Veganos del alma. No hablan, no dicen. Se encierran en sí mismos. Nunca sacrificarán nada: ¡ellos primero! Sus necesidades por encima de todo. Caiga quien caiga.
Jamás renunciarán a nada. Lo mío, lo mío y lo mío. Yo hago así las cosas. Desde que el mundo es mundo. Si te gusta, bien y si no... ¡puerta!
Veganos del espíritu: por ahí no. ¿Darle de beber al dolor? No. Nuestra religión no lo permite.
Suelen entregar el corazón a un animal menor, a un ser que puedan dominar. Eso no compromete. Lo otro sí. El animal es un esclavo, jamás podrá decirte lo que realmente piensa de ti. Gracias a Dios que no habla, porque si te dijera cómo te ve te ibas a recontracagar. Destinado a vivir en libertad, es domesticado para que dependa de su dueño hasta en lo más básico.
En el mundo real no duraría ni un segundo.
Como esas viejas rodeadas de perritos mutantes a los que torturan. Sus hijos hace décadas que no quieren saber nada de ellas. A los ridículos cuadrúpedos todavía pueden aplastarlos con sus códigos y sus memeces. Atados con una correa, que no se escapen. Que no salgan de casa.
A imagen y semejanza de sus animales domésticos, ellos tampoco
sobreviven en el mundo exterior. Hay que trabajar, comprometerse,
dejarse los cojones, levantarse al alba, no dormir si es preciso.
¿Currar? ¿Eso qué es? ¿Arriesgarse a perder? ¿Para qué?
Viven la vida contemplativa. No se sabe qué coño contemplan. Pero ahí están.
Veganos del corazón. Gente light. Tabaco suave. Bebidas sin alcohol. Pagados de sí mismos. Se creen dioses dignos de admiración. ¡De admiración, nada menos! Como si fueran Mozart, Gardel o Nadal.
Que no te roce nada, que nada te hiera. Como si eso fuera posible.
Gente egoísta y hedonista. Que nunca hará nada por nadie. Ni queriendo. Porque no tienen la menor idea de lo que significa hacer algo por otros. En caso de que se relajen y hagan algo por ti, es peor: te pasarán la factura a los diez minutos. Sale más a cuenta hacerlo uno mismo.
Gente que se la pasa viajando, huyendo de sí misma. Sin caer en la cuenta de que son ellos mismos quienes los reciben en los sórdidos aeropuertos.
Que salen de espaldas en las fotos. Que no soportan verse tal como son. Así. De frente. Como la vida, como la muerte. Que viven escondidos, sigilosos, con pasos de felino.
Ceros a la izquierda. Rodeados de otros muchos ceros. Gente aún menos comprometida que ellos, que solo les dicen lo que quieren oír. Nada que llegue a la raíz, nada que tenga un átomo de veracidad. Que duela.
Mutilados del sentimiento. Condenados a la soledad más absoluta. Locos de atar. Con la peor clase de locura. Aquella que no pone nada en marcha. Locura de dejarse morir viendo series de televisión. Hartazgo de vivir antes de empezar a vivir.
Sus gélidos y permanentes silencios provocan la ilusión de algo profundo. Y una mierda. Detrás del mutismo no hay nada. Cuando por fin abren la boca se echa de menos su silencio.
Esfinges sin misterio.
lunes, 4 de septiembre de 2017
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