cuatro meses recuperándose después de una fractura durante un combate en Newcastle. Y Tom se había concentrado en esa mandíbula y la volvió a fracturar en el noveno round, no porque abrigara malos deseos respecto del Patán, sino porque era el medio más seguro de noquearlo y ganar su parte de la bolsa. Tampoco el Patán abrigaba malos deseos contra él. Así era el boxeo, ambos lo sabían y lo aceptaban.
Tom King nunca había sido locuaz. Se sentó junto a la ventana, silencioso y taciturno, mirándose las manos. Las venas sobresalían, grandes e hinchadas, y los nudillos, golpeados, deformados tumefactos, daban testimonio del uso que les daba. Nunca había oído decir que la edad de una persona era la edad de sus arterias, pero conocía muy bien el significado de aquellas venas grandes y sobresalientes. Su corazón había bombeado demasiada sangre a gran presión a través de ellas. Ya no hacían su trabajo. Habían perdido elasticidad y, por la distensión, él ya no tenía resistencia. Se cansaba rápidamente. Ya no podía soportar veinte rounds, mazazos y pinzas, pelea, pelea, pelea, pelea, de campana a campana, golpe tras golpe, ser llevado contra las cuerdas y a su vez llevar al oponente contra las cuerdas, golpes más feroces y más rápidos en el último round, el vigésimo, con la sala a sus pies y aullando, y él mismo precipitándose, castigando, esquivando y propinando una lluvia de golpes y recibiendo una lluvia de golpes a cambio, y todo el tiempo con el corazón bombeando fielmente la sangre por las venas. Las venas, hinchadas en ese momento, siempre se habían encogido luego, aunque no del todo: cada vez, imperceptiblemente al principio, quedaban un poquito más grandes que antes. Las miró y miró sus nudillos tumefactos y, por un momento, tuvo la visión de la joven excelencia de aquellas manos, antes de que el primer nudillo se incrustara en la cara de Benny Jones, también conocido como el Terror Galés.
La sensación de hambre volvió a invadirlo.
—Pero ¿por qué no puedo conseguir un bistec? —murmuró en voz alta, apretando sus grandes puños y escupiendo un ahogado juramento.
—Intenté con Burke y con Sawley —dijo su esposa, como disculpándose.
—¿Y no me fían? —preguntó él.
—Ni medio penique, Burke dijo que… —balbuceó ella.
—¡Diablos! ¿Qué dijo?
—Que con lo que te daría Sandel esta noche tendrías suficiente, que no quería aumentar tu cuenta.
Tom King gruñó, pero no contestó. Estaba ocupado, pensando en el perro de pelea que había sido en los días de su juventud y al que había alimentado con incontables bistecs. Burke le habría dado crédito para mil bistecs en aquel entonces. Pero los tiempos eran otros. Tom King estaba envejeciendo y los hombres maduros que peleaban en clubes de segunda clase no tenían la esperanza de pagar sus deudas con los comerciantes.
Se había levantado por la mañana añorando un bistec, y la añoranza no se había disipado. No había tenido un entrenamiento adecuado para esa pelea. Era un año de sequía en Australia, los tiempos eran difíciles y hasta resultaba arduo encontrar un trabajo irregular. No tenía sparring y su alimentación no había sido la mejor, ni siempre suficiente. Durante algunos días había trabajado como peón y había corrido alrededor de la propiedad por la mañana temprano para poner en forma las piernas. Pero era difícil entrenar sin sparring, y con una esposa y dos niños que alimentar. El crédito con los comerciantes apenas había aumentado un poco cuando se planeó su pelea con Sandel. El secretario del Gayety Club le había adelantado tres libras —de la parte del perdedor— y se había negado a darle más. De tanto en tanto se las había arreglado para pedir unos pocos chelines a algún viejo amigo, que habría sido más generoso si no fuera un año de sequía y no estuviera él mismo en dificultades. No —y era inútil ocultárselo—, su entrenamiento no había sido satisfactorio. Habría necesitado mejor alimentación y menos preocupaciones. Además, cuando un hombre tiene cuarenta años, es más difícil ponerse en condiciones que cuando tiene veinte.
—¿Qué hora es, Lizzie? —preguntó.
Su esposa atravesó el hall para averiguarlo, y más tarde regresó.
—Las ocho menos cuarto.
—Empezarán la primera pelea en pocos minutos —dijo él—. Apenas un combate de prueba. Luego habrá cuatro rounds entre Dealer Wells y Gridley, y diez rounds entre Starlight y un marinero. No tardarán más de una hora.
Al final de otro silencio de diez minutos, Tom se puso de pie.
—La verdad, Lizzie, es que no he tenido un entrenamiento adecuado.
Fue a buscar el sombrero y se dirigió a la puerta. No le dio un beso —nunca lo hacía al salir—, pero aquella noche, ella se atrevió a besarlo, abrazándolo y obligándolo a inclinar su cara hasta la de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquel gigante.
—Buena suerte, Tom —dijo—. Tienes que ganarle.
—Sí, tengo que ganarle —repitió él—. Eso es todo. Tengo que ganarle.
Sonrió, tratando de ser cariñoso, mientras ella se apretaba aún más contra él. Por encima de los hombros de ella podía ver la habitación vacía. Era todo lo que tenía en el mundo, junto con una renta atrasada, y ella y los niños. Y estaba a punto de salir esa noche para conseguir carne para su hembra y sus cachorros —no como un moderno obrero que va a su grilla mecánica, sino de una manera antigua, primitiva, real, animal: peleando por ello.
—Tengo que ganarle —repitió, esta vez con un atisbo de desesperación en la voz—. Si gano, serán treinta libras, y podré pagar todo lo que debo, y sobrará un poco de dinero. Si pierdo, estoy fregado, ni siquiera me quedará un penique para volver en el tranvía. El secretario me dio todo lo que corresponde por perder. Adiós, mujer. Volveré directo a casa si gano.
—Y te estaré esperando —le dijo ella a través del hall.
Dos millas lo separaban de Gayety, y mientras caminaba recordó que en sus días victoriosos —una vez había sido el campeón de los pesados en Nueva Gales del Sur— se habría desplazado en taxi al combate y que, muy probablemente, algún admirador seguidor habría pagado el taxi y lo habría acompañado. Eran Tommy Burns y aquel negro yanqui, Jack Johnson —ellos iban en automóviles—. ¡Y él ahora iba a pie! Y, como lo sabe cualquiera, dos millas no son el mejor preliminar para una pelea. Era un tipo ya maduro, y el mundo no se portaba bien con los maduros. No sabía hacer nada, excepto el trabajo de peón, y la nariz rota y las orejas hinchadas no lo ayudaban demasiado. Se encontró a sí mismo deseando haber aprendido algún oficio. Habría sido mejor a largo plazo. Pero nadie se lo había aconsejado y, en lo profundo de su corazón, sabía que, de todos modos, no habría hecho caso. Había sido tan fácil. Mucho dinero —peleas cortas y gloriosas—, períodos de descanso y de entrenamiento —un séquito de obsecuentes, las palmadas en el hombro, los apretones de manos, los ricachones contentos de pagarle un trago por el privilegio de cinco minutos de charla—, y la gloria, el público aullante, el final de torbellino, el árbitro diciendo «¡Ganador: King!», y su nombre en las columnas de deporte al día siguiente.
¡Qué buenos tiempos aquellos! Pero ahora se daba cuenta, en ese día lento y caviloso, de que él era uno de esos boxeadores viejos a los que había noqueado. Él era la Juventud, el ascenso; y ellos eran la Edad, la decadencia. No sorprendía que hubiera sido sencillo: ellos, con las venas hinchadas y los nudillos tumefactos, y cansados hasta los huesos por las largas batallas que habían librado. Recordaba la época en que había noqueado al viejo Stowsher Bill, en Rush-Cutters Bay, en el decimoctavo round y que después el viejo Bill había llorado como un bebé, en el vestuario. Quizá Bill tenía deudas. Quizá tenía en casa a una mujer y a un par de chicos. Y quizá Bill, el mismo día de la pelea, había tenido hambre de un bistec. Bill había recibido una increíble paliza. Ahora que él mismo estaba en desgracia podía ver que, aquella noche, veinte años antes, Stowsher Bill había corrido más riesgos que el joven Tom King, quien había peleado por la gloria y por el dinero fácil. No era una sorpresa que Stowsher Bill llorara en el vestuario.
Bueno, para comenzar, un hombre tenía en él solamente una cantidad determinada de peleas. Era la ley de hierro del deporte. Un hombre podía tener cien peleas duras; otro, apenas veinte; cada uno de ellos, de acuerdo con su contextura y sus fibras, tenía un número definido y, cuando las había peleado, estaba acabado. Sí, él había tenido más peleas que la mayoría de ellos, y había librado más de las que le correspondían —el tipo de peleas difíciles, agotadoras, que llevaban el corazón y los pulmones al punto de reventar, que terminaban con la elasticidad de las arterias y convertían en nudos recios de los músculos la flexibilidad de la Juventud, que destruían los nervios y la resistencia, y hacían que el cerebro y los huesos se agotaran por el exceso de esfuerzo—. Sí, su carrera era mejor que la de ellos. No quedaba ninguno de sus antiguos compañeros de pelea. Era el último de la vieja guardia. Había visto cómo acababan todos ellos, y hasta había intervenido en acabar con algunos.
Lo habían probado con los boxeadores viejos, y a uno tras otro los había puesto fuera de combate —riéndose cuando lloraban en el vestuario, como el viejo Stowsher Bill—. Ahora, el boxeador viejo era él, y a los jóvenes los probaban con él. Como a ese tipo, Sandel. Había llegado desde Nueva Zelanda, donde tenía un buen récord. Pero no todos en Australia sabían de él, de modo que lo pusieron a pelear contra el viejo Tom King. Si Sandel daba un buen espectáculo, le propondrían mejores hombres contra los cuales pelear, mejores bolsas que ganar; todo ello dependía de que pudiera librar una feroz batalla. Tenía mucho que ganar —dinero, gloria y carrera—; y Tom King era el canoso obstáculo que se interponía en el camino a la fama y la fortuna. Y no tenía nada que ganar, excepto treinta libras, para pagar al propietario y a los comerciantes. Y mientras Tom King razonaba de este modo, se agregó a su impasible visión la imagen de la Juventud, la gloriosa Juventud, elevándose exultante e invencible, de músculos flexibles y piel de seda, con el corazón y los pulmones que nunca se agotaban y que se burlaba de la limitación de los esfuerzos. Sí, la Juventud era Némesis. Destruía a los boxeadores viejos y no le importaba que, al hacerlo, se estuviera destruyendo a sí misma. Agrandaba las arterias y machacaba los nudillos, y a su vez era destruida por la Juventud. Pues la Juventud es siempre joven; solamente la Edad envejecía.
En Castlereagh Street giró a la izquierda, y tres cuadras después llegó a Gayety. Un grupo de jóvenes gandules que esperaban en la puerta le abrieron paso con respeto, cuando oyó a uno que le decía al otro: «¡Es él! ¡Es King!».
Dentro, en el camino al vestuario, se encontró con el secretario, un joven de mirada penetrante y facciones astutas, quien le estrechó la mano.
—¿Cómo te sientes, Tom? —preguntó.
—Afinado como un violín —respondió King, aunque sabía que estaba mintiendo, y que si él hubiera tenido una libra, la daría con gusto allí mismo por un buen bistec.
Cuando salió del vestuario, con los segundos detrás de él, y llegó al corredor que conducía al cuadrilátero en el centro de la sala, brotó un estallido de saludos y aplausos de la muchedumbre que esperaba. Tom agradeció los saludos a izquierda y derecha, aunque conocía pocas de las caras. La mayoría eran las caras de muchachos que no habían nacido cuando él ya estaba ganando sus primeros laureles en el ring. Dio un ligero salto hasta la plataforma elevada y se deslizó entre las cuerdas hacia su esquina, donde se sentó en un banco plegadizo. Jack Ball, el árbitro, se acercó a estrecharle la mano. Ball era un púgil venido a menos que no se había subido al ring hacía más de diez años para una pelea principal. King estaba contento de tenerlo como árbitro. Ambos eran boxeadores viejos. Si tenía que forzar un poco las reglas con Sandel, sabía que podía contar con que Ball lo pasara por alto.
El árbitro presentó a los jóvenes pesos pesados novatos que subieron al ring, uno después de otro. También proclamó los desafíos.
—El joven Pronto —anunció Ball—, del norte de Sídney, reta al ganador de esta pelea por cincuenta libras de apuesta.
El público aplaudió y volvió a aplaudir cuando el propio Sandel saltó entre las cuerdas y se sentó en su esquina. Tom King lo miró a través del ring con curiosidad, pues en pocos minutos estarían trabados en un combate sin piedad, y cada uno de ellos trataría con todas sus fuerzas de noquear al otro y dejarlo inconsciente. Pero era poco lo que podía ver, pues Sandel, como él mismo, llevaba pantalones y una sudadera sobre la ropa de boxeo. Su cara era muy atractiva, y estaba coronada por una mata crespa de cabello rubio, mientras su cuello, grueso y musculoso, dejaba adivinar un cuerpo magnífico.
El joven Pronto fue a una de las esquinas y luego a la otra, estrechó las manos de los principales y luego bajó del ring. Los desafíos continuaban. Entre las cuerdas siempre subía la Juventud —Juventud desconocida, pero insaciable—, y le gritaba a la humanidad que, con fuerza y destreza, se las vería con el ganador.
Algunos años antes, en el apogeo de su invencibilidad, King se había divertido y aburrido con tales preliminares. Pero ahora las presenciaba fascinado, incapaz de apartar la vista de la Juventud. Esos jóvenes ascendentes en el boxeo siempre estaban saltando al ring entre las cuerdas y clamando su desafío; y siempre se los enfrentaba con boxeadores viejos. Trepaban hasta el éxito sobre los cuerpos de los viejos. Y siempre venían, más y más jóvenes —la Juventud ávida e irresistible—, y siempre acababan con los viejos, se convertían ellos mismos en boxeadores viejos y recorrían el mismo camino descendente, mientras que, detrás, presionando, estaba la Juventud eterna: los nuevos chicos, que crecían ambiciosos y capaces de arrastrar a sus mayores, con más chicos detrás de ellos en el fin de los tiempos. La Juventud tiene su propia voluntad y eso nunca morirá.
King miró hacia la cabina de la prensa y saludó a Morgan, del Sportsman, y a Corbert, del Referee. Luego extendió las manos, mientras Sid Sullivan y Charley Bates, sus segundos, le calzaban los guantes y los ataban, observados de cerca por uno de los segundos de Sandel, quien primero examinó críticamente las bandas sobre los nudillos de King. Un segundo de este se hallaba en la esquina de Sandel, haciendo lo mismo. Sandel se quitó los pantalones y, mientras estaba de pie, se quitó la sudadera por la cabeza. Y Tom King, al mirarlo, vio a la Juventud encarnada, de ancho pecho, fuertes tendones, con músculos que serpenteaban como cosas vivas bajo la blanca piel satinada. Todo el cuerpo estaba animado de vida, y Tom King sabía que era una vida que nunca había perdido su frescura a través de los dolientes poros durante las largas peleas en que la Juventud paga su tributo y sale menos joven que al entrar.
Los dos hombres avanzaron hasta encontrarse y, cuando sonó la campana y los segundos estuvieron fuera del ring con los bancos plegables, estrecharon las manos e inmediatamente adoptaron su actitud de pelea. Enseguida, como un mecanismo de acero y resortes disparado por un gatillo, Sandel avanzó y retrocedió, descargando una izquierda a los ojos, una derecha a las costillas, esquivando un contraataque, bailoteando ligeramente hacia atrás y bailoteando amenazante hacia adelante. Era rápido e inteligente, y estaba dando una exhibición deslumbrante. El público aullaba de admiración. Pero King no se dejaba deslumbrar. Había peleado demasiados combates con demasiados jóvenes. Valoraba los golpes por lo que eran: demasiado rápidos y demasiado hábiles para ser peligrosos. Evidentemente, Sandel apresuraría las cosas desde el comienzo. Había que esperarlo. Era el método que tenía la Juventud, que gastaba su esplendor y su excelencia en rebeldías salvajes y ataques furiosos, agobiando al oponente con su propio, ilimitado estallido de fortaleza y deseo.
Sandel iba y venía, de aquí para allá, por todas partes, ligero de pies e impaciente, una maravilla viva de carne blanca y precisos músculos que se trenzaba en una deslumbrante fábrica de ataques, deslizamientos y saltos, como una nave que volaba de acción en acción y a través de miles de acciones centradas en la destrucción de Tom King, que se interponía entre él y la fortuna. Y Tom King resistió pacientemente. Conocía el boxeo y conocía a la Juventud y sabía que la Juventud ya no le pertenecía. Pensó que no había nada que hacer hasta que el otro perdiera algo de ese fervor, y se sonrió mientras esquivaba deliberadamente para recibir un pesado golpe en la parte superior de la cabeza. Era una astucia, aunque absolutamente aceptable de acuerdo con las reglas del boxeo. Se suponía que un hombre tenía que cuidar de sus propios nudillos y, si insistía en pegar al oponente en la parte superior de la cabeza, lo hacía por su cuenta y riesgo. King podría haber esquivado más bajo y dejado que el golpe se perdiera en el aire sin daño alguno, pero recordó sus propias primeras peleas y cómo golpeó su primer nudillo en la cabeza del Terror Galés. Estaba iniciándose apenas en el deporte. Ese esquive contaba para uno de los nudillos de Sandel. No es que a Sandel le importara ahora. Continuaría, soberbio y despreocupado, golpeando tan fuerte como siempre a lo largo de toda la pelea. Pero luego, cuando las largas batallas del ring comenzaran a hablar, lamentaría aquel nudillo y miraría hacia atrás y recordaría cómo lo había estrellado contra la cabeza de Tom.
El primer round fue para Sandel, y toda la sala aullaba por la rapidez de sus arremolinados ataques. Agobió a King con avalanchas de puñetazos, y King no hizo nada. Nunca conectó un golpe, se contentó con cubrirse, bloquear y esquivar, y provocar el clinch para evitar el castigo. Ocasionalmente hacía una finta, sacudía la cabeza cuando el peso de un puñetazo daba en el blanco y se movía impasiblemente hacia atrás, sin saltar ni rebotar para evitar el gasto de energía. Sandel debía agotar la espuma de la Juventud antes de que la Edad discreta pudiera atreverse a la represalia. Todos los movimientos de King eran lentos y metódicos, y sus ojos de pesados párpados y casi inmóviles le daban el aspecto de estar dormido o aturdido. Sin embargo, eran ojos que lo veían todo, que habían sido entrenados para ver todo a través de sus veinte años y pico en el ring. Eran ojos que no pestañeaban ni oscilaban ante un golpe inminente, sino que observaban fríamente y calculaban la distancia.
Sentado en su esquina durante el minuto de descanso al final del round, Tom se recostó hacia atrás, estirando las piernas, con sus brazos descansando en el ángulo recto de las sogas, con su pecho y abdomen jadeando franca y profundamente, mientras tragaba el aire aventado por las toallas de sus segundos. Escuchó con los ojos cerrados las voces de los espectadores:
—¿Por qué no peleas, Tom? —gritaron varios—. No le tendrás miedo, ¿no?
—Tiene los músculos paralizados —oyó comentar a un hombre en uno de los asientos de las primeras filas—. No puede moverse más rápido. Dos a uno para Sandel, en libras.
La campana sonó y los dos hombres avanzaron desde sus esquinas. Sandel cubrió tres cuartos de esa distancia, dispuesto a comenzar; pero King se contentó con avanzar una distancia más corta. Estaba en consonancia con su táctica de economía. No había entrenado bien y no había tenido lo suficiente para comer; cada paso contaba. Además, ya había caminado dos millas hasta el ring. Era una repetición del primer round: Sandel atacaba como un torbellino y el público preguntaba indignado por qué King no peleaba. Más allá de las fintas y de varios golpes deliberadamente lentos e ineficaces, no hizo nada salvo bloquear, enfriar la pelea y provocar el clinch. Sandel quería acelerar el ritmo, mientras que King, en su sabiduría, se negaba a acomodarse a él. Hizo una mueca de nostálgico pathos con su semblante tumefacto, y siguió resguardando la energía con el celo del que solo la Edad es capaz. Sandel era la Juventud, y la desperdiciaba con el munificente abandono de la Juventud. El dominio del ring seguía perteneciendo a King, gracias a la sabiduría adquirida en largos y dolorosos combates. Miraba con ojos fríos, moviéndose lentamente y esperando que la espuma de Sandel se disipara. Para la mayoría de los espectadores, parecía que King se sentía superado, y gritaban su opinión en las apuestas de tres a uno a favor de Sandel. Pero algunos, más sabios, unos pocos, conocían al King de otros tiempos y cubrieron las ofertas, que consideraban dinero fácil.
El tercer round empezó como todos, desparejo: Sandel lideraba y propinaba todo el castigo. Medio minuto había pasado, cuando Sandel, demasiado confiado, dejó una abertura. Los ojos de King y su brazo derecho centellearon al mismo instante. Fue su primer golpe real —un gancho, con el brazo rotado para volverlo rígido y con todo el peso del cuerpo a medias pivoteado—. Era como un león supuestamente dormido que de repente lanzaba un zarpazo. Sandel, alcanzado en un lado de la mandíbula, cayó derribado como un novillo. El público se sobresaltó y aplaudió de espanto. Después de todo, King no tenía los músculos paralizados, y podía lanzar un golpe como un mazazo.
Sandel quedó muy sentido. Giró sobre un lado e intentó levantarse, pero los agudos chillidos de sus segundos lo retuvieron para que aprovechara la cuenta. Se incorporó sobre una rodilla, listo para levantarse, y esperó, mientras el árbitro estaba de pie junto a él, contando los segundos en voz alta. A la cuenta de nueve se levantó en actitud ofensiva, y Tom King, frente a él, lamentó que el golpe no hubiera alcanzado más certeramente la mandíbula. De haber sido un nocaut, podría haber llevado las treinta libras a su casa para su mujer y sus hijos.
Los últimos minutos del round transcurrieron con el respeto de Sandel por su oponente y con King lento en sus movimientos y con los ojos somnolientos como siempre. Cerca del cierre del round, King, alertado por los segundos que esperaban agachados para saltar entre las cuerdas, llevó la pelea a su propia esquina. Y cuando sonó la campana, se sentó inmediatamente en el banco, mientras Sandel tuvo que caminar en diagonal por el cuadrilátero para volver a su rincón. Era una pequeñez, pero la suma de pequeñeces contaba. Sandel se vio obligado a caminar aquellos pasos de más, renunciar a aquella energía y perder una parte del precioso minuto de descanso. Al comienzo de cada round, King se arrastraba lentamente desde su esquina, forzando a su oponente a avanzar una distancia mayor. Al final de cada round, King maniobraba la pelea hacia su propio rincón, para poder sentarse de inmediato.
Transcurrieron otros dos rounds, en los cuales King era parsimonioso en su esfuerzo y Sandel, pródigo. El intento de este último por forzar un ritmo más rápido incomodó a King, pues un porcentaje de los múltiples golpes que llovieron sobre él dieron en el blanco. Sin embargo, King persistió en su lentitud tenaz, a pesar de los gritos de los exaltados para que avanzara y peleara. Nuevamente, en el sexto round, Sandel se descuidó, y nuevamente la temible derecha de Tom King restalló contra la mandíbula, y nuevamente Sandel aprovechó los nueve segundos de la cuenta.
Hacia el séptimo round, la buena condición de Sandel había desaparecido y debió acomodarse a la pelea más dura de su carrera. Tom King era un boxeador viejo, pero el mejor entre los que había encontrado, uno que nunca perdía el temple, uno notablemente hábil en defensa, y cuyos golpes tenían el impacto de una maza, con la posibilidad de un nocaut en ambos puños. Sin embargo, Tom King no se atrevía a pegar con frecuencia. Nunca olvidaba sus nudillos tumefactos, y sabía perfectamente que cada impacto contaba si quería que los nudillos le duraran toda la pelea. Cuando se sentó en su esquina, mirando al contrincante, tuvo el pensamiento de que la suma de su sabiduría y la juventud de Sandel podrían constituir un campeón mundial de pesos pesados. Pero ese era el problema. Sandel nunca se convertiría en un campeón mundial. Carecía de la sabiduría, y la única manera que tenía para adquirirla era su Juventud: cuando la sabiduría le perteneciera, se habría gastado la Juventud en comprarla.
King aprovechó todas las ventajas que conocía. Nunca perdió la oportunidad de un clinch; la mayoría de las veces, al quedar trabado, sus hombros impactaban contra las costillas del otro. En la filosofía del ring, un hombro era tan bueno como un puñetazo en cuanto al daño que podía provocar, y mucho mejor en cuanto al gasto de energía. Además, el clinch permitía que King cargara su peso sobre el oponente, de ahí que no se apresurara en deshacerlo. Esto obligaba a la intervención del árbitro, que los separaba, siempre asistido por Sandel, que todavía no había aprendido a descansar. No podía abstenerse de usar aquellos gloriosos brazos móviles y sus tensos músculos, y cuando el otro forzaba un clinch, impactando los hombros contra las costillas y con la cabeza descansando sobre el brazo izquierdo de Sandel, este casi invariablemente llevaba su derecha detrás de la espalda, hacia la cara que se proyectaba. Era un golpe inteligente, muy admirado por el público, pero no presentaba peligro y, por tanto, era más que nada energía desperdiciada. Pero Sandel no se cansaba y no era consciente de sus limitaciones, mientras King sonreía con una mueca y resistía tenazmente.
Sandel propinó un feroz derechazo al cuerpo, dando la impresión de que King estaba recibiendo un gran castigo, y fueron solamente los viejos aficionados los que apreciaron el hábil toque del guante izquierdo de King sobre los bíceps del otro, justo antes del impacto del golpe. Era cierto, el golpe dio en el blanco, pero fue privado de su efecto gracias al toque en los bíceps. En el noveno round, tres veces en el lapso de un minuto, la derecha de King descargó su gancho rotado sobre la mandíbula, y tres veces el cuerpo de Sandel, pesado como era, cayó a la lona. Las tres veces recibió una cuenta de nueve, lo que le permitió levantarse aturdido, pero todavía fuerte. Había perdido buena parte de su velocidad y gastaba menos energía. Estaba peleando con resolución, pero seguía recurriendo a su principal cualidad, que era la Juventud. La principal cualidad de King era la experiencia. Como su vitalidad había disminuido y su vigor mermaba, los había remplazado con astucia, con la sabiduría nacida de las largas peleas y con una cuidadosa administración de la energía. No solamente había aprendido a no hacer nunca movimientos superfluos, sino que también había aprendido a seducir a un oponente para que despilfarrara su energía. Una y otra vez, con una finta de pies, manos y cuerpo, seguía manipulando a Sandel para que saltara, esquivara o contraatacara. King descansaba, pero nunca permitía que Sandel lo hiciera. Era la estrategia de la Edad.
Apenas iniciado el décimo round, King comenzó a detener los ataques del otro con directos de izquierda a la cara, y Sandel, cada vez más prudente, respondió lanzando la izquierda, luego esquivando y descargando con su derecha un gancho largo a un costado de la cabeza. Era demasiado alto para ser vitalmente efectivo, pero cuando dio en el blanco, King sintió en su mente el viejo y familiar descenso al negro velo de la inconsciencia. Por un instante, o más bien por la mínima fracción de un instante, tuvo un blanco. En un momento vio a su oponente esquivando fuera del campo de visión y el fondo de caras blancas y atentas; al momento siguiente, vio otra vez a su oponente y el fondo de caras. Era como si se hubiera dormido durante un rato y hubiera vuelto a abrir los ojos y, sin embargo, el intervalo de inconsciencia fue tan microscópicamente breve que no tuvo tiempo de caer. El público vio que titubeaba y que sus rodillas flaqueaban, pero luego lo vio recobrarse y meter su mentón más profundamente en el refugio de su hombro izquierdo.
Varias veces Sandel repitió el golpe, manteniendo a King parcialmente aturdido, y luego este mejoró la defensa, que era también un contraataque. Haciendo fintas con su izquierda dio medio paso hacia atrás, lanzando al mismo tiempo un uppercut con toda la potencia de su derecha. Tan precisamente sincronizado, que aterrizó de lleno en la cara en el trayecto hacia abajo del esquive, de modo que Sandel quedó levantado en el aire y se curvó hacia atrás, impactando en la lona con la cabeza y los hombros. King repitió el golpe dos veces, y luego se calmó y arrinconó a su oponente contra las cuerdas. No le dio a Sandel la oportunidad de descansar ni de restablecerse, sino que disparó golpe tras golpe hasta que el público se puso en pie y el aire se llenó con un ininterrumpido rugir de aplausos. Pero la fortaleza y la resistencia de Sandel eran supremas, y seguía en pie. El nocaut parecía tan seguro que el capitán de policía, impresionado por el horrible castigo, apareció en el ringside para detener la pelea. La campana sonó para dar por terminado el round y Sandel se dirigió tambaleándose a su esquina, mientras le decía al capitán que estaba sólido y fuerte. Para probarlo dio un par de saltos, y el policía desistió.
Tom King, en su esquina, respirando con dificultad, estaba contrariado. Si la pelea hubiera sido detenida, el árbitro, por fuerza, habría aceptado la decisión y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, él no estaba peleando por la gloria ni por la carrera, sino solo por treinta libras. Y ahora Sandel podría recuperarse en el minuto de descanso.
«La Juventud se impondrá»; este dicho relampagueó en la mente de King, y recordó la primera vez que la había oído, la noche en que había noqueado a Stowsher Bill. El ricachón que le había pagado un trago después de la pelea y le había palmeado el hombro había usado esas palabras. ¡La Juventud se impondrá! El ricachón estaba en lo cierto. Y aquella noche, años atrás, él había sido la Juventud. Esta noche, la Juventud estaba en la esquina opuesta. En cuanto a él, llevaba peleando media hora, y ya era un hombre maduro. Si hubiera peleado como Sandel, no habría durado ni quince minutos. Pero el punto era que no se recuperaba. Aquellas arterias sobresalientes y aquel corazón dolorosamente cansado no le permitirían recuperar las fuerzas en los intervalos entre rounds. Y, para empezar, no tenía energía suficiente. Las piernas le pesaban y comenzaban a acalambrarse. No tendría que haber caminado aquellas dos millas antes de la pelea. Y estaba el bistec por el que había suspirado aquella mañana. Lo invadió un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a fiarle. Era difícil para un hombre maduro afrontar una pelea sin el alimento suficiente. Y un bistec era una pequeñez, apenas unos peniques; sin embargo, para él, significaba treinta libras.
Con la campana que dio inicio al undécimo round, Sandel se lanzó al ataque, haciendo gala de una frescura que no poseía realmente. King sabía de qué se trataba: era un bluf tan viejo como el deporte mismo. Se trabó en un clinch para no gastar energía, luego, apartándose, dejó que Sandel se preparara. Esto era lo que King quería. Hizo fintas con la izquierda, esquivó y lanzó un gancho largo ascendente, luego dio medio paso hacia atrás, conectó un uppercut de lleno en la cara y mandó a Sandel a la lona. Después no lo dejó descansar, recibiendo también él un castigo, pero infligiendo uno mayor, barriendo a Sandel hasta las cuerdas, con ganchos y directos, y todo tipo de golpes, deshaciendo los abrazos o golpeándolo ante cualquier intento de clinch, y siempre que Sandel se inclinaba, sorprendiéndolo con un puñetazo hacia arriba y otro que inmediatamente lo ponía contra las cuerdas, donde no pudiera caerse.
El público en ese momento estaba enloquecido, y era su público, pues casi todas las voces aullaban: «¡Acábalo, Tom!» «¡Acaba con él!» «¡Ya lo tienes!». Tendría que ser un final de torbellino, eso era lo que el público del ringside pagaba por ver.
Y Tom King, que había conservado su energía durante media hora, la gastaba ahora con prodigalidad en el único gran esfuerzo posible. Era su única oportunidad: ahora o nunca. Su energía declinaba rápidamente, y antes de que la última brizna lo abandonara, su esperanza era vencer a su oponente a la cuenta de diez. A medida que continuaba pegando y forzando, estimando fríamente el peso de sus golpes y la calidad del daño provocado, se dio cuenta de lo difícil que era noquear a un hombre como Sandel. Su resistencia era extrema, era la resistencia virgen de la Juventud. Sandel tenía un gran futuro. Solamente de aquella madera estaban hechos los boxeadores exitosos.
Sandel se tambaleaba, pero las piernas de Tom King estaban muy acalambradas y los nudillos le dolían. Sin embargo, se armó de valor para dar golpes feroces, cada uno de los cuales trajo agonía a sus manos destrozadas. Aunque ahora casi no estaba recibiendo castigo, se debilitaba tan rápidamente como el otro. Sus golpes daban en el blanco, pero ya no tenían el peso de antes, y cada puñetazo era el resultado de un severo esfuerzo de voluntad. Sus piernas eran como plomo y se arrastraban visiblemente; mientras, los partidarios de Sandel, alentados por ese síntoma, empezaron a vitorear a su hombre.
King se animó con un estallido de fuerza. Dio dos golpes sucesivos —una izquierda, apenas demasiado elevada, al plexo solar, y un cross a la mandíbula—. No fueron golpes muy pesados; con todo, Sandel estaba tan débil y aturdido que cayó y quedó temblando. El árbitro, de pie junto a él, le gritó la cuenta de los segundos fatales al oído. Si no se levantaba antes de que se pronunciara el décimo, perdería la pelea. El público se quedó en silencio. King se mantuvo en pie sobre sus piernas temblorosas. Un mareo mortal se abatió sobre él y, ante sus ojos, el mar de caras osciló y se hundió, mientras que a sus oídos llegaba, como desde una distancia remota, la cuenta del árbitro. La pelea era suya. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse. Solamente la Juventud podía levantarse, y Sandel se levantó. A la cuenta de cuatro movió la cabeza y manoteó ciegamente hacia las cuerdas. A la cuenta de siete se sostenía en una rodilla, en la que descansaba, con la cabeza oscilando atontada entre los hombros. Cuando el árbitro gritó «¡Nueve!», Sandel se puso en pie, en guardia, con su brazo izquierdo plegado contra su cara y el derecho contra el estómago. Sus puntos vitales estaban resguardados, mientras se inclinaba hacia adelante para acercarse a King, con la esperanza de provocar un clinch y ganar más tiempo.
En el instante en que Sandel se levantó, King se hallaba junto a él, pero los dos golpes que conectó fueron amortiguados por los brazos en guardia. Un momento después Sandel estaba en clinch y sosteniéndose desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separar a los dos hombres. King contribuyó a liberarse. Conocía la rapidez con la que la Juventud se recuperaba, y sabía que Sandel era suyo si podía evitar esa recuperación. Un golpe duro lo lograría. Sandel era suyo, sin dudas. Lo había superado en táctica, le había ganado en caídas, le iba ganando por puntos. Sandel salió del clinch tambaléandose, haciendo equilibrio en la fina línea que separa la derrota de la supervivencia. Un buen golpe lo haría perder el equilibrio y caería. Y Tom King, en un relámpago de amargura, recordó el bistec y deseó haberlo tenido para ese golpe necesario que tenía que lanzar. Se preparó para el golpe, pero no resultó lo suficientemente pesado ni rápido. Sandel osciló pero no cayó, y volvió tambaleando hacia las cuerdas para sostenerse. King se tambaleó hasta él y, con un dolor parecido a una disolución, conectó otro golpe. Pero su cuerpo lo había abandonado. Todo lo que quedaba de él era la inteligencia táctica, disminuida y borrosa por el cansancio. El golpe que apuntaba a la mandíbula impactó apenas en el hombro. Había querido que fuera más alto, pero los cansados músculos no habían sido capaces de obedecer. Y, desde el impacto del golpe, Tom King osciló hacia adelante y hacia atrás hasta casi caer. Una vez más se esforzó. Esta vez, su golpe falló y, a causa de la absoluta debilidad, cayó sobre Sandel y se trabó en un clinch, sosteniéndose en él para evitar derrumbarse en el suelo.
King no intentó liberarse. Había agotado sus recursos. Estaba ausente. Y la Juventud se había impuesto. Aun en el clinch podía sentir que Sandel se iba fortaleciendo. Cuando el árbitro los apartó, allí, ante sus ojos, vio a la Juventud recuperada. Instante tras instante, Sandel se fortalecía. Sus golpes, débiles y fútiles al principio, se volvieron más rígidos y precisos. La visión borrosa de Tom King vio el puño enguantado dirigirse a su mandíbula, y quiso protegerse interponiendo el brazo. Vio el peligro, quiso actuar, pero el brazo estaba demasiado pesado. Parecía llevar un lastre de cien kilos de plomo. No se levantaría por sí mismo, y él tuvo que esforzarse para levantarlo con el alma. Luego el puño enguantado dio en el blanco. Experimentó un chasquido agudo que era como una descarga eléctrica y, simultáneamente, lo envolvió el velo de la noche.
Cuando abrió los ojos nuevamente estaba en su esquina, y oía el aullido del público como el rugido de las olas en la playa de Bondi. Exprimían una esponja húmeda contra la base de su cráneo y Sid Sullivan lo rociaba con agua fría sobre la cara y el pecho. Ya le habían quitado los guantes, y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No abrigaba malos deseos hacia el hombre que lo había noqueado, y devolvió el apretón con una cordialidad que le hizo doler los nudillos. Luego, Sandel caminó hacia el centro del ring y el público acalló el griterío para oírlo anunciar que aceptaba el desafío del joven Pronto y ofrecía aumentar la apuesta de una a cien libras.
King miró con apatía mientras sus segundos enjugaban el agua, secaban su cara y lo preparaban para abandonar el ring. Tenía hambre. No el hambre común, lacerante, sino un desfallecimiento, una palpitación en la boca del estómago que se comunicaba a todo el cuerpo. Recordó el momento de la pelea en que había tenido a Sandel titubeando al borde de la derrota. ¡Ah, ese bistec lo habría logrado! Le había faltado solo eso para el golpe decisivo, y había perdido. Todo por culpa del bistec.
Sus segundos iban a ayudarlo a deslizarse entre las cuerdas. Los apartó, esquivó las cuerdas sin ayuda y saltó pesadamente al suelo, siguiéndolos de cerca mientras le abrían paso en el atestado corredor central. Al salir del vestuario hacia la calle, a la entrada del hall, algunos jóvenes le hablaron.
—¿Por qué no lo liquidaste cuando lo tenías? —le preguntó un joven.
—¡Vete al diablo! —respondió Tom King, y bajó los escalones hasta la acera.
Las puertas del recinto estaban abiertas y vio las luces y a los sonrientes camareros, oyó varias voces que analizaban la pelea y el próspero tintineo del dinero en el bar. Alguien lo llamó para que tomara un trago. Vaciló perceptiblemente, y luego rechazó el ofrecimiento y siguió su camino.
No tenía un cobre en el bolsillo y la caminata de dos millas le parecía muy larga. Ciertamente se estaba volviendo viejo. De pronto, cuando cruzaba el Dominio, se dejó caer en un banco, incómodo ante el pensamiento de la mujer sentada que esperaba saber el resultado de la pelea. Eso era más duro que cualquier nocaut, y le parecía casi imposible de encarar.
Se sintió débil y dolorido, y el tormento de sus nudillos destrozados le advirtió que, aun cuando pudiera encontrar trabajo como peón, pasaría una semana antes de que fuera capaz de sostener un pico o una pala. La palpitación de hambre en la boca del estómago era insoportable. Su miseria lo agobiaba y en sus ojos surgió una humedad involuntaria. Se cubrió la cara con las manos y, mientras lloraba, recordó a Stowsher Bill, cuando él se había impuesto aquella noche, años atrás. ¡Pobre viejo Stowsher Bill! Ahora podía entender por qué había llorado en el vestuario.
Con el último trozo de pan, Tom King limpió la última partícula de salsa de harina de su plato y masticó el bocado resultante de manera lenta y meditabunda. Cuando se levantó de la mesa, lo oprimía el pensamiento de estar particularmente hambriento. Sin embargo, era el único que había comido. Los dos niños en el cuarto contiguo habían sido enviados temprano a la cama para que, durante el sueño, olvidaran que estaban sin cenar. Su esposa no había comido nada, y permanecía sentada en silencio, mirándolo con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y envejecida, aunque los signos de una antigua belleza no estaban ausentes de su rostro. La harina para la salsa la había pedido prestada al vecino del otro lado del hall. Los dos últimos peniques se habían usado en la compra del pan.
Tom King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestaba bajo su peso, y mecánicamente se puso la pipa en la boca y hurgó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia de tabaco lo volvió consciente de su gesto y, frunciendo el ceño por el olvido, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos, casi rituales, como si lo agobiara el peso de sus músculos. Era un hombre de cuerpo sólido, de aspecto impasible y no especialmente atractivo. La tosca ropa estaba vieja y gastada. La parte superior de los zapatos era demasiado débil para las pesadas suelas que, a su vez, tampoco eran nuevas. Y la barata camisa de algodón, comprada por dos chelines, tenía el cuello raído y manchas de pintura indelebles.
Pero era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra azulada.
Era realmente la cara de un hombre al que temer en un callejón oscuro o un lugar solitario. Sin embargo, Tom no era un criminal, ni había cometido nunca un acto delictivo. Más allá de algunos altercados, comunes en su modo de vida, no le había hecho daño a nadie. Ni tampoco había provocado reyertas. Era un profesional, y reservaba toda su brutalidad combativa a las apariciones profesionales. Fuera del ring era lento, afable y, en los días de su juventud, cuando el dinero abundaba, había sido tan manirroto que terminó perjudicándose. No era rencoroso y tenía pocos enemigos. La pelea era un negocio para él. En el ring pegaba para dañar, pegaba para herir, pegaba para destruir, pero no había animosidad en ello. Era una mera profesión. El público se reunía y pagaba para ver el espectáculo de dos hombres que se noqueaban. El ganador recibía la mayor parte de la bolsa. Cuando Tom King enfrentó a Woolloomoolloo, el Patán, veinte años antes, sabía que la mandíbula de su contrincante llevaba apenas cuatro meses recuperándose después de una fractura durante un combate en Newcastle. Y Tom se había concentrado en esa mandíbula y la volvió a fracturar en el noveno round, no porque abrigara malos deseos respecto del Patán, sino porque era el medio más seguro de noquearlo y ganar su parte de la bolsa. Tampoco el Patán abrigaba malos deseos contra él. Así era el boxeo, ambos lo sabían y lo aceptaban.
Tom King nunca había sido locuaz. Se sentó junto a la ventana, silencioso y taciturno, mirándose las manos. Las venas sobresalían, grandes e hinchadas, y los nudillos, golpeados, deformados tumefactos, daban testimonio del uso que les daba. Nunca había oído decir que la edad de una persona era la edad de sus arterias, pero conocía muy bien el significado de aquellas venas grandes y sobresalientes. Su corazón había bombeado demasiada sangre a gran presión a través de ellas. Ya no hacían su trabajo. Habían perdido elasticidad y, por la distensión, él ya no tenía resistencia. Se cansaba rápidamente. Ya no podía soportar veinte rounds, mazazos y pinzas, pelea, pelea, pelea, pelea, de campana a campana, golpe tras golpe, ser llevado contra las cuerdas y a su vez llevar al oponente contra las cuerdas, golpes más feroces y más rápidos en el último round, el vigésimo, con la sala a sus pies y aullando, y él mismo precipitándose, castigando, esquivando y propinando una lluvia de golpes y recibiendo una lluvia de golpes a cambio, y todo el tiempo con el corazón bombeando fielmente la sangre por las venas. Las venas, hinchadas en ese momento, siempre se habían encogido luego, aunque no del todo: cada vez, imperceptiblemente al principio, quedaban un poquito más grandes que antes. Las miró y miró sus nudillos tumefactos y, por un momento, tuvo la visión de la joven excelencia de aquellas manos, antes de que el primer nudillo se incrustara en la cara de Benny Jones, también conocido como el Terror Galés.
La sensación de hambre volvió a invadirlo.
—Pero ¿por qué no puedo conseguir un bistec? —murmuró en voz alta, apretando sus grandes puños y escupiendo un ahogado juramento.
—Intenté con Burke y con Sawley —dijo su esposa, como disculpándose.
—¿Y no me fían? —preguntó él.
—Ni medio penique, Burke dijo que… —balbuceó ella.
—¡Diablos! ¿Qué dijo?
—Que con lo que te daría Sandel esta noche tendrías suficiente, que no quería aumentar tu cuenta.
Tom King gruñó, pero no contestó. Estaba ocupado, pensando en el perro de pelea que había sido en los días de su juventud y al que había alimentado con incontables bistecs. Burke le habría dado crédito para mil bistecs en aquel entonces. Pero los tiempos eran otros. Tom King estaba envejeciendo y los hombres maduros que peleaban en clubes de segunda clase no tenían la esperanza de pagar sus deudas con los comerciantes.
Se había levantado por la mañana añorando un bistec, y la añoranza no se había disipado. No había tenido un entrenamiento adecuado para esa pelea. Era un año de sequía en Australia, los tiempos eran difíciles y hasta resultaba arduo encontrar un trabajo irregular. No tenía sparring y su alimentación no había sido la mejor, ni siempre suficiente. Durante algunos días había trabajado como peón y había corrido alrededor de la propiedad por la mañana temprano para poner en forma las piernas. Pero era difícil entrenar sin sparring, y con una esposa y dos niños que alimentar. El crédito con los comerciantes apenas había aumentado un poco cuando se planeó su pelea con Sandel. El secretario del Gayety Club le había adelantado tres libras —de la parte del perdedor— y se había negado a darle más. De tanto en tanto se las había arreglado para pedir unos pocos chelines a algún viejo amigo, que habría sido más generoso si no fuera un año de sequía y no estuviera él mismo en dificultades. No —y era inútil ocultárselo—, su entrenamiento no había sido satisfactorio. Habría necesitado mejor alimentación y menos preocupaciones. Además, cuando un hombre tiene cuarenta años, es más difícil ponerse en condiciones que cuando tiene veinte.
—¿Qué hora es, Lizzie? —preguntó.
Su esposa atravesó el hall para averiguarlo, y más tarde regresó.
—Las ocho menos cuarto.
—Empezarán la primera pelea en pocos minutos —dijo él—. Apenas un combate de prueba. Luego habrá cuatro rounds entre Dealer Wells y Gridley, y diez rounds entre Starlight y un marinero. No tardarán más de una hora.
Al final de otro silencio de diez minutos, Tom se puso de pie.
—La verdad, Lizzie, es que no he tenido un entrenamiento adecuado.
Fue a buscar el sombrero y se dirigió a la puerta. No le dio un beso —nunca lo hacía al salir—, pero aquella noche, ella se atrevió a besarlo, abrazándolo y obligándolo a inclinar su cara hasta la de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquel gigante.
—Buena suerte, Tom —dijo—. Tienes que ganarle.
—Sí, tengo que ganarle —repitió él—. Eso es todo. Tengo que ganarle.
Sonrió, tratando de ser cariñoso, mientras ella se apretaba aún más contra él. Por encima de los hombros de ella podía ver la habitación vacía. Era todo lo que tenía en el mundo, junto con una renta atrasada, y ella y los niños. Y estaba a punto de salir esa noche para conseguir carne para su hembra y sus cachorros —no como un moderno obrero que va a su grilla mecánica, sino de una manera antigua, primitiva, real, animal: peleando por ello.
—Tengo que ganarle —repitió, esta vez con un atisbo de desesperación en la voz—. Si gano, serán treinta libras, y podré pagar todo lo que debo, y sobrará un poco de dinero. Si pierdo, estoy fregado, ni siquiera me quedará un penique para volver en el tranvía. El secretario me dio todo lo que corresponde por perder. Adiós, mujer. Volveré directo a casa si gano.
—Y te estaré esperando —le dijo ella a través del hall.
Dos millas lo separaban de Gayety, y mientras caminaba recordó que en sus días victoriosos —una vez había sido el campeón de los pesados en Nueva Gales del Sur— se habría desplazado en taxi al combate y que, muy probablemente, algún admirador seguidor habría pagado el taxi y lo habría acompañado. Eran Tommy Burns y aquel negro yanqui, Jack Johnson —ellos iban en automóviles—. ¡Y él ahora iba a pie! Y, como lo sabe cualquiera, dos millas no son el mejor preliminar para una pelea. Era un tipo ya maduro, y el mundo no se portaba bien con los maduros. No sabía hacer nada, excepto el trabajo de peón, y la nariz rota y las orejas hinchadas no lo ayudaban demasiado. Se encontró a sí mismo deseando haber aprendido algún oficio. Habría sido mejor a largo plazo. Pero nadie se lo había aconsejado y, en lo profundo de su corazón, sabía que, de todos modos, no habría hecho caso. Había sido tan fácil. Mucho dinero —peleas cortas y gloriosas—, períodos de descanso y de entrenamiento —un séquito de obsecuentes, las palmadas en el hombro, los apretones de manos, los ricachones contentos de pagarle un trago por el privilegio de cinco minutos de charla—, y la gloria, el público aullante, el final de torbellino, el árbitro diciendo «¡Ganador: King!», y su nombre en las columnas de deporte al día siguiente.
¡Qué buenos tiempos aquellos! Pero ahora se daba cuenta, en ese día lento y caviloso, de que él era uno de esos boxeadores viejos a los que había noqueado. Él era la Juventud, el ascenso; y ellos eran la Edad, la decadencia. No sorprendía que hubiera sido sencillo: ellos, con las venas hinchadas y los nudillos tumefactos, y cansados hasta los huesos por las largas batallas que habían librado. Recordaba la época en que había noqueado al viejo Stowsher Bill, en Rush-Cutters Bay, en el decimoctavo round y que después el viejo Bill había llorado como un bebé, en el vestuario. Quizá Bill tenía deudas. Quizá tenía en casa a una mujer y a un par de chicos. Y quizá Bill, el mismo día de la pelea, había tenido hambre de un bistec. Bill había recibido una increíble paliza. Ahora que él mismo estaba en desgracia podía ver que, aquella noche, veinte años antes, Stowsher Bill había corrido más riesgos que el joven Tom King, quien había peleado por la gloria y por el dinero fácil. No era una sorpresa que Stowsher Bill llorara en el vestuario.
Bueno, para comenzar, un hombre tenía en él solamente una cantidad determinada de peleas. Era la ley de hierro del deporte. Un hombre podía tener cien peleas duras; otro, apenas veinte; cada uno de ellos, de acuerdo con su contextura y sus fibras, tenía un número definido y, cuando las había peleado, estaba acabado. Sí, él había tenido más peleas que la mayoría de ellos, y había librado más de las que le correspondían —el tipo de peleas difíciles, agotadoras, que llevaban el corazón y los pulmones al punto de reventar, que terminaban con la elasticidad de las arterias y convertían en nudos recios de los músculos la flexibilidad de la Juventud, que destruían los nervios y la resistencia, y hacían que el cerebro y los huesos se agotaran por el exceso de esfuerzo—. Sí, su carrera era mejor que la de ellos. No quedaba ninguno de sus antiguos compañeros de pelea. Era el último de la vieja guardia. Había visto cómo acababan todos ellos, y hasta había intervenido en acabar con algunos.
Lo habían probado con los boxeadores viejos, y a uno tras otro los había puesto fuera de combate —riéndose cuando lloraban en el vestuario, como el viejo Stowsher Bill—. Ahora, el boxeador viejo era él, y a los jóvenes los probaban con él. Como a ese tipo, Sandel. Había llegado desde Nueva Zelanda, donde tenía un buen récord. Pero no todos en Australia sabían de él, de modo que lo pusieron a pelear contra el viejo Tom King. Si Sandel daba un buen espectáculo, le propondrían mejores hombres contra los cuales pelear, mejores bolsas que ganar; todo ello dependía de que pudiera librar una feroz batalla. Tenía mucho que ganar —dinero, gloria y carrera—; y Tom King era el canoso obstáculo que se interponía en el camino a la fama y la fortuna. Y no tenía nada que ganar, excepto treinta libras, para pagar al propietario y a los comerciantes. Y mientras Tom King razonaba de este modo, se agregó a su impasible visión la imagen de la Juventud, la gloriosa Juventud, elevándose exultante e invencible, de músculos flexibles y piel de seda, con el corazón y los pulmones que nunca se agotaban y que se burlaba de la limitación de los esfuerzos. Sí, la Juventud era Némesis. Destruía a los boxeadores viejos y no le importaba que, al hacerlo, se estuviera destruyendo a sí misma. Agrandaba las arterias y machacaba los nudillos, y a su vez era destruida por la Juventud. Pues la Juventud es siempre joven; solamente la Edad envejecía.
En Castlereagh Street giró a la izquierda, y tres cuadras después llegó a Gayety. Un grupo de jóvenes gandules que esperaban en la puerta le abrieron paso con respeto, cuando oyó a uno que le decía al otro: «¡Es él! ¡Es King!».
Dentro, en el camino al vestuario, se encontró con el secretario, un joven de mirada penetrante y facciones astutas, quien le estrechó la mano.
—¿Cómo te sientes, Tom? —preguntó.
—Afinado como un violín —respondió King, aunque sabía que estaba mintiendo, y que si él hubiera tenido una libra, la daría con gusto allí mismo por un buen bistec.
Cuando salió del vestuario, con los segundos detrás de él, y llegó al corredor que conducía al cuadrilátero en el centro de la sala, brotó un estallido de saludos y aplausos de la muchedumbre que esperaba. Tom agradeció los saludos a izquierda y derecha, aunque conocía pocas de las caras. La mayoría eran las caras de muchachos que no habían nacido cuando él ya estaba ganando sus primeros laureles en el ring. Dio un ligero salto hasta la plataforma elevada y se deslizó entre las cuerdas hacia su esquina, donde se sentó en un banco plegadizo. Jack Ball, el árbitro, se acercó a estrecharle la mano. Ball era un púgil venido a menos que no se había subido al ring hacía más de diez años para una pelea principal. King estaba contento de tenerlo como árbitro. Ambos eran boxeadores viejos. Si tenía que forzar un poco las reglas con Sandel, sabía que podía contar con que Ball lo pasara por alto.
El árbitro presentó a los jóvenes pesos pesados novatos que subieron al ring, uno después de otro. También proclamó los desafíos.
—El joven Pronto —anunció Ball—, del norte de Sídney, reta al ganador de esta pelea por cincuenta libras de apuesta.
El público aplaudió y volvió a aplaudir cuando el propio Sandel saltó entre las cuerdas y se sentó en su esquina. Tom King lo miró a través del ring con curiosidad, pues en pocos minutos estarían trabados en un combate sin piedad, y cada uno de ellos trataría con todas sus fuerzas de noquear al otro y dejarlo inconsciente. Pero era poco lo que podía ver, pues Sandel, como él mismo, llevaba pantalones y una sudadera sobre la ropa de boxeo. Su cara era muy atractiva, y estaba coronada por una mata crespa de cabello rubio, mientras su cuello, grueso y musculoso, dejaba adivinar un cuerpo magnífico.
El joven Pronto fue a una de las esquinas y luego a la otra, estrechó las manos de los principales y luego bajó del ring. Los desafíos continuaban. Entre las cuerdas siempre subía la Juventud —Juventud desconocida, pero insaciable—, y le gritaba a la humanidad que, con fuerza y destreza, se las vería con el ganador.
Algunos años antes, en el apogeo de su invencibilidad, King se había divertido y aburrido con tales preliminares. Pero ahora las presenciaba fascinado, incapaz de apartar la vista de la Juventud. Esos jóvenes ascendentes en el boxeo siempre estaban saltando al ring entre las cuerdas y clamando su desafío; y siempre se los enfrentaba con boxeadores viejos. Trepaban hasta el éxito sobre los cuerpos de los viejos. Y siempre venían, más y más jóvenes —la Juventud ávida e irresistible—, y siempre acababan con los viejos, se convertían ellos mismos en boxeadores viejos y recorrían el mismo camino descendente, mientras que, detrás, presionando, estaba la Juventud eterna: los nuevos chicos, que crecían ambiciosos y capaces de arrastrar a sus mayores, con más chicos detrás de ellos en el fin de los tiempos. La Juventud tiene su propia voluntad y eso nunca morirá.
King miró hacia la cabina de la prensa y saludó a Morgan, del Sportsman, y a Corbert, del Referee. Luego extendió las manos, mientras Sid Sullivan y Charley Bates, sus segundos, le calzaban los guantes y los ataban, observados de cerca por uno de los segundos de Sandel, quien primero examinó críticamente las bandas sobre los nudillos de King. Un segundo de este se hallaba en la esquina de Sandel, haciendo lo mismo. Sandel se quitó los pantalones y, mientras estaba de pie, se quitó la sudadera por la cabeza. Y Tom King, al mirarlo, vio a la Juventud encarnada, de ancho pecho, fuertes tendones, con músculos que serpenteaban como cosas vivas bajo la blanca piel satinada. Todo el cuerpo estaba animado de vida, y Tom King sabía que era una vida que nunca había perdido su frescura a través de los dolientes poros durante las largas peleas en que la Juventud paga su tributo y sale menos joven que al entrar.
Los dos hombres avanzaron hasta encontrarse y, cuando sonó la campana y los segundos estuvieron fuera del ring con los bancos plegables, estrecharon las manos e inmediatamente adoptaron su actitud de pelea. Enseguida, como un mecanismo de acero y resortes disparado por un gatillo, Sandel avanzó y retrocedió, descargando una izquierda a los ojos, una derecha a las costillas, esquivando un contraataque, bailoteando ligeramente hacia atrás y bailoteando amenazante hacia adelante. Era rápido e inteligente, y estaba dando una exhibición deslumbrante. El público aullaba de admiración. Pero King no se dejaba deslumbrar. Había peleado demasiados combates con demasiados jóvenes. Valoraba los golpes por lo que eran: demasiado rápidos y demasiado hábiles para ser peligrosos. Evidentemente, Sandel apresuraría las cosas desde el comienzo. Había que esperarlo. Era el método que tenía la Juventud, que gastaba su esplendor y su excelencia en rebeldías salvajes y ataques furiosos, agobiando al oponente con su propio, ilimitado estallido de fortaleza y deseo.
Sandel iba y venía, de aquí para allá, por todas partes, ligero de pies e impaciente, una maravilla viva de carne blanca y precisos músculos que se trenzaba en una deslumbrante fábrica de ataques, deslizamientos y saltos, como una nave que volaba de acción en acción y a través de miles de acciones centradas en la destrucción de Tom King, que se interponía entre él y la fortuna. Y Tom King resistió pacientemente. Conocía el boxeo y conocía a la Juventud y sabía que la Juventud ya no le pertenecía. Pensó que no había nada que hacer hasta que el otro perdiera algo de ese fervor, y se sonrió mientras esquivaba deliberadamente para recibir un pesado golpe en la parte superior de la cabeza. Era una astucia, aunque absolutamente aceptable de acuerdo con las reglas del boxeo. Se suponía que un hombre tenía que cuidar de sus propios nudillos y, si insistía en pegar al oponente en la parte superior de la cabeza, lo hacía por su cuenta y riesgo. King podría haber esquivado más bajo y dejado que el golpe se perdiera en el aire sin daño alguno, pero recordó sus propias primeras peleas y cómo golpeó su primer nudillo en la cabeza del Terror Galés. Estaba iniciándose apenas en el deporte. Ese esquive contaba para uno de los nudillos de Sandel. No es que a Sandel le importara ahora. Continuaría, soberbio y despreocupado, golpeando tan fuerte como siempre a lo largo de toda la pelea. Pero luego, cuando las largas batallas del ring comenzaran a hablar, lamentaría aquel nudillo y miraría hacia atrás y recordaría cómo lo había estrellado contra la cabeza de Tom.
El primer round fue para Sandel, y toda la sala aullaba por la rapidez de sus arremolinados ataques. Agobió a King con avalanchas de puñetazos, y King no hizo nada. Nunca conectó un golpe, se contentó con cubrirse, bloquear y esquivar, y provocar el clinch para evitar el castigo. Ocasionalmente hacía una finta, sacudía la cabeza cuando el peso de un puñetazo daba en el blanco y se movía impasiblemente hacia atrás, sin saltar ni rebotar para evitar el gasto de energía. Sandel debía agotar la espuma de la Juventud antes de que la Edad discreta pudiera atreverse a la represalia. Todos los movimientos de King eran lentos y metódicos, y sus ojos de pesados párpados y casi inmóviles le daban el aspecto de estar dormido o aturdido. Sin embargo, eran ojos que lo veían todo, que habían sido entrenados para ver todo a través de sus veinte años y pico en el ring. Eran ojos que no pestañeaban ni oscilaban ante un golpe inminente, sino que observaban fríamente y calculaban la distancia.
Sentado en su esquina durante el minuto de descanso al final del round, Tom se recostó hacia atrás, estirando las piernas, con sus brazos descansando en el ángulo recto de las sogas, con su pecho y abdomen jadeando franca y profundamente, mientras tragaba el aire aventado por las toallas de sus segundos. Escuchó con los ojos cerrados las voces de los espectadores:
—¿Por qué no peleas, Tom? —gritaron varios—. No le tendrás miedo, ¿no?
—Tiene los músculos paralizados —oyó comentar a un hombre en uno de los asientos de las primeras filas—. No puede moverse más rápido. Dos a uno para Sandel, en libras.
La campana sonó y los dos hombres avanzaron desde sus esquinas. Sandel cubrió tres cuartos de esa distancia, dispuesto a comenzar; pero King se contentó con avanzar una distancia más corta. Estaba en consonancia con su táctica de economía. No había entrenado bien y no había tenido lo suficiente para comer; cada paso contaba. Además, ya había caminado dos millas hasta el ring. Era una repetición del primer round: Sandel atacaba como un torbellino y el público preguntaba indignado por qué King no peleaba. Más allá de las fintas y de varios golpes deliberadamente lentos e ineficaces, no hizo nada salvo bloquear, enfriar la pelea y provocar el clinch. Sandel quería acelerar el ritmo, mientras que King, en su sabiduría, se negaba a acomodarse a él. Hizo una mueca de nostálgico pathos con su semblante tumefacto, y siguió resguardando la energía con el celo del que solo la Edad es capaz. Sandel era la Juventud, y la desperdiciaba con el munificente abandono de la Juventud. El dominio del ring seguía perteneciendo a King, gracias a la sabiduría adquirida en largos y dolorosos combates. Miraba con ojos fríos, moviéndose lentamente y esperando que la espuma de Sandel se disipara. Para la mayoría de los espectadores, parecía que King se sentía superado, y gritaban su opinión en las apuestas de tres a uno a favor de Sandel. Pero algunos, más sabios, unos pocos, conocían al King de otros tiempos y cubrieron las ofertas, que consideraban dinero fácil.
El tercer round empezó como todos, desparejo: Sandel lideraba y propinaba todo el castigo. Medio minuto había pasado, cuando Sandel, demasiado confiado, dejó una abertura. Los ojos de King y su brazo derecho centellearon al mismo instante. Fue su primer golpe real —un gancho, con el brazo rotado para volverlo rígido y con todo el peso del cuerpo a medias pivoteado—. Era como un león supuestamente dormido que de repente lanzaba un zarpazo. Sandel, alcanzado en un lado de la mandíbula, cayó derribado como un novillo. El público se sobresaltó y aplaudió de espanto. Después de todo, King no tenía los músculos paralizados, y podía lanzar un golpe como un mazazo.
Sandel quedó muy sentido. Giró sobre un lado e intentó levantarse, pero los agudos chillidos de sus segundos lo retuvieron para que aprovechara la cuenta. Se incorporó sobre una rodilla, listo para levantarse, y esperó, mientras el árbitro estaba de pie junto a él, contando los segundos en voz alta. A la cuenta de nueve se levantó en actitud ofensiva, y Tom King, frente a él, lamentó que el golpe no hubiera alcanzado más certeramente la mandíbula. De haber sido un nocaut, podría haber llevado las treinta libras a su casa para su mujer y sus hijos.
Los últimos minutos del round transcurrieron con el respeto de Sandel por su oponente y con King lento en sus movimientos y con los ojos somnolientos como siempre. Cerca del cierre del round, King, alertado por los segundos que esperaban agachados para saltar entre las cuerdas, llevó la pelea a su propia esquina. Y cuando sonó la campana, se sentó inmediatamente en el banco, mientras Sandel tuvo que caminar en diagonal por el cuadrilátero para volver a su rincón. Era una pequeñez, pero la suma de pequeñeces contaba. Sandel se vio obligado a caminar aquellos pasos de más, renunciar a aquella energía y perder una parte del precioso minuto de descanso. Al comienzo de cada round, King se arrastraba lentamente desde su esquina, forzando a su oponente a avanzar una distancia mayor. Al final de cada round, King maniobraba la pelea hacia su propio rincón, para poder sentarse de inmediato.
Transcurrieron otros dos rounds, en los cuales King era parsimonioso en su esfuerzo y Sandel, pródigo. El intento de este último por forzar un ritmo más rápido incomodó a King, pues un porcentaje de los múltiples golpes que llovieron sobre él dieron en el blanco. Sin embargo, King persistió en su lentitud tenaz, a pesar de los gritos de los exaltados para que avanzara y peleara. Nuevamente, en el sexto round, Sandel se descuidó, y nuevamente la temible derecha de Tom King restalló contra la mandíbula, y nuevamente Sandel aprovechó los nueve segundos de la cuenta.
Hacia el séptimo round, la buena condición de Sandel había desaparecido y debió acomodarse a la pelea más dura de su carrera. Tom King era un boxeador viejo, pero el mejor entre los que había encontrado, uno que nunca perdía el temple, uno notablemente hábil en defensa, y cuyos golpes tenían el impacto de una maza, con la posibilidad de un nocaut en ambos puños. Sin embargo, Tom King no se atrevía a pegar con frecuencia. Nunca olvidaba sus nudillos tumefactos, y sabía perfectamente que cada impacto contaba si quería que los nudillos le duraran toda la pelea. Cuando se sentó en su esquina, mirando al contrincante, tuvo el pensamiento de que la suma de su sabiduría y la juventud de Sandel podrían constituir un campeón mundial de pesos pesados. Pero ese era el problema. Sandel nunca se convertiría en un campeón mundial. Carecía de la sabiduría, y la única manera que tenía para adquirirla era su Juventud: cuando la sabiduría le perteneciera, se habría gastado la Juventud en comprarla.
King aprovechó todas las ventajas que conocía. Nunca perdió la oportunidad de un clinch; la mayoría de las veces, al quedar trabado, sus hombros impactaban contra las costillas del otro. En la filosofía del ring, un hombro era tan bueno como un puñetazo en cuanto al daño que podía provocar, y mucho mejor en cuanto al gasto de energía. Además, el clinch permitía que King cargara su peso sobre el oponente, de ahí que no se apresurara en deshacerlo. Esto obligaba a la intervención del árbitro, que los separaba, siempre asistido por Sandel, que todavía no había aprendido a descansar. No podía abstenerse de usar aquellos gloriosos brazos móviles y sus tensos músculos, y cuando el otro forzaba un clinch, impactando los hombros contra las costillas y con la cabeza descansando sobre el brazo izquierdo de Sandel, este casi invariablemente llevaba su derecha detrás de la espalda, hacia la cara que se proyectaba. Era un golpe inteligente, muy admirado por el público, pero no presentaba peligro y, por tanto, era más que nada energía desperdiciada. Pero Sandel no se cansaba y no era consciente de sus limitaciones, mientras King sonreía con una mueca y resistía tenazmente.
Sandel propinó un feroz derechazo al cuerpo, dando la impresión de que King estaba recibiendo un gran castigo, y fueron solamente los viejos aficionados los que apreciaron el hábil toque del guante izquierdo de King sobre los bíceps del otro, justo antes del impacto del golpe. Era cierto, el golpe dio en el blanco, pero fue privado de su efecto gracias al toque en los bíceps. En el noveno round, tres veces en el lapso de un minuto, la derecha de King descargó su gancho rotado sobre la mandíbula, y tres veces el cuerpo de Sandel, pesado como era, cayó a la lona. Las tres veces recibió una cuenta de nueve, lo que le permitió levantarse aturdido, pero todavía fuerte. Había perdido buena parte de su velocidad y gastaba menos energía. Estaba peleando con resolución, pero seguía recurriendo a su principal cualidad, que era la Juventud. La principal cualidad de King era la experiencia. Como su vitalidad había disminuido y su vigor mermaba, los había remplazado con astucia, con la sabiduría nacida de las largas peleas y con una cuidadosa administración de la energía. No solamente había aprendido a no hacer nunca movimientos superfluos, sino que también había aprendido a seducir a un oponente para que despilfarrara su energía. Una y otra vez, con una finta de pies, manos y cuerpo, seguía manipulando a Sandel para que saltara, esquivara o contraatacara. King descansaba, pero nunca permitía que Sandel lo hiciera. Era la estrategia de la Edad.
Apenas iniciado el décimo round, King comenzó a detener los ataques del otro con directos de izquierda a la cara, y Sandel, cada vez más prudente, respondió lanzando la izquierda, luego esquivando y descargando con su derecha un gancho largo a un costado de la cabeza. Era demasiado alto para ser vitalmente efectivo, pero cuando dio en el blanco, King sintió en su mente el viejo y familiar descenso al negro velo de la inconsciencia. Por un instante, o más bien por la mínima fracción de un instante, tuvo un blanco. En un momento vio a su oponente esquivando fuera del campo de visión y el fondo de caras blancas y atentas; al momento siguiente, vio otra vez a su oponente y el fondo de caras. Era como si se hubiera dormido durante un rato y hubiera vuelto a abrir los ojos y, sin embargo, el intervalo de inconsciencia fue tan microscópicamente breve que no tuvo tiempo de caer. El público vio que titubeaba y que sus rodillas flaqueaban, pero luego lo vio recobrarse y meter su mentón más profundamente en el refugio de su hombro izquierdo.
Varias veces Sandel repitió el golpe, manteniendo a King parcialmente aturdido, y luego este mejoró la defensa, que era también un contraataque. Haciendo fintas con su izquierda dio medio paso hacia atrás, lanzando al mismo tiempo un uppercut con toda la potencia de su derecha. Tan precisamente sincronizado, que aterrizó de lleno en la cara en el trayecto hacia abajo del esquive, de modo que Sandel quedó levantado en el aire y se curvó hacia atrás, impactando en la lona con la cabeza y los hombros. King repitió el golpe dos veces, y luego se calmó y arrinconó a su oponente contra las cuerdas. No le dio a Sandel la oportunidad de descansar ni de restablecerse, sino que disparó golpe tras golpe hasta que el público se puso en pie y el aire se llenó con un ininterrumpido rugir de aplausos. Pero la fortaleza y la resistencia de Sandel eran supremas, y seguía en pie. El nocaut parecía tan seguro que el capitán de policía, impresionado por el horrible castigo, apareció en el ringside para detener la pelea. La campana sonó para dar por terminado el round y Sandel se dirigió tambaleándose a su esquina, mientras le decía al capitán que estaba sólido y fuerte. Para probarlo dio un par de saltos, y el policía desistió.
Tom King, en su esquina, respirando con dificultad, estaba contrariado. Si la pelea hubiera sido detenida, el árbitro, por fuerza, habría aceptado la decisión y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, él no estaba peleando por la gloria ni por la carrera, sino solo por treinta libras. Y ahora Sandel podría recuperarse en el minuto de descanso.
«La Juventud se impondrá»; este dicho relampagueó en la mente de King, y recordó la primera vez que la había oído, la noche en que había noqueado a Stowsher Bill. El ricachón que le había pagado un trago después de la pelea y le había palmeado el hombro había usado esas palabras. ¡La Juventud se impondrá! El ricachón estaba en lo cierto. Y aquella noche, años atrás, él había sido la Juventud. Esta noche, la Juventud estaba en la esquina opuesta. En cuanto a él, llevaba peleando media hora, y ya era un hombre maduro. Si hubiera peleado como Sandel, no habría durado ni quince minutos. Pero el punto era que no se recuperaba. Aquellas arterias sobresalientes y aquel corazón dolorosamente cansado no le permitirían recuperar las fuerzas en los intervalos entre rounds. Y, para empezar, no tenía energía suficiente. Las piernas le pesaban y comenzaban a acalambrarse. No tendría que haber caminado aquellas dos millas antes de la pelea. Y estaba el bistec por el que había suspirado aquella mañana. Lo invadió un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a fiarle. Era difícil para un hombre maduro afrontar una pelea sin el alimento suficiente. Y un bistec era una pequeñez, apenas unos peniques; sin embargo, para él, significaba treinta libras.
Con la campana que dio inicio al undécimo round, Sandel se lanzó al ataque, haciendo gala de una frescura que no poseía realmente. King sabía de qué se trataba: era un bluf tan viejo como el deporte mismo. Se trabó en un clinch para no gastar energía, luego, apartándose, dejó que Sandel se preparara. Esto era lo que King quería. Hizo fintas con la izquierda, esquivó y lanzó un gancho largo ascendente, luego dio medio paso hacia atrás, conectó un uppercut de lleno en la cara y mandó a Sandel a la lona. Después no lo dejó descansar, recibiendo también él un castigo, pero infligiendo uno mayor, barriendo a Sandel hasta las cuerdas, con ganchos y directos, y todo tipo de golpes, deshaciendo los abrazos o golpeándolo ante cualquier intento de clinch, y siempre que Sandel se inclinaba, sorprendiéndolo con un puñetazo hacia arriba y otro que inmediatamente lo ponía contra las cuerdas, donde no pudiera caerse.
El público en ese momento estaba enloquecido, y era su público, pues casi todas las voces aullaban: «¡Acábalo, Tom!» «¡Acaba con él!» «¡Ya lo tienes!». Tendría que ser un final de torbellino, eso era lo que el público del ringside pagaba por ver.
Y Tom King, que había conservado su energía durante media hora, la gastaba ahora con prodigalidad en el único gran esfuerzo posible. Era su única oportunidad: ahora o nunca. Su energía declinaba rápidamente, y antes de que la última brizna lo abandonara, su esperanza era vencer a su oponente a la cuenta de diez. A medida que continuaba pegando y forzando, estimando fríamente el peso de sus golpes y la calidad del daño provocado, se dio cuenta de lo difícil que era noquear a un hombre como Sandel. Su resistencia era extrema, era la resistencia virgen de la Juventud. Sandel tenía un gran futuro. Solamente de aquella madera estaban hechos los boxeadores exitosos.
Sandel se tambaleaba, pero las piernas de Tom King estaban muy acalambradas y los nudillos le dolían. Sin embargo, se armó de valor para dar golpes feroces, cada uno de los cuales trajo agonía a sus manos destrozadas. Aunque ahora casi no estaba recibiendo castigo, se debilitaba tan rápidamente como el otro. Sus golpes daban en el blanco, pero ya no tenían el peso de antes, y cada puñetazo era el resultado de un severo esfuerzo de voluntad. Sus piernas eran como plomo y se arrastraban visiblemente; mientras, los partidarios de Sandel, alentados por ese síntoma, empezaron a vitorear a su hombre.
King se animó con un estallido de fuerza. Dio dos golpes sucesivos —una izquierda, apenas demasiado elevada, al plexo solar, y un cross a la mandíbula—. No fueron golpes muy pesados; con todo, Sandel estaba tan débil y aturdido que cayó y quedó temblando. El árbitro, de pie junto a él, le gritó la cuenta de los segundos fatales al oído. Si no se levantaba antes de que se pronunciara el décimo, perdería la pelea. El público se quedó en silencio. King se mantuvo en pie sobre sus piernas temblorosas. Un mareo mortal se abatió sobre él y, ante sus ojos, el mar de caras osciló y se hundió, mientras que a sus oídos llegaba, como desde una distancia remota, la cuenta del árbitro. La pelea era suya. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse. Solamente la Juventud podía levantarse, y Sandel se levantó. A la cuenta de cuatro movió la cabeza y manoteó ciegamente hacia las cuerdas. A la cuenta de siete se sostenía en una rodilla, en la que descansaba, con la cabeza oscilando atontada entre los hombros. Cuando el árbitro gritó «¡Nueve!», Sandel se puso en pie, en guardia, con su brazo izquierdo plegado contra su cara y el derecho contra el estómago. Sus puntos vitales estaban resguardados, mientras se inclinaba hacia adelante para acercarse a King, con la esperanza de provocar un clinch y ganar más tiempo.
En el instante en que Sandel se levantó, King se hallaba junto a él, pero los dos golpes que conectó fueron amortiguados por los brazos en guardia. Un momento después Sandel estaba en clinch y sosteniéndose desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separar a los dos hombres. King contribuyó a liberarse. Conocía la rapidez con la que la Juventud se recuperaba, y sabía que Sandel era suyo si podía evitar esa recuperación. Un golpe duro lo lograría. Sandel era suyo, sin dudas. Lo había superado en táctica, le había ganado en caídas, le iba ganando por puntos. Sandel salió del clinch tambaléandose, haciendo equilibrio en la fina línea que separa la derrota de la supervivencia. Un buen golpe lo haría perder el equilibrio y caería. Y Tom King, en un relámpago de amargura, recordó el bistec y deseó haberlo tenido para ese golpe necesario que tenía que lanzar. Se preparó para el golpe, pero no resultó lo suficientemente pesado ni rápido. Sandel osciló pero no cayó, y volvió tambaleando hacia las cuerdas para sostenerse. King se tambaleó hasta él y, con un dolor parecido a una disolución, conectó otro golpe. Pero su cuerpo lo había abandonado. Todo lo que quedaba de él era la inteligencia táctica, disminuida y borrosa por el cansancio. El golpe que apuntaba a la mandíbula impactó apenas en el hombro. Había querido que fuera más alto, pero los cansados músculos no habían sido capaces de obedecer. Y, desde el impacto del golpe, Tom King osciló hacia adelante y hacia atrás hasta casi caer. Una vez más se esforzó. Esta vez, su golpe falló y, a causa de la absoluta debilidad, cayó sobre Sandel y se trabó en un clinch, sosteniéndose en él para evitar derrumbarse en el suelo.
King no intentó liberarse. Había agotado sus recursos. Estaba ausente. Y la Juventud se había impuesto. Aun en el clinch podía sentir que Sandel se iba fortaleciendo. Cuando el árbitro los apartó, allí, ante sus ojos, vio a la Juventud recuperada. Instante tras instante, Sandel se fortalecía. Sus golpes, débiles y fútiles al principio, se volvieron más rígidos y precisos. La visión borrosa de Tom King vio el puño enguantado dirigirse a su mandíbula, y quiso protegerse interponiendo el brazo. Vio el peligro, quiso actuar, pero el brazo estaba demasiado pesado. Parecía llevar un lastre de cien kilos de plomo. No se levantaría por sí mismo, y él tuvo que esforzarse para levantarlo con el alma. Luego el puño enguantado dio en el blanco. Experimentó un chasquido agudo que era como una descarga eléctrica y, simultáneamente, lo envolvió el velo de la noche.
Cuando abrió los ojos nuevamente estaba en su esquina, y oía el aullido del público como el rugido de las olas en la playa de Bondi. Exprimían una esponja húmeda contra la base de su cráneo y Sid Sullivan lo rociaba con agua fría sobre la cara y el pecho. Ya le habían quitado los guantes, y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No abrigaba malos deseos hacia el hombre que lo había noqueado, y devolvió el apretón con una cordialidad que le hizo doler los nudillos. Luego, Sandel caminó hacia el centro del ring y el público acalló el griterío para oírlo anunciar que aceptaba el desafío del joven Pronto y ofrecía aumentar la apuesta de una a cien libras.
King miró con apatía mientras sus segundos enjugaban el agua, secaban su cara y lo preparaban para abandonar el ring. Tenía hambre. No el hambre común, lacerante, sino un desfallecimiento, una palpitación en la boca del estómago que se comunicaba a todo el cuerpo. Recordó el momento de la pelea en que había tenido a Sandel titubeando al borde de la derrota. ¡Ah, ese bistec lo habría logrado! Le había faltado solo eso para el golpe decisivo, y había perdido. Todo por culpa del bistec.
Sus segundos iban a ayudarlo a deslizarse entre las cuerdas. Los apartó, esquivó las cuerdas sin ayuda y saltó pesadamente al suelo, siguiéndolos de cerca mientras le abrían paso en el atestado corredor central. Al salir del vestuario hacia la calle, a la entrada del hall, algunos jóvenes le hablaron.
—¿Por qué no lo liquidaste cuando lo tenías? —le preguntó un joven.
—¡Vete al diablo! —respondió Tom King, y bajó los escalones hasta la acera.
Las puertas del recinto estaban abiertas y vio las luces y a los sonrientes camareros, oyó varias voces que analizaban la pelea y el próspero tintineo del dinero en el bar. Alguien lo llamó para que tomara un trago. Vaciló perceptiblemente, y luego rechazó el ofrecimiento y siguió su camino.
No tenía un cobre en el bolsillo y la caminata de dos millas le parecía muy larga. Ciertamente se estaba volviendo viejo. De pronto, cuando cruzaba el Dominio, se dejó caer en un banco, incómodo ante el pensamiento de la mujer sentada que esperaba saber el resultado de la pelea. Eso era más duro que cualquier nocaut, y le parecía casi imposible de encarar.
Se sintió débil y dolorido, y el tormento de sus nudillos destrozados le advirtió que, aun cuando pudiera encontrar trabajo como peón, pasaría una semana antes de que fuera capaz de sostener un pico o una pala. La palpitación de hambre en la boca del estómago era insoportable. Su miseria lo agobiaba y en sus ojos surgió una humedad involuntaria. Se cubrió la cara con las manos y, mientras lloraba, recordó a Stowsher Bill, cuando él se había impuesto aquella noche, años atrás. ¡Pobre viejo Stowsher Bill! Ahora podía entender por qué había llorado en el vestuario.
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